Por Selva Almada* Julio 23, 2014

© Paloma Valdivia

Cada vez que entraba a la librería de la Gallega me mareaba. Un poco porque siempre el local estaba lleno de otros que habían olvidado comprar el mapa, el papel glacé o el bloc de hojas; allí todos amontonados, el aire espeso de perfumes, alientos, sudores. Otro poco porque a esos olores y al olor de los papeles se sumaba el que salía de la casa, comunicada con el negocio por una puerta siempre entreabierta. Pero, sobre todo, porque entre tantos guardapolvos blancos, metido entre los niños como un niño de proporciones enormes, siempre estaba Carlitos Cuelli, el hijo retardado de la Gallega, un hombre cuarentón vestido con una jardinera ombú, limpia, recién planchada: en invierno, debajo de la pechera asomaba un pullover gordo, tejido a mano; en verano, una camiseta blanca.

A Carlitos Cuelli le gustaba tocarnos el pelo. Y aunque lo hacía casi imperceptiblemente para que su madre no lo viera, su mano cuadrada y pegajosa era como una mariposa de tormenta que, apenas me rozaba, me hacía pegar un salto. También le gustaba tironearnos despacito el moño del guardapolvo para deshacer el lazo. A veces, mientras esperaba mi turno para comprar, lo veía de reojo haciéndoselo a alguna otra nena: la punta de la tela apretada entre el índice y el pulgar, el movimiento suave de su mano hacia atrás, tirando…

-Carlos, quedate quieto… -gritaba su madre cuando lo pescaba y él sacaba la mano velozmente como si el cabello, como si el moño, quemaran, y la metía en la pechera de su jardinero.

Entonces los escolares lo mirábamos con burla y él agachaba la cabeza y daba unos pasos ocultándose atrás de alguno de los exhibidores de tarjetas postales.

Cuando no estaba adentro, Carlitos Cuelli se sentaba en el alféizar de la gran vidriera. Entonces los chicos aprovechaban para hacerle bromas. Antes se aseguraban de que la Gallega estuviese ocupada con sus clientes y no pudiera verlos.

-Carlitos, Carlitos… ¿querés oír un chiste verde?

Los ojos del tarambana brillaban siempre ante la propuesta, hecha casi en un susurro, como se hacen las invitaciones sucias.

-Sí, sí…-decía, con las zetas copiadas a su madre (él había venido de muy niño como para tenerlas incorporadas), y moviendo la cabeza con unos pocos pelos enrulados alrededor y el cuello colorado con restos de barba, cogoteando como un pichón de águila pidiendo comida.

-Pero vení, acercate más…

Y pegaba casi la oreja grandota a la boca del niño.

-Un chiste verde, escuchá. Un loro arriba de un árbol comiendo lechuga.

Carlitos Cuelli ya tenía la boca entreabierta, preparada para la risa, así que se quedaba todavía un instante esperando el chiste, con la cabeza baja.

                                                                                        ***

La Gallega había llegado sola al pueblo con ese hijo, una viuda de la guerra que allá en su patria había sido enfermera de la Cruz Roja. La misma guerra que la dejó sin marido le había averiado la cabeza al hijo: decía que su Carlos había quedado lelo luego del estallido de una bomba a pocos metros de la casa donde vivían.

La librería quedaba a media cuadra de la escuela. No sé cuánto haría que había arrancado con el negocio, desde que empecé a ir ya el local era viejísimo: del lado de afuera las paredes estaban negras de hongos y adentro, el piso de mosaicos, hundido en algunas partes. Sin embargo, pese al aspecto descuidado, la mercadería era de primera y estaba muy bien protegida del polvo y la humedad.

La Gallega atendía a todos con amabilidad y distancia y aunque hacía varias décadas que vivía en el pueblo y todos la conocían, no había trabado intimidad con nadie. Ni siquiera con los vecinos más cercanos. Ella y su hijo eran una pequeña isla y esa soledad de a dos sólo era interrumpida en horario escolar.

Cuando el negocio estaba cerrado, apenas salían para ir a misa o hacer alguna compra. Era raro verlos en la calle.

                                                                                        ***

Un día estábamos con mi primo Andrés buscando cosas al costado de la ruta que pasaba a unos cien metros de nuestra casa: papeles, pedacitos de vidrio, paquetes abollados de cigarrillos… coleccionábamos marquillas así que nos venían bien.

A veces también encontrábamos animales muertos, aplastados sobre el asfalto por los camiones y los autos. Cuando descubríamos algún perro o gato o comadreja atropellado, volvíamos todos los días para ir viendo cómo los restos se iban haciendo cada vez más delgados, cómo el amasijo de carne, cuero y triperío del primer día se iba adelgazando con el paso de los neumáticos hasta ser simplemente un dibujo de pelos sobre la ruta. Una estampa que luego desaparecía con las lluvias.

Así que esa siesta andábamos caminando por las piedritas blancas de la banquina, cada uno con una ramita larga que usábamos para inspeccionar los objetos que encontrábamos antes de decidir si valían la pena o eran sólo basura.

Era verano y el calor levantaba espejismos sobre el asfalto. Entre esos vapores vimos avanzar dos sombras hacia nosotros, grandes, deformes. Saltamos a una zanja seca y nos escondimos atrás de los yuyos, conteniendo la respiración. Cuando estaban más cerca los reconocimos, pero no nos movimos de nuestro escondite.

Carlitos Cuelli con su eterno jardinero y abajo en cueros; la Gallega vestida como siempre, invierno y verano, de luto riguroso y mangas largas, una mantilla sobre el pelo canoso, como cuando iba a misa, pero ahora para protegerse del sol, medias también negras, todo el cuerpo cubierto menos las manos y la cara.

Los reconocimos, pero así y todo no nos tranquilizamos. Los dos de golpe, con esa traza, a esa hora, parecían dos espíritus nefastos.

Mi primo me hizo una seña y nos aplastamos sobre los pastos cuando pasaron a menos de un metro de nosotros. Yo sentí de nuevo el corazón galopando rapidísimo, como cuando Carlitos Cuelli me tocaba el pelo o el moño del guardapolvo.

Una vez que se alejaron, Andrés propuso seguirlos a ver a dónde iban. Yo no estaba tan segura, mirá si nos veían. Pero no terminé de decir nada cuando vi su espalda encorvándose y caminando despacito por la misma cuneta sin agua que nos sirvió de trinchera. No hubo más remedio que ir tras él.

Cada tanto estirábamos el cogote entre los yuyos de los bordes para asegurarnos de no haberlos perdido. Iban algunos metros adelante, con paso sostenido, la Gallega, más pequeña, balanceando su cuerpo regordete al ritmo de la caminata, y su hijo, que le llevaba un par de cabezas, con su andar desmañado, los brazos largos, de manos pesadas, moviéndose atrás y adelante, como dándose impulso. Cuando pasaba un camión, les tocaba la bocina y Carlitos Cuelli respondía levantando el brazo en un saludo.

El pueblo fue quedando atrás y cada vez había menos casas. Empezábamos a transpirar por los nervios y la caminata, cuando entendimos adónde se dirigían: a la ermita de la Virgen de Las Cuatro Bocas. Cuando era más chica pensaba que se llamaba así porque de verdad la Virgen tenía cuatro bocas, lo que me fascinaba y horrorizaba al mismo tiempo. Después supe que sólo era el nombre del lugar, un cruce de caminos.

Al final no había ningún misterio. Mucha gente, incluidas nuestras madres, visitaba a la Virgen: para llevar una flor, para pedir algo, para cumplir una promesa. Pero en el verano, con el sol rajando la tierra, nadie era tan devoto como para ir a esa hora: preferían la fresca de la nochecita.

No hicieron nada del otro mundo, aunque arrodillarse sobre el cemento hirviente que rodeaba el altarcito debía ser todo un sacrificio. Rezaron un buen rato: la madre inclinada casi hasta tocar el suelo; Carlitos Cuelli con las manos juntas, movía los labios aunque desde nuestro sitio no podíamos escuchar si realmente oraba o era una pantomima como la que hacíamos nosotros cuando nos llevaban a la iglesia.

Después se levantaron y emprendieron la vuelta, pero ya no los seguimos. Nos quedamos echados entre los pastos, abajo de unos paraísos guachos. Entonces Andrés me contó cosas que yo no sabía y él sí, porque las contaban los otros varones. Me dijo que Carlitos Cuelli se cogía a las gallinas que criaban en la casa, que en un dos por tres los vecinos encontraban las aves muertas que él revoleaba a los patios aledaños para ocultarlas de la Gallega, que los animalitos estaban todos reventados por dentro.

Lo dijo así, de un tirón. No sé si le creí. Pero, aunque hacía cuarenta grados a la sombra, de repente me corrió un sudor helado por todo el cuerpo.

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