Por Juan Sebastián Cárdenas* Agosto 6, 2014

© Paloma Valdivia

Hace un rato me estaba acordando de aquella vez en que un amigo me dijo: “No hay nadie pero te dejo las llaves, tú ve tranquilo”. Entonces le hice caso. Agarré las llaves, me las eché al bolsillo y después de pasar por mi casa para recoger una mochila con dos mudas, me fui a la estación de Méndez Álvaro, donde tomé un autobús rumbo al famoso pueblo. Digo famoso porque mi amigo hablaba mucho de su pueblo y de su casa natal al pie de la Sierra de Gredos, a un paso de Arenas de San Pedro. “Allí, en Arenas de San Pedro”, le gustaba repetir a cada rato, “fue donde Boccherini compuso casi todos sus quintetos de cuerda”. Y lo decía a sabiendas de que muy pocos de nosotros teníamos idea de quién era ese Boccherini. Yo lo sabía por razones un poco vergonzosas y es que fui uno de esos niños repelentes de la clase media aspiracional a los que sus padres obligan a tomar clases de música con una profesora de apellido francés.

El autobús salió al mediodía y tardó tres horas en llegar a Arenas de San Pedro, que me pareció un pueblo de lo más agradable. Paseé durante un rato por las calles y almorcé revuelto de morcilla con piñones en un bar al frente de la plaza. Más tarde, mientras callejeaba, me encontré con una concentración de vecinos delante de una iglesia gótica muy bonita. Vi a un señor con cara de persona sensata y le pregunté qué hacía toda esa gente allí reunida. Dijo que protestaban porque las autoridades locales no querían quitar los símbolos fascistas que adornaban la iglesia. En efecto, la iglesia tenía grabados en las paredes los nombres de varios de los caídos por Dios y por España, una cruz en honor a los héroes y las flechas de la Falange pintadas por todas partes. El señor me dijo que él apoyaba la concentración porque a su padre lo habían fusilado después de la guerra, pero en el fondo dudaba de que quitar esos símbolos sirviera para algo. Quizás habría que dejarlos allí, me dijo en voz baja. Que aprendamos a vivir con eso hasta que ya no duela. Y de inmediato se puso a gritar a voz en cuello exigiendo que los quitaran.

Eso me hizo pensar en una especie de photoshop de la corrección política que viajaba por toda España borrando símbolos fachas. Visto y no visto. ¿Y qué pasaría con la memoria de todos estos años en los que la iglesia había estado así, identificada con la causa de los Vencedores? Fue una de esas veces en las que uno está a punto de hacerse franquista sin darse cuenta, una cosa bastante normal en España. Si uno pasa el tiempo suficiente viviendo allí, en el momento menos pensado ya se está actuando como un franquista, hablando como un franquista, comiendo como un franquista, follando como un franquista. Pero también me pareció atractiva la iconoclastia de los que pedían el borrado, abajo las imágenes, quémenlo todo, con cura incluido. Me gustaba eso de exigir la destrucción de los falsos ídolos, la fundición de todos los vellocinos de oro del fascismo. Había algo profundamente religioso en esa disputa llena de visos medievales, como esos enfrentamientos entre sectas de los primeros siglos del cristianismo, que se mataban por cosas como la pertinencia de representar o no el rostro de Dios, la imagen verdadera, el “vero icono”. Hasta hace poco pensaba que lo del “vero icono” se encontraba en el origen del nombre Verónica, un nombre que en esa época era muy importante para mí porque mi amante se llamaba así, Verónica. Yo mismo le dije a Verónica que su nombre venía de “vero icono”, la fidedigna representación del rostro de Dios. Y ella me creyó porque yo suelo ser muy convincente cuando suelto esta clase de datos. Pero hace unas semanas leí en una web de sabihondos que ésa es una etimología falsa que empezó a circular a partir del siglo XII, cuando los viajeros que habían estado en las Cruzadas empezaron a vender reliquias falsas por toda Europa, entre ellas el sudario de Cristo con la cara grabada y esas cosas. Como sea, la falsa etimología agarró fuerza. Tanta que se volvió popular y quedó, como dicen los académicos de la lengua, consagrada por el uso. Al final da igual que la etimología sea falsa. Es bonita y por eso caló hondo. Verónica, del engendro grecolatino vero-icono (hay que sospechar siempre de las palabras que combinan raíces latinas y griegas en una sola construcción).

Mientras me dirigía a la famosa casita de mi amigo, siguiendo el detallado mapa que él mismo me había dibujado a lápiz en un folio tamaño A4, pensaba en Verónica, mi Verónica y pensaba en toda la verdad que yo encontraba en el óvalo de su rostro. Verónica, mi amor, Verónica, repetía cada diez, quince pasos. Y visto así, desde tan lejos, todavía me resulta increíble que yo obtuviera entonces tanto sentido en esa trinidad misteriosa que formaban su nombre, su rostro y el hueco que yo sentía crecer dentro de mí cada día. Sobre todo porque Verónica era en el fondo un ser vulgar, alguien que con el tiempo se revelaría como una cosa insignificante, frívola. Verónica era precisamente lo contrario de lo que significaba su falsa etimología: era la viva imagen de mi mentira, era la encarnación del agujero que yo sentía crecer dentro de mí cada día. Y por eso me aferraba al óvalo de su rostro como quien se encomienda a una santa.

Pero entonces yo todavía no me había dado cuenta y sufría mucho con las putadas que me hacía. Y en parte por eso me había refugiado en el campo.

Ahora iba por una carretera comarcal, siguiendo las líneas punteadas dibujadas en un mapa que luego me hizo pasar por secarrales inhóspitos, al pie de bosques de eucaliptos, cruzar riachuelos, saltar alambradas, hasta que, con los últimos rayos del atardecer, logré internarme en un sendero delgadito que me condujo por fin hasta la casa.

Como empezaba a oscurecer entré rápidamente a encender la chimenea para caldear el lugar, antes de que los vientos que bajaban de la sierra enfriaran demasiado el aire. Mi amigo me había advertido que, aunque ya era primavera, la temperatura podía caer en picado de un momento a otro.

Después de recorrer toda la casa, preparé una ensalada que apenas probé. En la nevera encontré dos litronas de cerveza que mi amigo se había dejado olvidadas allí el mes anterior. Abrí una y bebiendo del pico salí a buscar más leña al sótano, al que se accedía por una puerta situada en el exterior de la casa. Regresé con los brazos cargados y con la litrona haciendo equilibrio encima de la pila de leña. Esas cosas estúpidas que uno sólo se permite cuando está solo.

Al rato, como no se me ocurría qué otra cosa podía hacer, me eché en un sofá, junto a un ventanal por el que se veían las siluetas del bosque. Me distraje así no sé cuánto tiempo, con la cabeza vaciándose poco a poco en el siseo de las llamas.

También se escuchaba a lo lejos el viento sobando las ramas frondosas. Y a veces se lo escuchaba más cerca, en rachas ululantes que penetraban en la casa por algún lugar, produciendo extraños sonidos.

Mi cabeza ya vacía se concentró en esos sonidos porque de pronto me pareció que eran voces. Y unos instantes después confirmé que sí, que eran voces articuladas, voces humanas. Susurros que entrarían a la casa arrastrados por el viento, a través de vaya uno a saber qué aberturas antiguas. Pero yo sólo alcanzaba a comprender algunas palabras sueltas, como amputadas de una línea cadenciosa cuya forma se intuía perfectamente en el susurro. Y aunque algunos sonidos llegaban hasta mí con una claridad aterradora, yo estaba seguro de que se trataba de una alucinación sonora. De todos modos encendí la grabadora de mi reproductor de MP3, a ver si registraba algo. Unos minutos después me puse los auriculares y subiendo el volumen al máximo alcancé a escuchar, revuelto con el sonido del viento y el sonido de las llamas y el de mi respiración: “Verónica, sí, la que fusilaron en la pared de la iglesia…”. Volví a reproducirlo varias veces con el mismo resultado.

Comprendí que no podía quedarme allí. Agarré mis cosas y después de arrojar un cubo de agua en la chimenea, salí a la noche y me alejé de esa casa y de ese pueblo al que nunca he regresado.

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