Por Maximiliano Barrientos* Julio 15, 2014

© Paloma Valdivia

Enciende las luces, acelera sin cerrar los ojos, cae. Cuando golpea la superficie de la laguna, se aferra al volante. El agua entra por las rendijas de las puertas. En ese momento no hay pensamientos, sólo un limbo cargado de claridad, de rayos de sol. Al romper la ventanilla con patadas desesperadas, logra salir. Cuando está a salvo, vomita. Se quita la ropa y se sienta en la orilla y se queda muy quieto viendo la parte trasera del auto -la matrícula vieja- hundirse por completo, y luego burbujas y luego otra vez quietud. El miedo es el paisaje.

                                                ***

Federico es un hombre desnudo caminando por los márgenes de la carretera a Cotoca. Los autos tocan bocina. Algunos conductores sacan la cabeza por la ventanilla y lo insultan. Cuando llega a casa busca el teléfono y llama a su hermana.

No voy a volver, le dice a Alicia.

¿Estás tomando la medicación?

Federico se mira las manos, las uñas están sucias, marcadas por una medialuna negra y brillosa. Tose. Sus dientes tienen vida. Algo se mueve allí adentro. En el sarro, en las caries. Cada vez que pronuncia una palabra algo se desplaza por los nervios que enervan su rostro.

No voy a dejar la casa.

¿Qué pasó? Voy ahuringa, dice su hermana.

Se envuelve en una frazada y sale a la calle. Su cerebro late, escucha un ruido que brota desde su nuca: un animal gordo se desplaza de un lugar a otro, manchándolo todo. Siente la baba en las paredes del cráneo. Los vecinos lo rodean, se hablan unos a otros.

Hay niños, dice una mujer. No puede andar así. 

Los niños quieren mirarlo, pero los vecinos no permiten que se le acerquen. Federico traga saliva, la garganta arde. Su madre metió la cabeza en el horno y aguardó a que todo acabara lo más rápido posible. Fue así como sucedió una noche de 1989, ninguno de sus dos hijos estuvo presente. Corrían en la enorme piscina vacía del barrio, junto a otros niños treparon la verja a escondidas. Su padre se había ido a vivir con una nueva mujer y su madre andaba borracha todo el tiempo. Piensa en eso, son destellos que atraviesan su mente mientras un hombre lo empuja. Cae al suelo. La frazada se abre y lo muestra desnudo, con barro en el cuerpo. El hombre está a punto de golpearlo pero se contiene. Federico mira el cielo, las últimas luces del día difuminadas en el aire, dando inicio a la noche. Alguien cocina un churrasco. El olor de la carne rostizada se transforma en la voz de su madre, congela los surcos de su cerebro.

Hay niños, dice. No pueden verte así.

Dejalo, dice Alicia, que acaba de estacionar el auto. Aparta a la gente y cubre a su hermano con la frazada.

Deberían encerrarlo, dice el hombre.

Alicia lo ayuda a ponerse de pie y lo mete en la casa. Cierra la puerta y se acerca a la ventana. Los vecinos rodean la casa. Corre las cortinas y lo obliga a entrar en la ducha. Esparce shampoo por su pelo. Enjabona su rostro, sus brazos, sus piernas y su cuello. Las cicatrices en su tórax configuran patrones, marcas. Líneas que cruzan una piel blanca a la que no le daba el sol en semanas. A ella ya no le produce reticencia, están ahí: es el paisaje de su cuerpo y lo acepta, antes pensaba que era una prolongación del suyo: una misma mente en dos anatomías distintas. Federico tiene una erección y Alicia sigue enjabonándolo como si no hubiera nada ahí, como si siguiera teniendo siete años y lo bañara luego de que su madre muriera, en largas y lentas tardes en esa otra casa que nunca reconocieron como propia, que siempre llamaron la casa de su padre.

No llorés, dice él.

¿Hace cuánto dejaste de tomarla?

Federico no responde. Alicia lo envuelve en una toalla y lo lleva hasta la cama. Busca ropa, comienza a vestirlo. Antes de este incidente, estrelló adrede el auto contra un árbol, estuvo dos meses en un hospital. Cuando se restableció volvió a la casa que había sido de su madre a pesar de que Alicia le rogó que se quedara con ella.

¿Siguen afuera?, pregunta.

Ella mueve la cabeza. Hace el intento de ponerse de pie, pero se queda quieta, clava la vista en el piso.

¿Puedo escucharlo?

Le toca la nuca y eso la relaja, y eso hace que algo adentro ceda, se rompa en mil pedazos, se pulverice en astillas. Acerca su nariz a la suya, apenas se tocan. Alicia no puede mirarlo a los ojos. Tiene miedo del futuro, de aquello que aguarda allí, en días venideros, en pocos años, en pocos meses.

Quiero escucharlo una vez más, insiste él.

En seis semanas Alicia dará a luz a su primer hijo. Federico le levanta el vestido y apoya un oído en su barriga desnuda. Huele todo lo que es ella, esos nuevos olores que fueron acumulándose en su cuerpo a medida que se ensanchaba y volvía remota a la infancia. Toca. Está ahí, detrás de la piel. No tiene historia. No ha comenzado aún. Tendrá un nombre pronto, no el suyo, no el de su padre. Es un corazón sin miedo que saldrá a cazar cuando el hambre lo apremie.

Federico dice:

No será ni como mamá ni como yo, no tenés que preocuparte por eso.

No hablés.

Se acuestan en la cama y permanecen abrazados. Alicia respira cerca de su cuello como cuando eran niños. En muchos de los sueños de Federico había nieve. Estaban juntos, miraban cómo se acumulaba en los autos.

Me gustaría que nevara, dice Federico. Me gustaría que cayera nieve y que cubriera la casa y el patio y la gente que está afuera, hablando de nosotros.

Nunca va a nevar en Santa Cruz.

Me gustaría abrir los ojos y ver la calle cubierta de blanco.

Callate.

Alicia lo abraza, desordena su pelo. Siente la textura fina del cabello en las yemas de sus dedos. Apenas entran en esa cama de una plaza.

¿Escuchás eso?, pregunta Federico.

No.

Helicópteros. Todas las noches sobrevuelan el cielo.

Las velocidades concentradas en el cerebro de Federico disminuyeron. Sólo hay un zumbido que poco a poco va apagándose hasta desaparecer en la respiración de su hermana.

Contame una historia.

¿Por qué hacés esto?, pregunta ella, ya más serena.

Lo abraza con más fuerza y él se vuelca y la ve a los ojos. Los tiene húmedos, pero ya no llora. Memoriza los distintos matices de las pupilas de Alicia, toda esa confusión de colores y sombras, como si lo mejor de la luz permaneciera en sus retinas, alumbrando por dentro la sangre de su hermana.

Decime quién va a ser tu hijo.

Vos vas a estar ahí pa’ verlo.

Niega con la cabeza. A Alicia se le hace un nudo en la garganta, pero se reincorpora y baja la vista. Sabe que él la está viendo, los ojos negros, grandes, la intimidan, siempre la intimidaron.

Vas a llevarlo al monte, dice. Van a cazar patos, le vas a enseñar a manejar. Me lo vas a devolver intacto. Se va a hacer grande, lo vas a ver haciéndose grande. 

Permanecen tendidos uno al lado del otro mirando el techo, escuchando los ruidos de la casa. Es vieja y la madera y las tejas crujen, como si alguien caminara en todos esos sitios polvorientos donde antes solían esconderse. No son sólo fantasías, escuchan pasos, voces, se sobreponen unas sobre otras. Los vecinos tocan la puerta, dicen sus nombres. No hacen nada, se quedan tendidos allí, rodeados de oscuridad y calor, esperando.

                                                                                                ***

Son niños y se persiguen en una inmensa piscina vacía, y corren y él cae y comienza a llorar, tiene la rodilla raspada.

No es nada, no seas maricón, dice ella.

Se pone de pie y la mira muy serio, con el rostro contraído. Ella le limpia las lágrimas con su vestido. A él le cuesta caminar. Ella lo ayuda. Los niños dejaron de correr y miran en silencio cómo lo lleva de vuelta a casa. No los dejarán entrar. Habrá vecinos curioseando y su padre con su nueva mujer los estará esperando sentado en la acera. Ellos harán preguntas pero nadie les dará, durante esa noche, una respuesta directa. Él camina con dificultad, ella lo ayuda, él se apoya en uno de sus hombros. Jadea. Esconde el dolor, hace como si no estuviera ahí, mordiéndole la rodilla.

                                                                                                  ***

Muchos años después de esa noche crucial, un auto con la ventanilla derecha destruida se hunde en las profundidades de una laguna. Tiene los faros prendidos, desciende lentamente hasta golpear el fondo. La luz es débil. Durará unas horas y luego se extinguirá por completo sumiendo ese rincón del mundo en la más completa oscuridad.

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