Por Daniel Hidalgo* Noviembre 26, 2014

© Paloma Valdivia

Como tantas otras, esta historia se inicia en una carretera o, más bien, termina en una. En la imagen se ve todo lo que se aprecia normalmente en las historias que suceden en las carreteras: una autopista rodeada de naturaleza, a ratos árida y otros de un verde inquietante, hay animales al costado -ganado, cabras, ovejas-, pequeñas o grandes parcelas lo suficientemente alejadas la una de la otra como para desconocer a tus vecinos de por vida, moteles, publicidad de alcohol -vinos, cervezas, champañas- y sobre el costoso pero acreditado futuro que debes darles a tus hijos desde ahora ya, túneles, curvas, autos, camiones, buses y, como es lógico, puestos para cobrar el peaje. Acabamos de pasar uno, y digo acabamos, porque, como toda historia, tiene protagonistas, y uno de ellos, en esta historia, soy yo.

La escena me recuerda una de Up in Smoke, una película vieja, con música de los War, en donde Richard “Cheech” Marín y Tommy Chong fuman tanta marihuana en su auto que terminan quemando a unas monjas antes de chocar y dicen no entender nada cuando un paco los intenta detener. Por supuesto que aquí no hay ni Cheech ni Chong, ni suena funk de fondo, sino un gordo de unos cincuenta años que escucha un grandes éxitos de Miguel Bosé y que se detuvo para llevarme lejos de donde estaba hace unas horas. No hablamos y cada uno mira por una ventana, yo por la del costado derecho y, espero, que él por la delantera.

No recuerdo haber odiado tanto a Miguel Bosé.

Tampoco quiero engañarlos con pirotecnia literaria pero antes de ese principio que es, en realidad, el final, sucedió algo y, como carezco de un mejor comienzo, prefiero identificar un punto neutro en medio del relato. Es el día en que vuelvo a casa.

El abrazo imbatible de mi madre, la carbonada seca servida en la mesa, mi padre y mis dos hermanas -que me hicieron una tarjeta que dice bienvenido hermanito- a mi alrededor. El silencio tras el cómo estás. El sonido de una radio mal sintonizada fundiéndose entre el metal de los cubiertos rasguñando la loza y el de la comida triturada por los dientes.

No es que haya sido un hijo ejemplar, es más, ningún hijo es ejemplar: para los padres, los hijos no son más que un cúmulo de las propias decepciones canalizadas en una vida bastante más torpe. Cometí errores porque es lo que mejor me sale y uno de esos fue cuando vendía películas pirateadas. Por supuesto hay errores anteriores, no habría jamás vendido películas en la Plaza Victoria si no hubiera conocido al Cabezón Cabezas -con quien me endeudé- o si hubiese seguido estudiando en la universidad -endeudándome el triple-, pero ésas son escenas de otras historias. Ese día había vendido cuatro copias de Fight Club y una de The Virgin Suicides y me sentía extrañamente orgulloso o contento porque me gustaba más vender películas como ésas que cualquier basura para tarados en que saliera Vin Diesel haciendo de gorila sin cerebro. Me había hecho las lucas temprano, además. Pero no, nunca es temprano, siempre es muy tarde y tarde me di cuenta de los dos efectivos policiales que me rodeaban con cara de haberse hecho la mañana.

En la comisaría me tomaron los datos y pregunté en qué situación estaba, si avisarían a mi casa o si me devolverían las películas. Uno de los pacos se llamaba Palominos o, mejor dicho, se apellidaba Palominos. No tengo idea de su nombre de pila, en realidad. Duracel Palominos, supongamos. Se me acercó y sin motivo alguno me respondió a los gritos, le dije que no era necesaria la agresividad -dudo, también, si lo hice con esas mismas palabras-, sólo logrando que chorreara aún más su prepotencia. Si me hubieran tomado preso por vender películas piratas esta historia no existiría. En algún momento, y tras un duelo verbal, tanto Duracel Palominos como yo perdimos el control, en un principio con mejor suerte de mi lado porque logré darle tal puñetazo que lo botó al suelo inconsciente, y aproveché de darle dos patadas en las costillas. La suerte dura poco. Habrán sido nueve los pacos que se me abalanzaron pegándome con cuanta cosa pillaran, haciéndome sentir el hocico como si se quemara por dentro, antes de que se les ocurriera ponerme las esposas. Resultado: dos dientes menos y quinientos cuarenta y un días en el Centro de Cumplimiento Penitenciario de Valparaíso, bajo el cargo de atentar contra la autoridad.

Esa tarde de mi regreso casi no hablamos. Supongo que mi familia intuía que mi pasada por la cárcel fue como un capítulo de Prison Break, pero la verdad no fue ni remotamente parecido: sin glamour, ni músculos, ni historias fascinantes. Ni la mente más imaginativa que conozco sería capaz de entender la monotonía, la mugre, la comida, los olores, la angustia, la violencia y el hacinamiento de ese lugar, ni yo tengo las ganas de recordarlo con mucho detalle. Como contaba, no hablamos mucho esa tarde pero me bastó mirarlos apenas unos minutos para entender que mi familia, de alguna forma, estaba destrozada.

La menor de mis hermanas es Angélica, tiene diecisiete años y no logré entender si era gótica o fan de algún animé o punk o lesbiana, dejó el liceo a la espera de cumplir los dieciocho y sacar en un dos por uno los tres cursos que le faltaban por terminar. Me lo contó una tarde, a una semana de mi regreso. No recuerdo haber conversado con ella de nuevo en los ocho meses que siguieron.

Haber estado preso, forzado entre esos paréntesis curvos, te vuelve un tipo extraño. Regresas a la fiebre adolescente a la hora de abordar mujeres, pierdes los pocos modales que tenías, tus amigos te desconocen y el mundo entero funciona de otra forma -una increíblemente peor-, hasta aparece nueva basura tecnológica en tu ausencia. Eres el maldito Captain Atom de los cómics, saltándose un par de décadas por culpa de un experimento militar que se jodió, perdido en un espacio que ya no es tuyo sin posibilidad de volver a nada, absolutamente a nada.

Esa fue la razón por la que, al tercer día libre, acudí al Cabezón Cabezas, sin siquiera perder el tiempo intentando buscar un trabajo supuestamente limpio que nadie me daría. Si había un bastardo para el que trabajaría, sería para él.

La carretera se oscurece, no pensé que me tomaría tres horas que alguien me llevara, pero ya está, da lo mismo el tiempo. Miguel Bosé ha dejado de sonar para darle paso a Maná. Es también un “grandes éxitos”, como si existiera un talento magistral por el mal gusto canción tras canción. Pienso en preguntarle al gordo su nombre, pero no lo hago, porque sé que le seguiré diciendo el gordo en esta historia.

El trabajo con Cabezón Cabezas resultaba bien, me daba para comer, aportar algo a la familia y darme mis propios gustos. En casa nadie hablaba con nadie y transitaban desde sus piezas al baño evitando cualquier contacto humano en el camino. No era muy distinto en la peni, en donde recibí tan pocas visitas que las recuerdo como si fueran solo una, hecho que jamás recriminé, entendiendo que a nadie le debe haber gustado que lo desnudaran y le examinaran el culo cada vez que querían verme, sólo para mirarme y hablar del clima.

Mi otra hermana se llama Victoria, tiene veinte años y con ella se inició el problema. Si no hubiera un problema, no tendría sentido contar nada. Fue una tarde en que estaba en el comedor, revisando unos correos en el computador de mi madre. Victoria pasó prácticamente desnuda en dirección a la calle. Quizá si realmente hubiera estado desnuda no sería tanto conflicto. Llevaba unos shorts blancos ajustadísimos y la parte de arriba de un bikini. Le pregunté si le parecía bien salir así, tan escandalosa, a la calle. Ella me respondió de mala forma, agrediéndome de vuelta. Grité en dirección a la cocina, donde estaba mi madre, para que le llamara la atención. No sé en qué momento todo se fue de control y mi madre, para que Victoria le dejara de responder, le dio una cachetada. Victoria gritó, apareció mi padre desde la calle y le aventó un manotazo a mi madre. Abatido me puse de pie y me lancé sobre mi padre, empujándolo. Mi hermana se me abalanzó, sin dejar de gritar y comenzó a tirarme de las mechas. Un buen momento para irse a negro, cambio de escena.

Voy rumbo a cualquier parte, en un auto de un tipo gordo que desconozco. Esa pelea familiar duró apenas tres minutos pero bastó para confirmarme que la familia ya no existía, no sólo se había destrozado, sino que se había vuelto salvaje. Me traje la mercancía que me correspondía del Cabezón Cabezas, que consta de unos ochenta libros pirateados que pretendo vender para subsistir un par de días. La noche da en mitad de la carretera y el mundo una vez más desaparece. Suena Shakira.

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