Por Margarita García Robayo* Octubre 1, 2014

© Paloma Valdivia

Dos cuarentonas jugaban tenis a la tarde. Después ocupaban una mesa con sombrilla en una terraza que miraba las canchas. Tomaban jugo de tomate en dos vasos largos. Mi hermano, cuando estaba despierto, me preguntaba qué estaba mirando. Yo le decía que nada y él hacía una mueca del tipo “no necesito tu condescendencia, estúpido”, pero no insistía. Mi hermano solía decirme estúpido. A mí me gustaba, me hacía pensar que ni la peor circunstancia iba a ablandarnos. Nos tratábamos exactamente igual que cuando éramos chicos, salvo por los puñetazos en la espalda.

No entendía cómo se daba cuenta cuándo estaba mirando por la ventana, en general me sentaba en un sillón al lado de su cama. Leía. O cerraba los ojos. Trataba de imaginar cómo sería una vida así, a oscuras. Aunque, últimamente, cuando cerraba los ojos ya no veía todo negro, veía retazos de rostros que recordaba sin mucha precisión. Todos sonrientes y esponjados, levemente hidrocefálicos. Abuelos, padres, amigos, profesores, novias, amantes, jefes, cajeras del supermercado, porteros, policías de tránsito, vecinos. La mayoría nunca se conoció entre sí, su bisagra era yo: mi memoria que los juntaba en una gran foto de familia.

                                                                                                         ***

Los jueves eran los días del grupo de ayuda. Antes de la operación venía con mi hermano, pero ahora estaba solo y me costaba relacionarme. Su ex mujer había venido una sola vez y esa misma noche me llamó por teléfono para decirme que no vendría más, que toda la situación era muy dolorosa y que ese lugar la deprimía.

-Entiendo -le dije.

Yo sabía qué la deprimía. El grupo funcionaba en un ala del hospital donde estaba mi hermano, que era el mejor lugar para tratarlo, pero era público. O sea que en el grupo había gente de todo tipo. Sobre todo del tipo feo y pobre. Y había una mesa de plástico con un termo de café barato y unos bowls de colores con galletas húmedas.

Prometió pasar a verlo, me preguntó por los días y horarios de visita, fue por un bolígrafo para anotar y antes de colgar me dijo que lo sentía con la voz quebrada. De eso había pasado un mes.

En el grupo de ayuda, además de ciegos, había familiares de ciegos y algunos amigos. Y después estaba Mara. A mi hermano le gustaba Mara. Me parecía que a todo el grupo le gustaba Mara: su pelo largo partido al medio, su cara de “yo no fui”. Claro que eso no podrían saberlo los ciegos. No importaba; la voz de Mara era la de una mujer linda y tonta, y sus historias eran las de una sádica. Alguna vez pensé en hablar con el jefe de terapia para decirle lo que pensaba sobre Mara: no me parecía que su presencia acá le ayudara a nadie. Como no estaba seguro de si lo iba a tomar mal, probé decirle eso mismo a Fermín, uno de los que más antigüedad tenía en el grupo porque se había quedado ciego de chico: su madre, en un ataque de histeria, le tiró ácido en la cara.

-No entiendo -me dijo Fermín.

-A ver -seguí-, esta tipa estuvo a punto de perder un ojo.

-Sí.

-Tuvo una infección en el nervio óptico, eso contó, ¿no?

Fermín no contestó.

-Ok, más allá de que una infección en el nervio óptico la tiene cualquiera, la tipa se recuperó. O sea: Mara ve perfectamente, no es ciega. Y cada jueves se sienta ahí y se regodea en todo lo que vio por la ventana del bus camino al hospital. Describe ese paisaje horroroso como si fuera los Campos Elíseos y después llora.

-¿Qué tiene que ver eso con nada? -Fermín parecía molesto. El único rastro del ácido que quedaba en su cara era una mancha rosada en la mejilla izquierda, un injerto de piel que le habían sacado del culo.

-Que se me hace un golpe bajo. Cruel, se me hace. No se puede venir a un grupo de ciegos a congratularse por el hecho de que uno ve perfectamente.

-¿Pero por qué? -dijo Fermín.

Miré el reflejo distorsionado de mi cara en sus lentes oscuros y quise darle una trompada. Di dos pasos hacia atrás.

-Estúpido -murmuré.

-¿Qué?

Me di vuelta y salí.

                                                                                                        ***

Una sola vez, al principio de su enfermedad, había querido hablar del tema seriamente con mi hermano. Pero me salió una pregunta tontísima: ¿cuando cierras los ojos, qué ves? En ese momento la ceguera todavía era una de las consecuencias adversas que podía tener su cáncer. Entonces ni siquiera le llamábamos cáncer. Me parecía que ahora tampoco; yo le llamaba cáncer porque ningún médico había podido darle un nombre claro a lo que tenía. Mi hermano no contestó mi pregunta. Sólo dijo que si se quedaba ciego, quizás valoraría el hecho de no verse envejecer. En su cabeza siempre sería un tipo superguapo. Y así, hizo chistes. Chistes frívolos que yo celebré.

La habitación del hospital era austera pero cómoda. Tenía un escritorio pequeño cerca de la ventana, donde me sentaba a revisar el mail y a leer los diarios. La ventana daba a ese club deportivo al que iba gente de clase media, más o menos acomodada. Ninguna MILF, ningún joven empresario de la tecnología, ningún Ferrari. Parecía uno de esos clubes de profesionales esforzados, que no se sabe si son pretenciosos o resignados. A mi hermano le habría dado mucho asco. A su ex le habría dado un ACV, pero por razones distintas.

En el cuarto no teníamos televisor, habían ofrecido traernos una radio pero mi hermano no quiso. Había días en que casi no hablábamos. Yo hacía uno, dos intentos por darle conversación, y si no me contestaba desistía. La enfermera, en cambio, entraba con un aire entusiasta que, en general, empeoraba su humor. A veces lo quebraba, terminaba él bromeando sobre lo linda que estaba, sobre lo bien que le sentaba ese peinado. Apenas salía la enfermera, me decía: apostaría mis ojos a que es una gorda insalvable. O se quejaba de su aliento: la vieja puta desayunó sardinas. Eso me parecía injusto porque, aunque efectivamente era una gorda insalvable, parecía muy limpia.

                                                                                                         ***

  

-Todos tenemos un punto ciego en cada ojo, en el lugar donde el nervio  entra en la retina.

El jueves siguiente Mara arrancó la sesión. Había convencido a mi hermano de que viniera conmigo y ahí estábamos: escuchándola en silencio, como todos los demás. Ese día cerré los ojos, mirarla me parecía demasiado.

-No percibimos ese agujero porque nuestra mente lo rellena de forma automática.

Había estado bien insistirle en venir porque eso lo había obligado a ducharse. Hacía una semana que podía darse duchas, pero él prefería que la enfermera le pasara la esponja. Cuando tenía que levantarse para ir al baño también llamaba a la enfermera. Yo estaba pintado: se lo decía, quería ayudarlo. “No te ofendas -contestaba-, pero prefiero que me la sostenga la gorda”. Y cuando salía del baño y la gorda lo acomodaba en la cama, decía: “Creo que estoy enamorado”.

Hacía unos diez días le habían sacado las vendas de los ojos y ahora ya usaba lentes. Unos Armani, marco cuadrado, carísimos. Los había mandado su ex en una caja plateada.

-Rellenar no siempre consiste en cubrir una zona en blanco con más de lo mismo -Mara se había aprendido de memoria ese parlamento que debía ser de Wikipedia-, a veces el cerebro proporciona imágenes.

Mara hizo una pausa que me obligó a abrir los ojos y la encontré mirándome fijo.

-Esas imágenes -siguió- son lo que llamamos una alucinación.

                                                                                                         ***

Esa tarde, de vuelta en la habitación, mi hermano me pidió que lo acercara a la ventana. Apoyé sus brazos en el marco y me paré al lado. Me habló de un viaje que habíamos hecho hacía muchos años a Santos, una ciudad balnearia de Brasil donde los edificios sobre la costa estaban torcidos y, al menos esos días, nunca salió el sol. Yo casi había olvidado ese viaje, pero mientras lo oía empecé a reconstruirlo. Una de esas tardes, caminando por el malecón, vimos el comienzo de una tormenta. Estábamos con un par de chicas que habíamos conocido en la playa: la mía era brasilera y la de mi hermano alemana. La tormenta nos agarró cerca del hotel y corrimos para llegar. La alemana se cayó y se dobló un tobillo, lo que no impidió que esa noche se tirara a mi hermano unas tres o cuatro veces. La brasilera y yo preferimos quedarnos en el balconcito de la habitación mirando la tormenta; al día siguiente nos enteraríamos de que había causado derrumbes. Frente al hotel había un árbol caído que impedía la circulación de los autos. El cielo seguía gris.

-Qué lugar espantoso -mi hermano se rió sin ganas.

En el club un guardia trataba de encender un cigarrillo, ya había gastado tres fósforos y estaba por sacar el cuarto. El sol estaba cayendo, sólo quedaban un par de líneas rojas al fondo, grietas encendidas. Soplaba una brisa fría y húmeda. Mi hermano se había sacado los lentes: tenía un raro brillo en los ojos, los labios muy pálidos. Y sudaba.

-¿Qué habrá sido de esas chicas? -dijo.

Alcé los hombros. A veces olvidaba que los gestos eran mudos.

Se había apagado una grieta y el negro avanzaba sobre la otra rápidamente. Pensé que debía llevar a mi hermano a la cama. Estaba a punto de decírselo, pero él habló antes.

-¿Sabes qué veo cuando cierro los ojos?

-¿Qué?

Abajo el guardia lanzó la colilla del cigarrillo al aire. Lo hizo usando la uña del pulgar para darle impulso, la colilla se elevó en una curva amplia que seguí hasta que tocó el piso y se apagó la brasa. El resto era la noche, absolutamente oscura. Mi hermano asomó más la cabeza por la ventana, aspiró y soltó el aire. Después dijo:

-Nada.

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