Por Jorge Enrique Lage* Octubre 15, 2014

© Paloma Valdivia

1.

Parecía el tiempo de los emprendedores, pero yo nunca he sido emprendedor. Cuando tuve en mi poder cierta cantidad de dinero, la invertí en una librería de segunda mano. Un negocio de libros usados.

La librería, llamada Cuba Científica, existía desde mucho antes. Ocupaba un pequeño local en los bajos de un edificio del Vedado, a pocos metros de la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana.

Presumo que el nombre tendría su explicación en esa proximidad con el ámbito universitario. Cuba Científica pudo haber sido una librería especializada en volúmenes teóricos y técnicos, destinados a la enseñanza, y después el tiempo y la inclemencia editorial la reconvirtieron en la librería de viejo que yo conocí, donde ya se vendían toda clase de libros.

No sé. Nunca pregunté.

Pero una cosa era segura: si nadie le había cambiado el nombre antes, tampoco yo lo haría.

La primera vez que me senté junto a la caja registradora, a la espera de mis primeros clientes, tuve la fantasía de verme llegar a mí mismo, mucho más joven y con aquel entusiasmo de lector-polilla que luego los años se encargarían de quebrantar.

2.

Yo era aficionado a la ciencia-ficción. Este género circulaba en el país con un logo característico: cada título lucía en portada un dragoncito encerrado dentro de un círculo. Era el sello de la Colección Dragón, fundada por el escritor Óscar Hurtado.

Aunque en realidad no importa quién fundó qué colección, ya que toda empresa editorial pertenecía al Estado. Y el Estado, por los tiempos en que yo me hice lector, era sinónimo de escasez en todos los órdenes. Garantía de aislamiento total. Resultaba difícil conseguir libros en ediciones extranjeras, novedades de autores contemporáneos. La isla era aquel dragoncito encerrado dentro del círculo.

Allí me encerré yo en los años 90 del siglo pasado: ediciones cubanas de los 60, 70 y 80, décadas de un futuro más luminoso, un futuro que nunca prosperó. Páginas amarillentas y con agujeros de polilla. Muchos agujeros.

Eso era todo lo que había.

3.

No apareció nunca la hipotética versión más joven de mí mismo. En su lugar, entró a Cuba Científica una mujer abanicándose con una revista.

Hasta mí llegó una ráfaga del olor de su piel. Capté algo bajo el sudor, algo que me hizo pensar en años y años fuera del país, al otro lado del circulito y del horizonte, más allá de cualquier sensación de encierro.

Tiene que haber sustancias así, pensé. El equivalente geopolítico de las feromonas.

Mi primera cliente paseó la vista por los estantes y las mesas sin demasiado interés. Muy pronto sus distraídas ojeadas empezaron a incluirme a mí también. Era obvio que sólo había entrado a la librería para escapar unos minutos del intenso calor de la calle. Seguramente tenía un sitio mejor adonde ir, pero tampoco estaba apurada.

¿Me recomiendas algo?, dijo de pronto.

Sin pensarlo mucho, registré una hilera de libros y puse en sus manos un ejemplar polvoriento, publicado en 1964. Era un cuaderno de poesía de Óscar Hurtado titulado La ciudad muerta.

4.

La ciudad muerta se iniciaba con una doble dedicatoria: a Virgilio Piñera y a los Baker Street Irregulars (Hurtado era fan de Sherlock Holmes).

Esta combinación, interesante de por sí, se vuelve doblemente curiosa por las páginas que le siguen: versos que hablan del planeta Marte, del amor entre un cosmonauta y una princesa, de zombis y de vampiros espaciales.

Son los poemas de un niño grande. Que en sus mejores momentos se esfuerza por hacer, de la atmósfera marciana, una atmósfera terrorífica.

Hurtado le tenía una fe desorbitada a su poemario. En el prólogo, se refiere de este modo a los escritores que se nuclearon alrededor de la revista Orígenes:

“...ese grupo de pequeños poetas que en un pasado nefasto era el único en hacer antologías y en dar espaldarazos; ese grupo que pasa por ser el de los poetas letrados, a pesar de la poca o ninguna ciencia que poseen, y cuya fama les viene debido a que los otros, por increíble que parezca, son menos letrados que ellos”.

5.

Me lo devolvió al día siguiente. ¿A ti te gusta este libro?, me preguntó extrañada. No, le respondí. Óscar Hurtado es un autor de segunda o tercera fila. Pero sí me gustaron muchas cosas que a él también le gustaron. Y ahora, le dije, lo que me gusta es su actitud.

6.

1964. El Virgilio Piñera de aquella dedicatoria no era el Virgilio Piñera canónico que yo leí varias décadas después, pero ya era el Virgilio Piñera que, en una famosa reunión de intelectuales celebrada en la Biblioteca Nacional, le había dicho a Fidel Castro que tenía miedo.

¿Hay alguien aquí que tenga miedo?, preguntó Fidel Castro.

Yo, respondió Virgilio. Yo tengo miedo.

La frase, la escena, son pura leyenda política. Una destilación posterior. La realidad fue más interesante.

Etéreo, Piñera habló de “un miedo virtual que corre en todos los círculos artísticos y literarios de La Habana”. Y dijo: “Algunos compañeros dicen que eso no flota en el ambiente, pero yo digo que sí”. Y también: “Por eso lo digo, sencillamente, y no creo que nadie me pueda acusar de contrarrevolucionario y de cosa por el estilo, porque estoy aquí y no estoy en Miami”.

7.

Quiso saber por qué me negaba a cambiar ese nombre, Cuba Científica. Dijo que una librería de viejo no tenía que tener un nombre viejo, usado, anclado en el pasado. Tenía razón. Invoqué razones sentimentales. El librero biólogo. Después agregué:

Esa es la palabra que más he escuchado en los últimos años. Estoy harto.

¿Cuál palabra?

The Big C, le dije. Cambio.

8.

Los Baker Street Irregulars eran un grupo de niños de la calle que, a cambio de unos chelines, ayudaban a Sherlock Holmes a resolver algunos de sus casos. En El signo de los cuatro, Holmes enciende su pipa y le explica a Watson que sus harapientos empleados “pueden meterse por todas partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación”.

Los Baker Street Irregulars se llamaban a sí mismos, a media voz, los miembros del SOE -Special Operations Executive, también conocido como el Ejército Secreto de Winston Churchill-, que desde sus oficinas en la famosa calle londinense dirigía las actividades de espionaje en la Europa ocupada por los nazis.

9.

Adormilado, acaricié su pelo. Seda, pensé. Acaricié el tatuaje de su espalda. Un pequeño y colorido dragón volaba en dirección a su cuello. De otro planeta, pensé estúpidamente.

¿Cuándo regresas a Miami?, le pregunté.

Ella abrió los ojos y movió ligeramente la cabeza, mirando el techo, aunque en realidad estaba mirándose un poco por dentro.

Creo que me quedo a vivir en La Habana, dijo. Creo que el regreso es esto.

10.

Antes de decirme su nombre, me habló de “una amiga suya” que recordaba las palabras de su abuelo, o tal vez su bisabuelo, en todo caso un pariente viejísimo, en silla de ruedas, que ya había perdido el control de todos sus órganos excepto la lengua.

Mija, yo sólo quiero que tú estés allí, había dicho este abuelo o bisabuelo, quiero que tú estés allí cuando los Castro ya no estén.

¿Y qué quieres que haga entonces, grandpa?, preguntó la amiga con dulzura, pero su ancestro de pronto se quedó callado, pestañeando con la boca abierta, sin saber qué responder. No lo tenía tan claro. Al final dijo algo así como que eso no importa, haz lo que tú quieras, mija. Haz cualquier cosa.

Que estés allí cuando los Big C hayan sido incinerados o metidos en sus respectivos sarcófagos, pensé yo. Y entonces nada. Prueba un sorbo de agua. Sigue el movimiento de las nubes. Mira cómo se escurre la espuma en los arrecifes. Recoge unas piedrecitas en la calle. Tírale una foto a un árbol.

11.

El criptógrafo estrella del SOE se llamaba Leo Marks, y era hijo de uno de los dueños de la librería de viejo Marks & Co., en el 84 de Charing Cross Road. A Leo Marks le gustaba cifrar los mensajes que eran enviados a los agentes usando poemas como código base. Poemas que él mismo escribía. Entre las páginas de Entre el cianuro y la seda, sus memorias de la guerra, están también los libros de segunda mano con que traficaba su padre, está aquel paraíso de anticuario donde nació su vocación y su instinto de codemaker.

12.

Se llamaba Laura y le gustaba escribir poesía. O al menos eso fue lo que me sopló confidencialmente en los oídos, como si le diera vergüenza, como si no quisiera que nadie más se enterara.

Por cierto, la revista con la que entró abanicándose era un número viejo de Wired que en portada decía:

THE DO-IT-YOURSELF REVOLUTION STARTS NOW

(IF YOU CAN THINK IT, YOU CAN BUILD IT!).

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