Por Alejandra Costamagna Septiembre 3, 2014

Ordenar la pieza, besarlo en la frente, apagar la luz, cerrar la puerta.

La madre le dijo que se iba a morir. Que su tío, su único tío materno, agonizaba al otro lado de la cordillera. Que ella no podía viajar, le dijo, que por favor fuera a acompañar a la familia en los últimos minutos de su único hermano. Que la sustituyera, le pidió la madre mientras apagaba el tercer cigarro de la mañana. Ya nos vamos extinguiendo, le dijo. Y era cierto: la familia se esfumaba, se esfumaba. A la hija le pareció que esas palabras le atravesaban el pellejo.

Estar lista, cruzar la cordillera, sustituir a la madre.

Sería su segunda muerte, pensó. La segunda persona a la que vería sin vida en su vida. La primera había sido su abuela, una pila de años atrás, en la misma latitud del tío. Entonces ella era una niña y confundía las palabras. Solsticio con solcito (no entendía que hubiera un día preciso que marcara el inicio del solcito de verano, si el sol estaba siempre ahí en los meses calurosos). O súbdito con hábito. Ella tenía dos malos súbditos: se comía las uñas y odiaba los aviones. Aunque el último era miedo, más que otra cosa. Pero su madre tenía un súbdito peor: fumaba como chimenea. El caso es que la niña y la madre habían cruzado la montaña para enterrar a la abuela. Y se acercaron al féretro y ésa fue su primera visión de la muerte. Le pareció que ya no era la cara rosada tipo abuela ni tenía los labios delgados tipo invisibles que recordaba del verano anterior. Era y ya no era su abuela.

Les dicen restos, como si fueran las sobras de un pan desmigajado.

Pero la madre ahora no podía viajar. Y la muerte del tío las golpeaba de otra forma. Que la gente se fuera antes de los ochenta años, antes de ser rigurosamente vieja, era distinto. Los abuelos naturalmente se mueren, pensaba la hija. Los perros, los vecinos, los parientes lejanos se mueren. Pero ni los hermanos ni los tíos directos ni los hijos ni los gatos deberían morirse. Y ahora se iba su único tío, el hermano de la madre, y la hija viajaba a acompañarlo. A la prima hermana de su misma edad, al novio de la prima hermana, a la tía de setenta y pocos años: a ellos tenía que acompañar ahora la hija en nombre y cuerpo de la madre.

El tío llevaba puesta una bata de enfermo, de ésas color verde agua, y estaba en la cama de un hospital público de provincia. Una pieza de paredes pálidas como el semblante de los mismos pacientes, un velador de melanina, una iluminación muy tenue, de ampolleta de 25 watts, un basurero plástico, motitas de algodón por todas partes, botellas de agua sin gas, un mate, galletitas azucaradas, una silla, un ventilador de techo que apenas ventilaba. Y en el muro, justo frente a la cama, un televisor de pocas pulgadas con un candadito y un cartel que anunciaba el precio por usarlo. Diecisiete pesos la hora. La hija venía llegando del otro lado de la cordillera y no sabía a cuánto estaba el cambio de la moneda nacional. ¿Sería caro, sería barato? ¿Siempre cobraban por usar el televisor en los hospitales públicos? Igual, nadie quería ver tele.

¿Querés un mate?, le ofreció la tía. Era viernes, nueve y media de la noche. En la pieza estaban también la prima hermana, el novio de la prima hermana y un amigo de los tíos. Uno en la silla, otro al borde de la cama, otro de pie. Era una familia chica, un pueblo pequeñito. Por la ventana se colaban ruidos de fiesta. Chispum, chispum, chispum. La gente se divertía en la provincia. También llegaban los chirridos regulares de las cigarras. Ellos hablaban en voz baja, como si los ruidos externos dieran lo mismo, pero las palabras dentro de la habitación pudieran penetrar el coma terminal del hombre que moría junto a ellos. Cebaron mate, hablaron de los viajes a un lado y otro de la cordillera, de otras épocas, de la infancia de los tíos, del tiempo en que los profesores castigaban a los alumnos poniéndolos de rodillas sobre un charco de maíz, de la parentela italiana, del piamontés atropellado del que hablaba el nono, de lo que significaba vivir separados por una montaña, por un océano. De fondo, los respiros del tío -el motor de una máquina mal calibrada. No se apagaban nunca las turbinas, se esmeraban en acompañarlos.

La hija miraba de reojo esa figura esquelética y a la vez hinchada, con la piel semejante a una bolsa de agua, los pómulos marcados como un dibujo mal hecho y la boca abierta. Y pensaba que ése ya no era su tío. No tenía nada que ver con la imagen del cuerpo inanimado de su abuela, años atrás. Lo que veía ahora no era una persona. Era una mudanza, una evaporación, otra cosa. Supuso entonces que eso era morir: apagarse de a poco, como un solcito de otoño.

Les dicen cuerpos. De un minuto a otro dejan de ser personas y pasan a ser cuerpos.

Mirarle las pupilas, dudar, poner la mano en un corazón que ya no late. Llamar a los enfermeros, a los guardias de turno, al recepcionista. Decirles que ya está. Pedir unos minutos para despedirlo, sentir que esa pausa y ese silencio son gritos cortopunzantes, comerse las uñas en la espera muerta, firmar documentos.

No era buena hora ni buen día para trámites mortuorios. Viernes, once y media de la noche. Todo cerrado en la provincia, excepto los boliches de fiesta y uno que otro barcito. Pero la tía a estas alturas era casi amiga del sepulturero: había enterrado a los abuelos, a su hermano, a sus padres y ahora a su marido. Era una mujer con vasta experiencia en muertes ajenas. Llamaron por teléfono al sepulturero, consiguieron entrar a la funeraria. La hija-nieta-sobrina-prima hermana nunca había entrado a una funeraria. Un museo de ataúdes, le pareció. ¿Cuál preferiría ella, la hija, para su propio entierro? Ah, ella querría que la incineraran, de modo que les ahorraría el trámite del cajón. Tenía que dejarlo escrito o decírselo a alguien. De pronto le urgió la decisión: llegaría a contarlo, sí, que su madre y sus cercanos lo fueran sabiendo desde ya. Pero no era hora de pensar en ella.

Ahora escuchaba, muda como otra muerta, la discusión familiar. ¿Negro o café? Incluso hay féretros con madera tallada y dibujitos alegres, decía la vendedora. ¿De qué color le gustaría más a papi?, preguntó la tía. Pero si ya no está, mamá, dijo la prima hermana. ¿Cómo que no está? Que se sienta cómodo. Pero si ya no siente. ¿Cómo sabes si siente o no siente? Se desquiciaban en las visiones del más allá, le pareció a la hija. Se van a pelear por un cajón, pensó. Pero luego parecieron darse cuenta de lo inútil de la discusión. Y optaron por el féretro negro, sobrio, tradicional. Lo pagaron al contado, sin cuotas.

Vestirlo con algún traje que le gustara, dejarlo bonito, besarlo en la frente.

Mientras lo arreglaban en la cama, el novio de la prima fue a buscar ropa negra, apta para recibir a quienes vinieran a despedirse. El velorio sería en unas pocas horas más: sábado en la tarde y parte de la noche. Y luego el entierro: domingo en la mañana. No querían dilatar las cosas, preferían cerrar todo el fin de semana. El novio de la prima hermana llegó de negro. Y le trajo ropa perfectamente negra a la prima, excepto por un detalle. La polera tenía un estampado en letras rojas que decía Are you ready? Pero nadie estaba listo, nadie nunca lo estaría. Tampoco la sobrina, que había atravesado la cordillera sabiendo que iba a lo que iba. Pero el hombre no se dio cuenta. Y, en el entierro de su padre, la mujer usó la polera al revés: el logo para adentro, la pregunta hacia el pecho.

Despedirlo, saludar a la parentela, hacer la ruta en reversa, cruzar otra vez la cordillera.

Cuando venía de vuelta en el avión, la hija pensó cómo se lo contaría a la madre. Qué frases usaría, qué pausas. Cómo le contaría el momento del último soplo, si se lo contaría o no. La había sustituido con emociones incluidas. Se había acordado de la abuela, había sentido que la madre, la hija, la abuela y el tío eran parte de un mismo hueso. Había sentido, acaso, lo que la madre habría sentido si hubiera estado ahí mismo. Esos ruidos prehistóricos del hombre, ese silencio rotundo, ese cuerpo que de golpe se volvió una cáscara vacía. ¿Qué habría pasado por la cabeza de la madre cuando el cajón del tío se encontró en el cementerio, madera a madera, con el de la abuela? La hija no supo responder a su pregunta porque ella misma no podía definir ahora mismo lo que había pensado entonces, hacía menos de veinticuatro horas. Miró por la ventanilla y tuvo la sensación de estar buscando algo en el aire. El avión se sacudía. Le pareció que la montaña, allá abajo, se mostraba dispuesta a recibirla con sus cuencas abiertas.

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