Por Diego Zúñiga Octubre 22, 2014

© Paloma Valdivia

El rancho se llama La Ponderosa. Queda a doce kilómetros del centro de Alto Hospicio, entremedio de unos cerros. Sólo se puede llegar en camioneta, aunque algunos corren el riesgo y van en autos que finalmente se quedan atrapados en la arena. El primero que me habló de las fiestas fue el loco Martínez, un día que nos tomábamos una cerveza cerca de la Casa del Deportista. Iba a pelear el nieto del Tani Loayza con un boliviano. Alguien había llegado al diario a contarnos que Luis, el nieto del Tani, venía de ganar en las siete peleas que tuvo en una gira por Perú y Bolivia, y que se notaba la sangre. Tenía diecisiete años, pero ya se movía con la misma agilidad y certeza que su abuelo. Eso, al menos, decían los periodistas deportivos del diario, así que esa tarde salimos del trabajo y lo fuimos a ver, pero al final no sé por qué problemas se suspendió la pelea, entonces terminamos en esa fuente de soda que queda cerca de la Casa del Deportista y nos empezamos a tomar unos schops. En realidad el que se tomaba los schops era el loco Martínez, pues yo no bebo alcohol, pero ahí nos quedamos un rato hasta que empezó a hablar de las fiestas en la casa de los Biaggini, allá, en el rancho La Ponderosa.

El loco Martínez ya se había tomado varios schops de medio litro, así que no detuvo en ningún momento su relato. Tampoco escatimó en detalles: las fiestas de los Biaggini se habían hecho famosas en los 80, pero los elegidos eran muy pocos. Al menos los civiles, pues generalmente llegaban uniformados que pasaban todo el fin de semana en el rancho: veinte hectáreas de desierto, una casa de más de mil metros cuadrados, un par de cerros, el camino de tierra, muy lejos de la carretera. Alguien contó que una vez fue uno de los hijos de Pinochet y que la fiesta se alargó por varios días hasta que su padre llegó a Iquique y lo mandó a llamar. Se decían demasiadas cosas del rancho, me dijo el loco Martínez, demasiadas cosas que nadie podía comprobar, pero él podía asegurar que las fiestas donde los Biaggini eran una cosa de otro mundo, por lo menos las que hacían en los 90, que es cuando empezó a ir, fiestas que no se pueden dimensionar, porque el gordo Biaggini era un hombre que tenía otro tipo de parámetros: todo muy grande, excesivo, pero siempre silencioso, porque si nos íbamos a construir una casa de más de mil metros cuadrados, lo mejor era hacerlo muy lejos de la ciudad, en medio del desierto, así no se molesta a nadie, decía el gordo, pero la casa era de mármol, tenía tres pisos y una piscina olímpica que parecía un espejismo ahí, en medio de la nada. Aunque todo eso uno lo veía recién a la mañana siguiente de llegar a la fiesta, cuando la resaca, García, cuando la resaca no se podía hacer palabra, era simplemente esa puntada en la mitad de la cabeza y luego en todas partes, abrir los ojos y sentir esas náuseas mientras salías de la casa y veías esa piscina y unos caballos que yo no sé cómo sobrevivían a tanta locura y a tanto calor, todo seco, lleno de tierra, el polvo, me decía el loco Martínez, el polvo se te quedaba pegado en la garganta, por eso uno sólo se dedicaba a tomar, es que si no te atorabas, el polvo, la tierra, era difícil estar ahí, pero en la noche te olvidabas de todo, con tantas chiquillas hermosas y tantas botellas de whisky que sacaba el gordo Biaggini, con sus hermanos y con su hijo mayor, no sé de dónde, la verdad, pero lo que te quiero contar es que la última vez que fui al rancho, la última vez que pude ir a una de esas fiestas, algo pasó, García, tú me tienes que entender, me tienes que entender aunque no sea capaz de explicártelo con palabras ni con gestos, porque uno llegaba y las mujeres ya no eran mujeres, ¿me entiendes? Había algunas, sí, unas mujeronas que se te acercaban y te hacían cariño, porque al final uno iba a esas fiestas a buscar eso: un poco de cariño, un poco de amor entremedio de tanta soledad, no pedías más, no querías más, porque el gordo Biaggini siempre ha sido así, García, un hombre intachable y generoso, un hombre que entendió que la abundancia heredada no debía gastarla solo, entonces las fiestas eran eso, siempre, una celebración interminable, hermosa, llena de sorpresas, de amigos, de hombres que a las tres o cuatro de la mañana se te acercaban y te empezaban a confesar sus problemas, esas vidas destrozadas que no era fácil armar, por el alcohol y las enormes lagunas que surgían en sus relatos, me entiendes, García, yo sé que me entiendes porque tú eres inteligente, eres un hombre correcto, intachable, guiado por Dios, que nos protegerá el día que acabe todo esto, ese día en que todos tendremos que rendirle cuentas y después vendrá el cielo, ese lugar que a veces imagino que puede ser como la casa de los Biaggini, como las fiestas en La Ponderosa, con esos grupos de música sound y de cumbia tocando hasta que ya nadie más se podía sus pies, ni las niñas que bailaban con nosotros, con sus ojitos rojos, idos, tan llenos de verdad y de misterio, tan llenos de vida y de futuro que a ratos parecían ser la única razón para mantenernos a flote en esa casa enorme, llena de piezas que muy pocos conocían, piezas, muchas piezas y el subterráneo y la piscina y la noche eterna, una noche blanca, García, ahí arriba, en el cielo donde no podía haber más estrellas porque si no ya no hubiese sido noche, tú me entiendes, tantas estrellas que se movían, que no lográbamos abarcar, mientras el frío nos calaba los huesos, nos mordía los huesos hasta que no éramos capaces de soportar tanta noche y nos dormíamos en esos sillones de mimbre que tenía puestos el gordo Biaggini alrededor de la piscina olímpica, abrazados a esas mujeres, siempre, García, siempre, pero esa última noche fue distinto, esa última noche había hombres que veía por primera vez en el rancho, ¿me entiendes?, no es que conociera a todo el mundo, uno podía ir y no hablar con nadie, pero nos ubicábamos, éramos los elegidos, al fin y al cabo, los que teníamos la dicha de disfrutar esas fiestas interminables, pero esa noche estaban esos hombres y las mujeres ya no eran las mujeres, no, García, eran pequeñas y tenían esos ojitos rojos, pequeños, tan verdaderos que daba miedo mirarlos por mucho rato, pero los hombres las acompañaron esa noche a todos lados, nunca dejaron de mirarlas, nunca permitieron que hablaran con nosotros, con los que siempre íbamos a las fiestas del gordo Biaggini, nunca las dejaron solas, nunca, me dijo el loco Martínez y después de llegar a ese momento del relato se lo tragó un silencio que duró hasta que los mozos empezaron a ordenar el local y, entonces, tuvimos que partir. Cuando nos pusimos a caminar le pregunté al loco Martínez si sabía lo de las niñas de Alto Hospicio, pero no me respondió nada. Se había tomado como siete schops, creo, siete u ocho, o quizá más, no sé, pero caminamos un par de metros hasta que llegamos a una esquina y le dije que tomáramos un colectivo, que nos fuéramos juntos. No dijo nada. Siguió caminando, con las manos adentro de su abrigo negro y largo, un abrigo inexplicable para cualquier iquiqueño, pero que él nunca dejaba de usar. Y se fue caminando, tambaleándose, hasta que dobló en la siguiente esquina y desapareció.

Nunca volvimos a hablar de las fiestas en La Ponderosa, Torres Leiva, pero aquí estamos.

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