Por Álvaro Bisama Julio 30, 2014

© Paloma Valdivia

Un día me llamaron de Osorno y me dijeron que tenía que ir a ver a mi ex marido a una comisaría.

Ya no estábamos casados. Ya no éramos pareja. Yo estaba con otra persona. Él había sido una estrella infantil. Él se había perdido. En la noche, en las drogas, en sí mismo. Yo lo quería. Lo quiero mucho, la verdad. Nos casamos bien chicos, no teníamos ni veinte años. Él trabajaba en televisión, hacía notas para un matinal. Yo lo conocí cuando fue a animar una kermesse en mi colegio. Me sonrió desde el escenario y eso fue todo. Aún vivía de la fama de haber sido miembro de la sección infantil del *** *****. Eso lo saben todos. Él fue mi primer hombre, me entregué a esa relación en cuerpo y alma. Tuvimos un hijo.

Él sólo hablaba de su carrera. Se engolosinaba pensando su futuro en la tele, de lo que ******** podía hacer por él. Se creía su preferido. Mi ex marido consideraba a ******** su amigo, su padrino, su padre. De hecho, sentía vergüenza de sus papás reales, que tenían un negocio de comida de mascotas cerca de la Estación Mapocho. No le gustaba verlos; yo lo obligaba a que les lleváramos a su nieto, a que pasara tiempo con ellos. En un asado familiar, uno de sus hermanos lo insultó por eso. Le dijo que los había dejado abandonados, que era un traidor. En la superficie y en el fondo de mi corazón intuí que tenía razón. Confirmé esa intuición cuando nos fuimos y él manejaba de vuelta a Las Condes, al departamento en que vivíamos. Lo supe porque no paraba de hablar de cualquier cosa para cambiar de tema, porque manejaba rápido, porque creía que hablando iba a desaparecer la culpa que flotaba en el aire.

En esa época aún hacía notas para el matinal. Después, lo echaron del matinal. Le dijeron que no marcaba en el rating, que no era un aporte. Él les dijo que qué se creían, que él había sido una estrella, que era una estrella. Llamó a ******** por teléfono a Estados Unidos. No sé de dónde sacó el número. El programa se producía allá, acá grababan sólo unos pocos segmentos. Los niños chilenos habían sido reemplazados por niños mexicanos, cubanos y puertorriqueños. ******** no le contestó. Un productor le dijo que lo iban a llamar de vuelta. Nunca lo hicieron. Después supe que esa era una de las actitudes más famosas de ********: dejar botados a sus amigos, a sus protegidos, a la gente que lo había acompañado. Alguien, en alguna fiesta, me contó en voz baja de ese abandono permanente. Era famosa la historia del trompetista que había terminado comiendo de los tarros de basura de Miami una vez que lo sacaron del programa. Eso mi marido lo sufrió en carne propia. Lo sufrimos, mejor dicho, éramos una familia.

Me tuve que poner a trabajar. Él se empezó a quedar con el niño en el departamento todas las semanas. Iba a los canales, hacía pilotos, se juntaba con gente. Lo intentaba. Pero no pasaba nada, nada le resultaba. Vivía metido en un montón de proyectos. El niño creció. A veces le salían cosas: iba de invitado a algún programa, le salía algo en una disco. Apenas le pagaban. Una vez actuó en un capítulo de un programa que dramatizaba conflictos de parejas. No actuaba bien. Besaba a una mujer mayor en pantalla, pero se notaba que el beso era fingido. Él lloraba de amor como nunca había llorado por mí. El programa estaba basado en un caso real.

Actuó en ese programa media docena de veces, a lo sumo. El resto del tiempo lo pasaba en la casa, viendo en la tele grabaciones de sus participaciones en *** *****. Yo llegaba  y lo encontraba así, con el niño en los brazos o jugando en el suelo y él viéndose en la pantalla. Una vez peleamos y le lancé la tele al piso y la rompí. Yo estaba reventada. Me deslomaba trabajando y él hablaba de su carrera, de su futuro, de los programas que iba a hacer. Soñaba con comprar un pasaje a Estados Unidos e ir a ver a ********. Varias veces trató de agendar una reunión con él pero no pasó nada, no le contestaron el llamado.

Una día se puso violento y trató de pegarme. Yo no sabía que estaba jalando. No lo supe hasta que fue tarde. Me di cuenta cuando empezaron a desaparecer las cosas, cuando me pedía más y más plata para pagarle a un productor por un proyecto que nunca salía. El departamento era mío, me lo habían regalado mis papás cuando nos casamos. Tuvimos peleas feroces, ya no tirábamos y él no dormía en la casa o cuando llegaba no me hablaba. Un día le dije que se fuera. Armé varias cajas con sus cosas y se las dejé en la portería del edificio. Le di órdenes al conserje para que él no subiera. Él llegó y armó un escándalo. Llamé a Carabineros. Cuando se lo llevaron detenido gritaba que él tenía poder, que era famoso, que a un amigo personal de ******** no podían hacerle eso. Después un  policía vino a mi casa para tomarme declaración y me contó que él lloraba en la comisaría, que se preguntaba qué podía hacer para que eso no dañara su carrera. Luego lo soltaron.

No salió en ningún medio. Nadie se enteró. Hice una denuncia. Él no podía acercarse a mí o al niño. A veces me llamaba por teléfono para arreglar las cosas. Yo ya estaba saliendo con otra persona, con un compañero de trabajo y le cortaba apenas reconocía su voz. Le perdí la pista; las escasas veces que lo veía en la tele, cambiaba de canal. Yo terminé con esa pareja y conocí al Carlos y le pedí que se viniera a vivir conmigo. El Carlos era profesor, y me quería por lo que era. El niño se acostumbró al Carlos y en un momento empezó a decirle papá.

Pasaron los años. Dejó de llamar. Pensé en tramitar el divorcio, pero no lo hice. Me olvidé de él, escuchaba rumores de amigos o parientes que me topaba en la calle, que me decían que iba a entrar a la tele, que estaba moviendo coca, que trabajaba de animador en una discoteca. No me interesaba nada de lo que me decían, hacia oídos sordos, él pertenecía a otra vida. Yo tenía una rutina, una pareja y un hijo adolescente que había crecido feliz, sin la sombra amarga de su padre.

Hasta que un viernes en la tarde me llamaron de Osorno y me dijeron que tenía que ir a la comisaría a verlo. Le pregunté al carabinero por qué yo debía ir: me dijo que el resto de los números que él había dado le habían cortado el teléfono. Le pregunté qué había pasado.

Algo grave. ¿Droga?,  pregunté.

No, peor, dijo.

¿Mató a alguien?, dije.

Otra cosa, agregó. No se lo puedo decir por teléfono.

Lo pensé. Lo conversé con el Carlos, él me dijo que fuera, que así cerraba el círculo, que así terminaba todo, que me podía olvidar de él. Fue raro escucharlo decirme eso. Dijo que me iba a acompañar. Viajamos en bus, de noche. Mi hijo se quedó con mi mamá.

En Osorno dejamos las cosas en una hostería y fuimos a una comisaría. La ciudad parecía un pueblo fantasma. Nos atendió un carabinero muy amable. Le pregunté qué había pasado. Él dudó en contarme, en el aire se sintió una corriente helada. El policía habló en voz baja. Detrás suyo había una vieja foto de Ricardo Lagos como presidente. Luego él dijo que mi ex marido había sido sorprendido dando vueltas desnudo en un peladero, al lado de donde dormían unos indigentes en unas carpas. Cuando una patrulla lo iluminó, se largó a correr. Los carabineros vieron una sombra, pensaron que era un animal. Lo persiguieron por una cancha de fútbol y lo redujeron a la entrada de un vertedero. Además de ir desnudo, estaba manchado de sangre. Le preguntaron de dónde salía esa sangre. Él estaba ido; babeaba y gritaba. Lo único que llevaba eran unas zapatillas de jogging que estaban llenas de barro. Se había mordido la lengua. Tenía la boca llena de sangre seca. No respondió nada. Lo cubrieron con una frazada y lo llevaron a la Posta. Esa noche no había nadie en la Posta. No tenía ninguna herida visible. La sangre no era suya. Le dieron calmantes, le pasaron ropa, un pantalón de buzo y un polerón, luego lo llevaron a la comisaría porque alguien había encontrado un cuerpo. El cuerpo era el de un indigente.

Al indigente le comieron la cara, dijo el carabinero.

El indigente no murió. Quedó vivo.

¿A qué se refiere?,  pregunté. No entiendo.

Su marido atacó al mendigo y le comió la cara a ese hombre. Le arrancó la piel a mordiscos. También le cortó la lengua. Su marido trabaja en una discoteca de acá y se tomó algo y salió a hacer eso, dijo. Se va a saber más rato. Él pidió verla. Usted fue la única que contestó, dijo.

¿Y qué quiere que haga?

Que lo vea, que hable con él. Eso. Esto no es Santiago. Acá nadie hace esas cosas, dijo.

Me quedé muda. Me pregunté cómo le iba a contar eso a mi hijo. Carlos me colocó una mano en el hombro. El carabinero me dijo que lo siguiera. Carlos se quedó en la sala de recepción. Avancé hasta una oficina y me senté a esperarlo. En la oficina había una tele pequeña donde estaban dando *** *****.  Pasaron unos minutos. Repasé los detalles de lo que me habían contado, decidí que me iba a volver a mi casa. Cuando me iba a ir, él entró esposado. Estaba más gordo y le habían salido canas en las sienes y la barba. No lo reconocí del todo. El hombre que entró a la sala era una persona distinta. Era el mismo cuerpo, pero era una persona distinta. Mi marido había sido una estrella infantil. Mi marido había estado en televisión. Me di cuenta de que todo lo que recordaba de él eran esas imágenes que alguna vez había visto en la pantalla. Pero la persona que recordaba y la que tenía al frente no tenían nada que ver.

Esa persona se sentó.

Luego me miró y se tapó la cara con las manos.

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