Por Ronaldo Menéndez* Septiembre 16, 2014

© Paloma Valdivia

El avión se estrelló sobre un lateral de la pista quince segundos después de haber despegado, deshaciendo a un camión de limpieza que permanecía en la zona reglamentaria. El operario había abandonado momentáneamente el vehículo con el propósito de comerse un sándwich de ensalada de pollo, elaborado por su esposa esa misma mañana mientras discutían acerca de una infidelidad cometida por ella. Como banda sonora, la televisión permanecía encendida sin que ninguno de los dos reparara en un reportaje acerca de una nueva generación de escritores latinoamericanos. En dicho reportaje entrevistaban, de entre una veintena de ejemplares, a un escritor de 37 años, de nacionalidad uruguaya, que aparentaba tener cerca de treinta, y que viajaría en el avión de la aerolínea  EasyJet, al que iban a fallarle los alerones de despegue en el aeropuerto de Barajas aquella tarde del lunes 8 de julio.

Cuando el operario de limpieza escuchó el estruendo desde la sala de descanso, y observó la columna de fuego elevándose como una torre de sangre, y percibió la vibración y cuarteadura de una veintena de enormes cristales que cubrían y descubrían luz en el recinto, consideró que no debía haberle dicho a su mujer, aquella mañana de palabras duras, que esa sería la última vez que le iba a preparar el sándwich, pues el sándwich, y por consiguiente su mujer, entreverados en el azar que el operario solía nombrar como destino, le habían salvado la vida. Aunque ella le hubiese sido infiel. Pero fue una consideración leve comparada con las consideraciones desesperadas que hicieron cuello de botella en el alma del escritor de nacionalidad uruguaya cuando percibió la vibración del ala derecha, la torsión del fuselaje y el encabalgamiento con que el tubo de acero empezó a atropellar y retorcerse sobre el extremo lateral de la pista. Fueron unos segundos en que él pensó en Camelia, su novia desde hacía diez años, y en Jara, su otra novia desde hacía seis meses. Pensó que diez años eran mucho tiempo, que desde el comienzo hasta el punto en que estaba había más distancia que desde la ciudad de Troya hasta el castillo de Micenas (lo pensó en estos términos porque su memoria registraba muchas cosas inútiles y bellas, como esa frase de Marguerite Yourcenar en su libro Fuegos, escrito tras un desengaño amoroso). También pensó en su otra novia, Jara, que cualquiera hubiera querido denominar amante, pero que él la consideraba como una novia entre desayunos y sábanas ocultas, sin ocultarse demasiado a través de los barrios de Chueca y  Malasaña. Pensó que se iba a morir en un instante, y que Jara sabría por los telediarios lo que había sido de él. Pero Camelia ignoraría aquel desenlace, pues le había sido ocultado cuidadosamente cuándo y a dónde estaba viajando. También calibró que la manera más probable en que Camelia saldría de su ignorancia y entraría en el dolor, sería cuando Jara se decidiera a llamarla por teléfono -o acaso a interceptarla en una esquina- para presentarse en su vida y decirle que tenía que hablarle acerca de algo. Un instante después, el escritor que viajaba en el avión deshecho abrió los ojos y todo era fuego a su alrededor, pero aún estaba vivo. Y seguiría vivo, aunque esto aún no podía comprenderlo porque no entendía qué hacía allí, qué eran  todos aquellos trozos destrozados, ni cuál era su nombre.

El operario de limpieza se prometió perdonar a su mujer si ésta quería ser perdonada, porque ¿qué era una infidelidad individual al cabo de tantos años, comparado con aquella tragedia que se tejía en esos instantes ante sus ojos? Y, además, comprendió que si estaba a salvo era porque debía ponerse inmediatamente a salvar todas las vidas que aún se prolongaran en el desastre. Por eso no pudo seguir pensando en su mujer y desoyó las voces que ordenaban permanecer al margen mientras se acercaban los equipos de salvamento que aún estaban lejos. Corrió entre los escombros, los brazos amputados, el fuego, las manchas de sangreaceite, y vio allí al joven escritor maltrecho con la cabeza levantada y la vista ausente. Le preguntó su nombre mientras lo agarraba de las muñecas para alejarlo de la zona de peligro. Pero el escritor no le dijo su nombre porque estaba sufriendo una pérdida momentánea de la memoria. Entonces, cuando recobró la memoria, en un instante volvió a saber que se llamaba Tobías, y concibió un extraño proyecto.

Para empezar, y tras la insistencia del operario de limpieza que constataba que pese a las magulladuras estaba sano, no dijo que se llamaba Tobías ni ningún otro nombre, sino simple y perplejamente que no recordaba nada, ni qué hacía allí ni qué era aquello ni cuál era esa ciudad, y lo dijo así, intentando mantener los ojos idos para darle credibilidad a su tentativa. Pero en realidad intentaba situar lo antes posible cuál sería su siguiente paso para emprender la fuga. No fue necesario alterar el orden de las cosas, pues enseguida el operario le sustrajo el pasaporte de un bolsillo y se dio la vuelta para adentrarse en el desastre, consciente de su misión. Y Tobías se fue alejando sobre el césped chamuscado y luego verde y luego cortado en un laberinto de aceras y muros y pasos a nivel y escalera y sótano y otra vez escalera. No podía creerlo: con cada paso se alejaba de Todo, y se estaba adentrando en Algo. Su proyecto de muerte fue tomando cuerpo a medida que sus pasos se perdían en las zonas menos revueltas del aeropuerto y ganaban la salida. Mientras tanto, cada paso del operario de limpieza dentro de los escombros ponía a salvo una vida. Y aunque al final no fueron muchas las que consiguió salvar antes de que llegaran los equipos de rescate, fueron suficientes para demorarlo unos minutos fundamentales en que explosionó un tanque de combustible, alcanzándolo de pleno. Al final de la jornada, su cadáver inidentificable fue marcado según el documento de identidad que el operario de limpieza le había sustraído al joven escritor que  fingía haber perdido la memoria.

Muerto el operario, su mujer nunca llegaría a saber si la había perdonado: el sándwich de ensalada de pollo había sido inútil desde la perspectiva de ambos. Pero su función había sido la de demorar la vida del operario el tiempo suficiente para que pusiera a salvo a Tobías, que había decidido jugar con la circunstancia de su muerte para desaparecer de su propia vida, y de la vida de Camelia, su novia desde hacía diez años, y de la vida de Jara, su novia desde hacía seis meses.

Tobías no supo, aunque bien pudo imaginarlo, que Jara estaba en casa de una amiga cuando comenzaron a dar la noticia del accidente del vuelo 747 de EasyJet con destino a… Al principio Jara no pudo creerlo y tapó su rostro blanco como un papel arrugado de dolor, y su pelo rubio comenzó a moverse bajo un encadenamiento de sollozos y un grito seco se abrió paso desde muy dentro, pero no pudo salir de su pecho durante un tiempo inconcebible. La amiga no tardó en comprender, aunque Jara no se lo dijo enseguida, que en aquel avión viajaba aquel chico del cual Jara se había enamorado perdidamente unos meses antes, aceptando que él tuviera una novia llamada Camelia con la que vivía desde hacía diez años. Para Camelia el accidente demoró unas horas en convertirse en el Enigma de su vida, tras recibir dos o tres llamadas que se atropellaban en su móvil donde amigos comunes habían visto en las pantallas de televisores una lista donde figuraban nombres y fotos de los viajeros que iban siendo identificados dentro de la muerte. Tuvo Camelia que leer a través de sus propios ojos lo que otras bocas le decían por teléfono, para creerlo. Y aún no lo creía, pero tenía que creerlo. ¿Qué hacía en aquel vuelo de EasyJet la tarde del 8 de julio con destino a Berlín su novio desde hacía diez años, cuando ella creía que había volado tres días antes?

Esa noche, en una cafetería al otro lado de la ciudad, pasaban en la televisión los testimonios de los escasos sobrevivientes, que aseguraban que un hombre anónimo como una alucinación había aparecido entre los escombros para salvarles la vida y volver a desaparecer. Ante el televisor, Tobías se puso a recordar minuciosamente sus últimos seis meses de vida, para cerciorarse de que su memoria estaba intacta, y luego proceder a olvidarlo todo y empezar su viaje.

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