Por Rodrigo Hasbún* Octubre 8, 2014

© Paloma Valdivia

1.
Si su novia se quejó de que saliera esa noche. No, no se quejó. Lo contrario, estaba tranquila, tenía examen al día siguiente y necesitaba estudiar, no le había ido bien en los primeros parciales. Pero qué le dijo él. Que iba a la casa de un amigo a jugar unas manos de póquer.

De eso hablaban los dos muchachitos en el auto. Era un maravilloso Lincoln Continental, sólo había tres o cuatro en la ciudad. Fines de los cincuenta o principios de los sesenta: años borrosos, al menos para mí.

Si en general era así de tranquila. Sí, no se hacía lío de nada. Eso lo había enamorado, además de su paciencia, no le avergonzaba insinuar una vez más que ella le había solucionado el problema ese, la única que pudo.

El que hablaba de su novia era enfermizamente tímido y tenía un incipiente problema de tartamudeo. El que manejaba, mi padre de joven, en esa época salía con varias mujeres a la vez.

Eso seguro cambia esta noche, dijo para animar a su amigo.

¿Qué?, preguntó el otro.

Que ella haya sido la única.

Tenía el dato de un boliche en el que iba a haber flautas esa noche. Flautas de nivel, no cualquier cosa. Chicas bien que eran flautas sólo a veces, para pagarse los gustos o vaya uno a saber. Había sacado sin permiso el auto de su padre, anticipando una noche gloriosa.

Su amigo estaba nervioso, a menudo lo estaba. Quizá no era mala idea ponerse a prueba, ver si realmente había superado la dificultad o si sólo su novia era capaz. Pensaba en ella y en el placer que le daba -un placer desconocido, necesario, real-, pensaba en ella todo el tiempo, ahora también, mientras atravesaban algunas callecitas desiertas.

 Un cuarentón de barba les abrió. No, aquí no hay fiesta, dijo, no sé quiénes sean ustedes, pero aquí no pasa nada. Segundos después, ante la confusión de ellos, soltó una risotada y les palmeó la espalda: que eso les pasaba por llegar tan tarde, que las chicas eran unas alegronas que no tienen idea, adelante por favor, bienvenidos al paraíso.

El paraíso era un sótano sin ventilación y lleno de humo. Por eso, al principio, el amigo de mi padre no pudo verla bien. Luego se obligó a dudar, pero bastaron dos segundos más para estar seguro. Se quedó quieto, temblando pero quieto -como un hombre al que se le derrumba la casa, un hombre que no puede hacer nada para evitar ese derrumbe-, sobre todo cuando ella también lo vio, vestida con una falda más corta que de costumbre, más pintada que de costumbre. Y ese fue el momento que mi padre, parado al lado, atestiguándolo todo, recordaría siempre como el fin de la ingenuidad.

2.
Imaginate enterarte que la mujer a la que amas se prostituye a ocultas, dice el anciano que es ahora, sentado a mi lado mientras nos alejamos del cementerio. Hay cientos de autos a nuestro alrededor, la ciudad también se ha transformado. Imaginate verla tú mismo haciendo de flauta. Duro, dice, duro duro duro. Y yo pienso que la nostalgia igual es una trampa. Y pienso que con ese mismo tono les hablaré a mis hijos sobre la gente que amé y perdí. Y pienso que no necesito que me explique nada, ya más o menos intuía hacia dónde iba el asunto.

Lo que sí me sorprende es que a pesar del daño, de ese desmoronamiento inesperado, unos meses después se casaran, y que el matrimonio durara décadas. Él sin duda la amaba, dice mi padre, y supongo que ella a él también. Luego se queda callado, pensando seguramente en los veinteañeros confundidos que fueron ellos mismos hace tanto, en cómo todo se aligera y desaparece, en su amigo cubierto de tierra.

Hace meses le regalé una máquina de expreso y nos hemos acostumbrado a tomarnos unos cuantos los sábados por la tarde. Por lo general no tenemos mucho de qué hablar. Ahora, después del entierro, mientras manejamos hacia su casa, nuestro silencio está hecho de otras cosas. Apenas llegamos, él enciende la máquina y yo busco el café y lo muelo y lo cargo y, cuando el agua está lista, giro el redondel hasta que se llenan las dos tacitas que mi padre ha acomodado. Le pone dos cucharillas de azúcar al suyo, yo le pongo una al mío. Es una coreografía que hemos aprendido a dominar y su precisión nos alienta o consuela, o las dos.

Imagino a su amigo esa noche, pidiéndose un trago tras otro, evitando mirar hacia su novia pero igual mirando, al menos cada cierto tiempo. Mi padre intenta distraerlo, ella también evita mirar pero mira. La escena resulta confusa debajo del humo y de la música y de la borrachera creciente, todo es irremediable y sucede a la velocidad de los sueños o de las pesadillas. Es una inmovilidad dolorosa de la que ninguno sabe liberarse. O quizá sí, quizá después de unos tragos él se anima finalmente a confrontarla, pero no la encuentra cuando va en su búsqueda, o quizá es mi padre el que descubre que ella ya no está. Son pocas las posibilidades y todas terminan igual: un par de horas más tarde mi padre carga a su amigo hasta el auto, le abre la puerta de su casa, lo sube a su cuarto, le quita los zapatos.

No lo mencionamos nunca, dice ahora, dándose cuenta de que me he quedado atrapado en esa noche ajena. Está sentado del otro lado de la mesa, con el ventanal a sus espaldas. No sé cómo habrá sido entre ellos, pero entre nosotros hicimos como si no hubiera sucedido, nunca pudimos hablar sobre eso, dice antes de sorber las últimas gotas de su tacita.

Admito que me cuesta creerlo.

Ya sabes, dice él. Y añade luego: no es fácil hablar de algunas cosas.

¿Pero la gente supo?

Lo dudo. Al menos por mi parte no.

Hasta ahora, pienso yo, y le pregunto si quiere más café. Mi padre está sonriendo: algo que desconozco lo ha hecho sonreír.

Afuera oscurece de a poco.

Aliento o consuelo.

Bueno, dice él.

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