Por Mauro Libertella* Septiembre 10, 2014

Llevaba un tiempo trabajando en la compañía discográfica, y sentía que la relación con los directivos era fluida y discreta, pero cuando lo citaron a una reunión en el último piso del edificio sintió un principio de pánico. Se atavió con un vestuario  grotesco, que él sin embargo creía formal. Sus criterios estéticos estaban trastocados por grandes ingestas de ácido lisérgico, y esa tarde entró a las oficinas centrales de la discográfica vistiendo una camisa de un violeta hipnótico, pantalones verdes y un calzado llanamente horrible. Desde luego, los ejecutivos no mostraron escándalo, aunque alguno carraspeó y otro se reincorporó en su asiento transparentando cierta incomodidad. Era Nueva York, era 1968. La alta cúpula de la empresa no frecuentaba los famosos “bares subterráneos” (habían oído hablar de ellos, e incluso habían accedido a ciertas fotografías), ni la vida contracultural, pero estaban bien informados y entendían que la imagen de ese empleado no era moderna y salvaje, sino llanamente ridícula. Se miraron y el más locuaz, un hombre canoso de unos sesenta años, tomó la palabra:

-Voy a ser claro, y sincero. Te habíamos llamado para preguntarte si conocías a alguien para que hiciera por un tiempo el trabajo de… raro. Ya sabés. Los músicos están empezando a desconfiar de la empresa, porque nos ven a nosotros en el último piso del edificio, todo el día entre abogados y contadores, aislados. Es una época distinta, lo entendemos. Los músicos del sello salen mucho de noche, consumen estupefacientes, y hablan de nosotros con desconfianza. Somos distintos, tenemos otra edad, otros valores. Pero esto es un negocio, y a nosotros nos conviene que ellos graben para la compañía, como a ellos les conviene tener una compañía con la fuerza y el prestigio de la nuestra. Por eso al subdirector de relaciones humanas se le ocurrió esta idea que nos gustaría llevar a cabo, o al menos probar.

El subdirector de relaciones humanas, un hombre abundante y rosado, cabeceó orgulloso, como si capitalizara la ovación de un vasto auditorio. La oferta siguió así:

-El trabajo de raro, de freak, todavía no está definido de un modo acabado, pero no creo estar muy errado si digo que cuando entraste a esta sala todos sentimos que eras la persona indicada. No te puedo dar demasiadas precisiones ahora, pero supongo que estarás confundido, así que tratemos de aclarar las cosas. Voy a ser claro, y sincero. A partir de ahora, vas a dejar de venir a la oficina de día, salvo ocasionalmente para contarnos cómo van las cosas. Tu tarea principal va a consistir en circular por los bares y los teatros por donde salen nuestros músicos todas las noches, y mezclarte entre ellos. Vas a tomar alcohol, fumar droga, y seguir el ritmo de vida que sea que siguen nuestros músicos. En lo posible, hacete amigo de ellos. Hacelos sentir cómodos. En algún momento… y esto es importante, quiero que me escuches bien. ¿Me seguís?

Asintió con parsimonia, en cámara lenta.

-Bien, bien. Bueno, como te decía. En algún momento de la noche, cuando veas que el clima es el ideal, que el músico está en confianza, sin paranoias, sin nadie molestándolo alrededor, le decís que hacés algunos trabajos para la discográfica. Todavía no tenemos decidido si conviene que digas que “trabajás para la compañía”. Tal vez sea excesivo. Eso lo vemos después. Aunque llegado el momento, te vas a dar cuenta solo de lo que tenés que decir. Parecés un muchacho despierto. Lo importante en todo esto, ¿qué es?

Silencio prudente.

-Lo importante es que el músico, y acá quiero que me escuches bien. Lo importante es que el músico sienta, de algún modo, que en la compañía hay gente como él. Gente que frecuenta los mismos lugares, que toma las mismas drogas, que escucha la misma música. Gente “con onda”. Gente “del palo”. Gente en la que se puede confiar. Si vos lográs eso, que por otra parte es muy sencillo (sólo tenés que estar ahí, ser uno más entre ellos), la idea que el músico tiene del sello va a cambiar. O, por lo menos, no va a empeorar. Lo hemos hablado mucho entre nosotros. Sabemos que no es bueno para el vínculo que los músicos nos vean a nosotros. No es la imagen de la compañía que les queremos dar. Entonces es bueno que haya alguien que sea la cara visible de la empresa, en el día a día, para ellos.

¿Me seguís?

                                                                                                        ***

Lo primero que hizo, una vez asumido el papel de Company Freak, fue escuchar los discos de los músicos de la compañía y estudiar algunas fotos de los integrantes de las bandas. Tenía que investigar con la minuciosidad con la que un actor lo hace para interpretar un personaje. Lo suyo iba a ser un trabajo de camuflaje, pero también de interpretación. Tenía que ser como los demás quisieran que fuera, una especie de zelig rockero. Al mismo tiempo su interpretación, para ser perfecta, tenía que lucir desperfecta; aparentar casual, improvisada, azarosa.

La primera noche de trabajo llegó al bar luciendo todos los signos textiles de la época. Por fortuna, pasó desapercibido. El lugar era el Mudd Club, en la 77 de White Street. Se clavó dos vasos de whisky con oficio y miró el lugar. No tardó en encontrar a uno de los artistas emergentes del catálogo -un cantante borracho y surrealista que tenía un efecto hipnótico sobre las mujeres. Lo vio caminar entre la gente, desplomarse en un sillón, seguir circulando. Lo escoltaban dos groupies feas. Esa imagen se repitió en noches siguientes. Fue eso y no otra cosa lo que lo empezó a incomodar: el hecho de que el músico fetiche del catálogo, la promesa, el futuro, estuviera siempre rodeado de chicas que no estaban a la altura de la mitología. Lo sentía como una mancha para la compañía ¿Se estaba tomando el trabajo de un modo demasiado personal? Estaba ahí para divertirse y tomar todas las drogas que pudiera, pero hacer algo por la imagen de la discográfica, mientras tanto, no era mala idea.

Una noche se encontró al cantante en el Ocean Club, en pleno Midtown West de la ciudad nerviosa, y lo encaró. Estaba esperando la instancia perfecta para arrojarle el dato de que él trabajaba en la compañía, pero en cierto momento de la conversación se dio cuenta de que ahora sus intenciones eran otras. Ya no quería hacerle ver al músico que en la compañía había gente “del palo”. Lo suyo sería más silencioso, más elegante, y finalmente más radical. Le dijo que en el departamento de un artista plástico, en la otra punta de la ciudad, había una fiesta, y que le quería presentar a una mujer. Por supuesto, estaba todo calculado: había pasado por esa fiesta un rato antes, y pudo comprobar que ahí estaba la chica en cuestión, una rara modelo alemana, la última flor germana, que había recalado en Nueva York a los veinte años y cantaba en una banda de garage. Era de una belleza total, sin matices. Su voz gruesa y dramática le confería a su pelo rubio y a sus ojos purpúreos un halo de ambigüedad y un cierto misterio.

Tomaron un taxi, y durante el trayecto hablaron poco. Llegaron al amplio departamento hacia la medianoche, cuando la fiesta estaba en su cenit. Era tal el movimiento humano, que a los pocos minutos ya se habían perdido. Deambuló de ambiente en ambiente, saludó a un par de caras conocidas, y se sentó en un sillón. La luz era tenue, casi nula. La música lo dominaba todo. En eso estaba, con la percepción ya totalmente distorsionada, cuando vio a su cantante sirviéndose un trago en la cocina. Atrás suyo estaba la modelo alemana, pero daba la impresión de que todavía no se habían visto. Cuando estaba a punto de levantarse y hacer, al fin, las presentaciones, algo lo detuvo. El músico se había dado vuelta, y se miraba con la modelo alemana de frente, como si fueran dos animales olfateándose. Sin ninguna señal que anticipara el movimiento, se sentaron en el piso, uno frente al otro, y se quedaron así, acechándose en silencio y fumando. A él, que veía la escena a través del mínimo espacio que dejaba la puerta entreabierta, ese silencio le pareció infinito. Pudieron haber pasado minutos u horas. Cada tanto se cruzaban grupos de tres o cuatro personas que le obstruían brevemente la visión del espectáculo, y cuando los volvía a ver seguían ahí, cada vez más estáticos, mirándose con una fijeza sobrehumana.

Al rato se levantaron y todavía sin decir nada salieron de la cocina y de la casa. Él los siguió hasta la calle y les preguntó si estaban bien. En vez de hablar, el cantante le devolvió un gesto suave, brevísimo, quizás el gesto más tierno que le haya conocido a un músico de rock de la época, y siguieron caminando. Lo hicieron en línea recta, cruzando avenidas y calles pequeñas, mientras él los veía desaparecer, a lo lejos, cada vez más diminutos e imperceptibles, hasta que ya no los pudo ver más. Ésa es la última postal: la de un hombre y una mujer perdiéndose, devorados por la madrugada de la enorme ciudad.

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