Por Marcelo Mellado* Julio 9, 2014

© Paloma Valdivia

El padre solía contarles el mismo cuento, aunque con leves variaciones, para que ellas se durmieran. Se trataba de un torito muy fornido y hermoso, que vivía en un campo chilote, y que tenía por afición recorrer el campo cantando alegremente y entretener al resto de los animales con su canto y su buen humor. Además, junto a otros animales, con los que era muy amigo, un chancho, un cordero y un caballo, tenían un conjunto de música ranchera, que es la que más se escucha en los campos, y se encerraban a ensayar en el establo. Al torito cantor le encantaba recorrer el campo oliendo las flores y comiendo algunos frutos, como manzanas y murtas. Era también amigo de las gallinas, de los patos y los gansos, con los que a veces compartía en el ciénago, que era un lugar con un muy buen pastito porque con las mareas entraba el mar que lo fertilizaba, y también estaba lleno de pájaros. Incluso era amigo del perro pastor que trabajaba en el campo conduciendo a las ovejas.

Los animalitos que más se entretenían con el torito y sus amigos eran las vaquitas. Frente a las niñitas nunca les decía vacas, se obligaba al uso del diminutivo. A veces bastaba con eso y se dormían; en otras, sobre todo cuando arreciaba el viento que las asustaba, porque hacía sonar la madera de la casa con un chirrido espeluznante, el relato se extendía con derivaciones que podían ser muy inverosímiles. La historia solía continuar con un patrón que no estaba contento con el desempeño del toro en el campo, porque como se dedicaba solamente  a entretener a los animales no hacía su trabajo como correspondía, es decir, no cubría a las vacas o lo hacía muy poco, porque estaba casi todo el tiempo cantando y paseando alegremente por el campo. Campo que incluía, además de los potreros y las casas, un espeso bosque, una laguna y una orilla de mar en la que veces se bañaba en el periodo de verano.

Las niñas solían interrumpirlo para preguntarle qué significaba cubrir y el padre les respondía que era cuando el toro depositaba una semillita en el potito de las vaquitas. Y ellas quedaban conformes, porque el padre rápidamente desviaba el relato. Las niñas, también, le pedían al padre tararear algunas canciones que el torito cantor interpretaba con su banda de animalitos. Y el padre improvisaba un par de temas relacionados con la siembra del trigo y la cosecha de papas.

El patrón, entonces, tomó la decisión de deshacerse del torito cantor, porque un animal así no le servía para la producción de leche y de terneros. Se le escuchó decir que usaría el sistema de inseminación artificial, que era poner las semillitas con una especie de jeringa larga que se introducía por el trasero de las vacas, reemplazando al torito cantor; todo eso debía explicarles frente a la solicitud de explicación.

El patrón simplemente vendió al torito cantor  a unos comerciantes de animales que lo llevaron a la feria de Puerto Montt para su venta. Cuando esto aconteció, el campo entró en crisis porque las vaquitas se entristecieron de tal manera que no dieron más leche, las gallinas no pusieron más huevos y las ovejas se negaron a dar lana, y para colmo los caballos no se dejaban montar por los trabajadores del campo y se negaron a realizar la más mínima labor agrícola. Era como si estuvieran en huelga. La crisis fue tal que el patrón temió por el futuro del campo y se arrepintió de su decisión, porque la evidencia era incontrarrestable. Y sus propios colaboradores y vecinos lo convencieron de traer de vuelta al torito cantor para restablecer el orden. Lo que no fue para nada fácil, porque hubo que ir a buscarlo a la feria de Puerto  Montt en el momento en que el torito cantor iba a ser vendido para el matadero.

Las niñas interrumpían constantemente esta parte del relato preguntando por la palabra crisis, labor agrícola, huelga y otras muy abstractas. Además, se trataba del momento del clímax y eso implicaba tensión ambiental. Las niñas recordarían más tarde algunas melodías que el torito cantor cantaba y los instrumentos que cada animal interpretaba.

Pero también querían saber cómo estaba y cómo se sentía el torito cantor en esa situación, y de la transformación del patrón que se compadeció tanto de él al verlo tan triste y solo, tan desvalido fuera de su hogar que no pudo contener una lágrima. Tuvo que participar en un remate para comprarlo de nuevo. Y el padre tuvo que explicar lo que era un remate. No serían las únicas explicaciones que el padre debió dar a sus hijas cuando tuvo que abandonar el campo y partir al pueblo, porque los proyectos cambian y hay que emprender viaje, dijo. Y había tanto que explicar, pero no tuvo relato para eso.

El padre entendía que los relatos no sólo son para hacer dormir a unas niñitas, sino, sobre todo, para justificar acciones de los adultos. Por eso cuando tomó el bus intercomunal que debía dejarlo en el pueblo sintió un desgarro profundo que atesoró en su memoria dolorosa y no miró atrás. Les había dado un beso mientras dormían y ésa fue la despedida.     

Con el tiempo debió explicarles palabras como proyecto y ruptura, y el mundo siguió creciendo entre ellos irremediablemente. El cuento ahora eran explicaciones más largas y tediosas que contenían las razones de la salida del campo, del tema familiar y de temas productivos no resueltos. ¿Cómo relatar un proyecto de vida fallido, aunque Maturana diga que todo error es posterior? El padre pensó, con esa angustia presente que quiere corregir la memoria, que hubiera sido más económico, en todo sentido, partir al exilio que irse a una isla al fin del mundo a vivir una vida apacible, con valores comunitarios que, a estas alturas, eran una estafa dado el egoísmo y la paranoia que imperaba.

El padre es un proveedor y punto, lo demás da lo mismo. Esa afirmación se le impuso en la cabeza al mismo tiempo que intentaba cruzar el canal en día de temporal, improvisando empresas y trabajos entre las que se incluía la de profesor, que era su profesión original y que despreciaba profundamente. El golpe artero de la ingenuidad cayó sobre él; con la sensación de habitar en un mundo de abusadores y pillos que hacen de la astucia el valor supremo. Por otro lado, sabía que no podía quejarse ni instalar ese relato, como base de su experiencia futura, las cosas eran así y punto, y había que aprender a funcionar con la sensación del fracaso.

El relato del torito cantor seguía funcionando  bajo la lluvia, la que seguiría cayendo mucho tiempo más. Las niñas todavía mantenían la experticia aprendida en labores del campo, por lo que no les costaba nada hacer fuego y manipular el hacha en otros lugares en donde les tocó habitar. Los asados y las sopas de mariscos las compartían cada vez que podían. Ellas por su lado mantenían una pasión animalística que iba más allá del tema posmoderno de la mascotería, ellas administraban gatos y perros, pero con una técnica que daba cuenta de su origen sureño e insular, en que perros y gatos formaban parte de un sistema de trabajo familiar.

Las niñas le hacen comprender que su queja es inútil, que él no supo moverse en un ambiente familiar predecible. En la práctica le corrigen el relato y lo instan a regular los tonos del mismo. Quizás lo querían hacer comprender que el torito cantor podía volver y el campo debía ser aún el gran proyecto. Es decir, las gallinas seguirían poniendo huevos en invierno, gracias al trigo y un brasero estratégico puesto en medio del gallinero, y las ovejas se dejarían esquilar sin sobresaltos. La más pequeña le regaló, poco antes de irse, un brote de mañío que encontró al borde de una quebrada, muy cerca de la casa de la abuela. La niña más grande recordaría que poco antes de la partida ella le dio el heno a las vacas lecheras en el establo. Ambas acciones pretendían sellar el campo como eje familiar.

El padre no volvería más al campo, porque nunca pudo recuperar el aroma tribal de la comunidad familiar; era incapaz de neutralizar sus zonas de amenazas, constituidas, fundamentalmente, por las presencias que las madres ilusorias crean en los huecos ulcerosos que dejan las ausencias patógenas. Y debió recurrir a esa metáfora para mitigar esa violencia que provenía de las orfandades sistémicas que produce el orden familiar.

Y las niñas lo supieron entender. Y una de ellas volvería en trance nupcial a recorrer los potreros de su infancia y la otra construiría la memoria patrimonial del magisterio rural. Todo esto en el marco de una fragilidad endémica de las redes afectivas, aunque eso mismo permitiría la consagración de una estética de los trazados que conducirían directo al corazón. A esa conclusión llegarían al reencontrarse en un almuerzo familiar en su casa del puerto de Valparaíso, en donde el padre se recluyó, y en el que volverían a revisar el relato del torito cantor que como monarca de una tierra indómita gobernaba un espacio productivo, según los dictados del cariño y la filialidad, y el respeto por un entorno bajo amenaza. Era un maldito héroe.

El torito cantor

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