Por Simón Soto* Noviembre 5, 2014

© Paloma Valdivia

Apuntamos a los niños con nuestras armas.

Son doce y están pálidos y mudos de miedo. El Negro Sepúlveda me dijo que aquí estaba la base. Y yo le creí, porque el Negro fue convincente y me prometió éxito y un ascenso si lo acompañaba en esta misión. Pero en lugar de hombres armados entrenando, nos encontramos con una cabaña destartalada, en plena cordillera, rodeada de arbustos y más montañas, habitada sólo por niños que no se atreven o están entrenados para no abrir la boca.

El Negro Sepúlveda, que tiene mal carácter y suele perder la paciencia, les pregunta a los dos niños más grandes dónde están los adultos, dónde cresta están los papás de todos. Los niños se llaman Pablo y Carla. Tienen doce y trece años, respectivamente, y con lágrimas en los ojos nos piden que no les hagamos daño, que ellos se quedaron al cuidado del resto de los niños, que los hombres salieron hace muchas semanas y no ha regresado nadie aún. El Negro se lleva la mano al cinturón y saca su cortaplumas. La hoja brilla y el Negro pide una naranja. Al niño que se la trae lo sienta a su lado, y hace las preguntas a la vez que extrae lentamente la cáscara. Ninguno responde, y el Negro, sin perder la paciencia, repara en las uñas del niño. Le dice que están largas, que es de mala educación tenerlas así. Toma la pequeña mano entre la suya y comienza a cortar cada uña. Todos observan atentos el proceso. El niño respira agitado, pero no se atreve a decir nada. El Negro insiste. Dónde están. Ubica el dedo índice del niño sobre la mesa y posa el filo muy cerca. Pablo se acerca y le repite que no sabe nada, que no han tenido noticias, que por favor les crea. Yo necesito información, nada más, responde el Negro. Les dice que les dará un tiempo para pensarlo con tranquilidad y acordarse de la ruta que siguieron los hombres.

Prendo la chimenea y el Negro prepara mate para los dos. Nos sentamos a la mesa, dejando nuestras armas junto a las tazas. Los niños, repartidos en los sillones y la alfombra, nos observan y se miran entre ellos, sin poder hablar ni moverse. Le aconsejé al Negro que era mejor amarrarlos y taparles la boca. No nos conviene que alguno salga corriendo, o griten si es que los hombres regresan. El Negro Sepúlveda prende un cigarro y se queda en silencio. Qué mierda pasó, le pregunto. El Negro le da un sorbo a su mate y niega con la cabeza. No sé, Juanito, no sé, me responde. Recuerdo cuando el Negro me contó que había encontrado este lugar, durante un fin de semana que vino a Baños Morales con su amante. La Johana conocía bien el sector, y hacía tiempo que quería venir con Marito, su hijo, y el Negro a descansar y relajarse en una de las piscinas termales, donde brota agua amarilla hirviendo cargada de minerales. El Negro y Marito, que no se llevaban bien, habían salido a hacer una excursión para ver si el tiempo perdido y la distancia limaba las asperezas y los ayudaba a encontrar un nexo, por débil que fuera. El Negro Sepúlveda, que siempre ha sido malo para caminar, de pronto sintió que olvidaba las rabias de la pega y los problemas con su mujer y sus hijas, y se entregaba al paisaje y al calor y el viento que inundaban el camino que transitaba junto a Marito. Me dijo que ni siquiera se dieron cuenta cómo pasó la hora. Encontraron un afluente de agua que bajaba desde lo más alto de la cordillera, y allí decidieron detenerse para refrescarse y comer las frutas que la Johana les había mandado. Fue el Marito el que divisó a lo lejos a las niñas. Vio unas siluetas que se sumergían en el agua. Marito le advirtió al Negro que a lo lejos había gente bañándose en el riachuelo, que parecían mujeres o niñas. Sorprendido, el Negro le advirtió a Marito que se quedara donde estaba. Comenzó a acercarse con cautela hacia las siluetas, que resultaron ser tres niñas, una de ellas Carla, que se bañaban y jugaban en el agua. El Negro se quedó mirándolas en silencio, escondido tras unos matorrales, y cuando terminaron con el agua y empezaron a alejarse, él las siguió a distancia, hasta que ellas llegaron a la cabaña donde nos encontramos ahora. Aquel día, el Negro observó a dos hombres con el torso desnudo que parecían custodiar el lugar, armados con rifles y machetes. También vio a un par de mujeres adultas, que lavaban ropa en una vieja artesa. Eso fue lo que me contó una semana atrás en el club nocturno Maxim, asegurándome que teníamos que actuar pronto para anotarnos un gran punto con nuestros superiores. El Negro sale de su ensimismamiento y me mira directo a los ojos. Ya sé cómo vamos a hacer hablar a estas mierdas, dice. Yo lo observo extrañado, esperando una explicación que no llega. Déjamelo a mí no más, Juanito, dice el Negro. Usted tiene que vigilar a los mocosos, es lo único que tiene que hacer, compadre.

El Negro se pone de pie y se dirige hasta los niños. Se acerca a Carla y le desata las amarras. Usted venga para acá, mijita. La niña le da una mirada a su hermano, y ambos se ponen de pie. El Negro mueve el dedo, negando. No huevón, tú no, le dice a Pablo. La severidad de sus palabras deja paralizados a los niños. Los más pequeños no saben qué hacer y comienzan a desesperarse. El Negro vuelve a levantar la voz. Carla se pone de pie y sigue al Negro Sepúlveda hasta la pieza más distante de la cabaña, la que queda al final del pasillo. Yo sigo al Negro y antes de que entre a la pieza lo detengo sujetándolo del hombro y le pregunto qué chucha va a hacer. La pega, Juanito, dice el Negro. Yo le pido que no la cague, que la niña no tiene la culpa, pero el Negro me palmotea el hombro y me pregunta si acaso quiero que encontremos lo que vinimos a buscar. Me quedo en silencio, y el Negro esboza una sonrisa y entra a la pieza.

Yo me quedo con los niños. No puedo dejar de mirar el rostro de Pablo, sus ojos, su boca torciéndose bajo el paño que lo silencia y el sudor que cae de su frente. Tiene rabia pero el miedo es más grande. El miedo lo inunda hasta darle arcadas y mareos. Pareciera que va a desmayarse, que el trapo que tapa su boca lo ahogara. Cálmate, mierda. Mis palabras lo dejan paralizado, y de a poco su respiración comienza a normalizarse. Los otros niños, al igual que Pablo, lloran en silencio.

 El Negro Sepúlveda sale cuarenta minutos después de la habitación. No se escucha ningún ruido desde el interior. El Negro viene acomodándose la camisa, con el rostro aún perlado de sudor y las manos temblorosas. Yo lo observo en silencio. Los niños también. El Negro me llama a un rincón, y en voz baja me cuenta que ya no hay nada que hacer. Que ellos no van a volver. O si regresan, lo harán en mucho tiempo más y no podemos esperar. El Negro me dice que debemos irnos pronto a Santiago, que ya no vale la pena informar que encontramos este lugar.

¿Y qué hacemos?, le pregunto al Negro.

Entonces apuntamos a los niños con nuestras armas. Yo con mi AK-47 y el Negro Sepúlveda con su 9 mm. Los niños están frente a nosotros, apoyados contra uno de los muros de la cabaña. Hay sol y pocas nubes. Yo respiro profundo, impregnando mis pulmones con el aire puro de la cordillera. El Negro, extrañamente, se nota perplejo. Tiene empuñada su arma, apuntando al frente, pero yo lo conozco bien y estoy seguro que algo le pasa. Una brisa helada mueve el cabello de los niños. El sonido del viento quiebra el silencio aquí en la montaña. Hagamos de una vez la pega, Juanito, es lo último que escucho.

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