Por Iosi Havilio* Noviembre 20, 2014

© Paloma Valdivia

Cuando llegué a casa, Laura me tomó por los hombros y me pidió que la mirara a los ojos: ¿Vos me amás? La pregunta me tomó por sorpresa, contesté a boca de jarro: ¡Claro que te amo! Hacía días que no nos dirigíamos la palabra, menos en esos términos. Nuestro vínculo se reducía a una minuciosa dramatización del desafecto. Laura hizo una pausa y siguió arrojando dardos sorprendentes: ¿Estás dispuesto a hacer cualquier cosa por mí? … ¿Sin juzgarme? Me encogí de hombros. Sentate, me ordenó, tengo que hablarte de algo vital. Sospeché, y acerté, que se trataba de un asunto relativo a sus sesiones de los miércoles. Laura estaba excitada, me hablaba como un orador a la platea. Desde aquella fatídica noche del día del amigo no habíamos vuelto a tocar el tema Horacio; dejé el orgullo de lado y decidí prestarle atención. En uno de los últimos ejercicios del grupo, Laura había sido la protagonista de la noche. Habló de nosotros, de nuestras discusiones, de su complicada maternidad, la difícil relación con Antonia, hasta que surgió la historia de sus padres. Nelson, el padre de Laura, se ganaba los veranos como cantor de tangos recorriendo las costas del litoral. Según la versión de la madre, habían pasado una sola noche juntos y nunca más lo había vuelto a ver. Mantuvieron una breve charla telefónica cuando la madre ya llevaba ocho meses de embarazo y otra más al poco tiempo del nacimiento de Laura. Nelson acordó enviar algún dinero pero nunca manifestó interés por relacionarse con su hija. El día que cumplió quince años, Laura se enteró de que su padre había fallecido unas semanas antes. Horacio propuso una escena de reconstrucción para desentrañar el trauma original.  Laura guió a dos de sus compañeros que actuaron de su madre y de su padre. Bailaron, se besaron, el chico incluso cantó un tango a capela y acabaron haciendo el amor sobre el escenario. Metafóricamente, aclara Laura, aunque estaban tan involucrados que empezaron a desvestirse y no cogieron por poco. Si fuera por Horacio…! Me ahorré el comentario. El asunto es que Laura había presenciado su propia concepción. Después del sexo, ella se unió al abrazo y entre los tres se dijeron que se amaban. La familia ya no era un imposible. A Laura la experiencia le había hecho muy bien, esa noche había salido aliviada de la sesión, más libre. Tanto, que sintió el deseo de festejar el nuevo nacimiento y por sugerencia de Horacio fue a tomar unos tragos con algunos compañeros, terminó emborrachándose como una adolescente. Tenía bien nítida esa madrugada, Laura se la había pasado vomitando abrazada al inodoro y yo no había podido pegar un ojo. Su despertar fue terrible, la resaca, más la sensación de haber hecho el ridículo y, sobre todo, de seguir cargando con el fardo del desamparo. Con los días, los efectos de la cura se volvieron perjudiciales. Laura andaba taciturna, deprimida, sin fuerzas para ir a trabajar y las dificultades para relacionarse con Antonia se agudizaron. Comía apenas. Rendida ante la evidencia del retroceso, Laura volvió a hablar con Horacio, que le dijo que lo más probable es que se tratase de un cuadro de mayor complejidad, multicausal, donde la percepción de orfandad se combinaba con una adoración por la figura del padre que había quedado fijada en la idolatría y esto también incluía su vínculo con Antonia. Según Horacio, Antonia es en realidad Antonio, el hombre que yo no fui, me explica Laura con una angustia eufórica gesticulando igual a un títere dislocado. De haber nacido varón, su padre nunca la hubiera ignorado. El rechazo paterno, que ella ahora calca inconscientemente alejándose de Antonia por ser imagen de su propio destino, la convirtió en una eterna despechada. En ese momento estuve a punto de intervenir, la historia de Antonia era evidentemente distinta a la suya, la prueba era mi presencia en la casa, casi como una madre. Laura se sentó frente a mí, serenándose: Horacio dice que tengo que acostarme con mi padre, mostrarle de lo que soy capaz, que yo no soy mi madre, que yo también puedo dar placer y dejarlo a un lado, que sólo sabiéndome plena voy a poder romper con la repetición de hábitos destructivos. ¡Quiero poder ver a mi hija con ojos amorosos y no culparla por haber nacido mujer! Exhausta, con el último aliento, me dijo: ¡Necesito que me ayudes! Laura me miraba como una niña virgen, como si ya hubiera asumido su papel. Me describió la tarea que Horacio había diseñado para ella destinada a remover la semilla de su frustración. Había que consumar el incesto, si fuera posible sobre la tumba del padre. Descartado esto último por impracticable, hasta donde Laura sabía Nelson había sido cremado, expresé mi consentimiento. Sentí que estaba frente a una emergencia. Con mi respuesta, Laura por fin se relajó, me abrazó y al separarse fue como si también tomara distancia de la situación, de su pedido y de todo lo dicho: Al fin y al cabo, dijo, la vida es una gran construcción social y cultural. Fijamos la noche del viernes para llevar a cabo el acto, una vez que se durmiera Antonia. Nos pusimos de acuerdo en que debía quedar al margen de la representación. Averiguando por mi lado, descubrí que la mayoría de los milagros terapéuticos que proponía Horacio y que Laura me transmitía como epifanías eran una copia burda de los célebres actos de psicomagia creados por Jodorowsky. Si en un caso eran fruto de una acción poética con bases en el estudio del árbol genealógico, en el otro, derivaban de la arbitrariedad y la perversión. Me llamé al silencio por el bien de todos. Laura conservaba de su padre una única fotografía tomada sin oficio, con esa espontaneidad color sepia muy años 70. Fuera de pose, la guitarra abandonada sobre el muslo con las cuerdas contra el abdomen, un codo apoyado sobre el aro, la mano cerca de la boca apretando un cigarrillo entre el índice y el pulgar, la cara envuelta por el humo. Laura me trajo el retrato para que lo examinara. No necesité más explicaciones, entendí lo que pretendía de mí. Llegó el viernes y a medida que pasaban las horas, crecía el entusiasmo y la excitación. Monté una verdadera puesta en escena. Transformé la casa en un bodegón, todos mis prejuicios fueron derrumbándose, también yo podía sacarle provecho al experimento. Compré velas, aceitunas, quesos y dos botellas de buen vino. Con la foto del padre de Laura abrochada en el marco del espejo del baño, compuse el personaje atento a cada detalle. Si bien estaba muy lejos de sus rasgos, hubiera necesitado una operación, una máscara de látex, el traje, la flor en el ojal y el gel aplastándome el pelo me acercaban mucho a su aspecto. También me afeité, cosa que no hacía desde el fin del verano. No era tanto Nelson pero definitivamente tampoco era yo. En una pausa, tildado con la tijera en la mano mientras me emprolijaba las patillas, caí de repente en la cantidad de oficios nuevos que había acumulado en el último tiempo. Ama de casa, jardinero, sicario, cocinero y ahora, de una día para el otro, actor. Todas ad honórem, todas con su cuota de altruismo. Cuando Laura llegó, seguramente abrumada por cuestiones de la oficina y olvidada de la cita con su padre, cayó en las garras del absurdo. Viéndome así vestido con la guitarra cerca y la mesa iluminada a la luz de las velas, reprimió una carcajada tapándose la boca con ambas manos. Se metió en el baño a las corridas como si estuviera haciéndose pis encima. Me pedía disculpas a través de la puerta, lloraba o se reía, no terminaba de darme cuenta. Vacié mi copa de vino y encendí un cigarrillo. Hacía años que no fumaba, busqué un viejo atado que tenía visto en un cajón, la situación ameritaba unas pitadas. Laura salió del baño cinco minutos más tarde, los labios pintados de rojo, las pestañas delineadas, el pelo concienzudamente revuelto. Sin necesidad de palabras, ambos nos entregamos al drama. Puse un disco de Troilo y nos pusimos a charlar con la torpeza de los primeros diálogos. Contrariamente a lo que cualquiera hubiera predicho, a pesar del entrenamiento en sus sesiones y de mi falta de experiencia, era evidente que a ella le costaba mucho más que a mí entrar en el personaje. Es cierto que su rol era más difícil, yo era Nelson, cantor en milongas, trotamundos, ella seguía siendo Laura. Hablamos sobre la vida y el tango, le alabé los ojos, la sonrisa. En cuanto le tomé la mano, con dulzura y compromiso, entendí que nos encaminábamos al fracaso. Laura se estremeció de hombros y sin llegar a recular, sentí cómo sus dedos se contraían ariscamente. Intenté ir más allá acariciándole una rodilla pero se echó para atrás, se puso de pie y excusándose se encerró en el cuarto: No puedo, perdoname! Esto es ridículo, me hace mucho peor! Y se largó a llorar, pateando el piso, arrojando cosas al suelo: Soy una estúpida! , repetía. El llanto de Laura fue apagándose de a poco hasta reducirse a un sollozo canino. Esa noche me emborraché solo, sin alma. Probamos otras dos veces, la tercera fue la vencida. Sin tanto circo, me maquillé a las apuradas, puse cualquier música y tomamos cerveza. Enseguida nos dimos unos besos y empezamos a toquetearnos. Mientras le acariciaba la entrepierna, Laura volvió a llorar. Esta vez no tuve contemplaciones, yo estaba muy excitado y la prueba se extendía más de la cuenta. La di vuelta ahí mismo, le corrí la bombacha y le metí la pija sin vueltas sobre la mesa de la cocina. Me sentí más Nelson que nunca. Fui un poco violento pero efectivo. Estaba tan caliente! De a poco Laura fue liberando la resistencia, me di cuenta por los gemidos, por cómo empujaba la pelvis, por cómo se aferró a mis hombros y a mis nalgas. Hasta que me dijo, primero tímida y enseguida endiablada: Cogeme fuerte, papi! Te amo! Y yo: Laura, Laurita, qué grande que estás…, sos increíble! Tuvimos sexo durante horas, desaforadamente, al borde de los sentidos. Al día siguiente, Laura desapareció. Estuvo una semana ausente. Llamaba de madrugada, enviaba mensajes extraños, no preguntaba por Antonia. Lejos de mejorar, las cosas siguieron desplomándose sin remedio.

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