Por Hernán Ronsino* Mayo 28, 2014

© Paloma Valdivia

Yo era austríaco. Un campesino austríaco de cincuenta años. Trabajaba en los alrededores de una pequeña aldea a orillas del río Dyje. Vivía con mi mujer: Yhuj. Por distintas razones no tuvimos hijos. Lo intentamos varias veces. Una vez, Yhuj quedó embarazada. Recuerdo que en el coito se retorció de un modo extraño. Fue una sutileza que ni siquiera ella percibió. Lo noté en el brillo de sus ojos. Pero al cuarto mes de embarazo, una madrugada, tuve que llevarla en la camioneta hasta la casa del médico de la pequeña aldea. Huton, se llamaba el médico. Era gordo y alegre. La noche estaba cerrada. Llovía de a ratos. Cuando golpeé la puerta, el doctor Huton apareció riéndose. Masticaba algo y se reía. La risa del doctor Huton se confundía con los truenos. El doctor hizo acostar a Yhuj en una camilla. Los dolores de Yhuj se percibían como la electricidad que largaba la tormenta sobre las montañas. Huton iba y venía. De pronto dijo algo en latín y salió. Entonces entró una enfermera. Pero la sangre no paraba. Ya era muy tarde. La hemorragia, finalmente, se llevó a nuestro hijo. Las manos ensangrentadas de la enfermera me enfurecieron. Mi mujer estaba desvanecida. No podía permitir perder a mi mujer. Yhuj dormía como los muertos pero todavía no estaba muerta. La cargué en mis brazos y corrí hasta la camioneta. Después de atravesar caminos sinuosos, oscuros y brutales - casi atropello a un zorro - llegamos a la casa de F.. La hija de F. era estudiante de medicina. Vivía en Viena pero, por esos días, estaba de visita en la casa de sus padres. Ella pudo detener la hemorragia y evitar que Yhuj se desangrara. (Pensé en una muralla hecha con bolsas de arena: como las que se usan para los desbordes de algún río). Recuerdo el té, silencioso, que tomamos después en la casa de F. Una serenidad absurda. La hija de F. cada vez que sorbía me miraba a los ojos. Estábamos sentados alrededor de la cama de Yhuj, que parecía muerta pero todavía no estaba muerta. Dos años después de eso, Yhuj, recuperada, fue la que pidió que lo intentáramos de nuevo. Nos montábamos una y otra vez. Yhuj se removía en el coito pero nunca vi aquel brillo. Yhuj no quedaba. Entonces nos ganó la desazón. Y pasamos a otra etapa. Ella se refugió en las plantas. Yo en el trabajo con la tierra. Esa obsesión tácita nos fue distanciando físicamente. Éramos como hermanos. Hasta que ella empezó a demostrar desprecio por mí. Y me lo hacía sentir. Me lo representaba con dos o tres gestos. Una noche me lo dijo: Te desprecio. Y se encerró en un cuarto que funcionaba como depósito. A mí me resonaban sus palabras. La idea del desprecio era más fuerte que cualquier freno moral. La idea del desprecio me cabalgaba por el cuerpo. Me hacía latir el corazón, como un caballo desbocado. Me hacía sudar. Entré al cuarto donde estaba Yhuj. Ella se dio vuelta y me miró asustada (limpiaba las hojitas de un bonsái; arrastraba un algodón contra la superficie, breve, de la hojita). Se asustó porque me vio atravesado por una idea. La idea del desprecio. Bastaron dos golpes para matarla -creo que el tercero fue innecesario contra el borde de una mesa-. El doctor Huton, asomado por la ventana, lo vio todo. No entiendo por qué se reía mientras anotaba en una libreta. Era el año 1937.

                                                            

                                                                                    ***

Yo era, entonces, además de austríaco, un asesino. Y, por eso, ahora estaba preso en una cárcel a orillas del río Dyje. No me agobiaba la muerte de Yhuj. Eso funcionaba más bien como un alivio. Me agobiaba la conciencia del encierro. ¿Qué se hace cuando no se tiene nada que hacer en un espacio, además, reducido? ¿Qué se hace cuando al propio cuerpo y al propio tiempo lo gobiernan otros? Mi compañero de celda, J., había matado a un policía en una pequeña aldea del sur. Y ahí estaba convertido en un agujero negro. En una anulación del tiempo y el espacio. Sin vida. Pasaba los días acostado, dándome la espalda, y escarbando con la punta del dedo índice el revoque de las paredes. Comencé a escribir, entonces. Una frase por día. Después una página. Hasta que mi cabeza no pudo dejar de pensar en otra cosa. Escribía sin parar. Me dolían las manos. Y muchas veces, después, cuando leía lo escrito no entendía mi propia letra. La voracidad de la escritura me llevaba a un estado de desenfreno. Recién a los dos meses hubo una calma. No es que dejé de escribir. Hubo una calma. Veía con más claridad el horizonte de las letras. Dejaba que los pensamientos se enredaran solos, sin tanto apuro. Así fue que concebí una idea. J., mi compañero de celda, sería el héroe de mi historia. Me estimulaba su personalidad hermética y a la vez cercana. Y además que J. no sospechara nada de mí: por ejemplo, que escribía sobre él. Esa relación extraña de interés y desinterés me impulsó a trabajar de manera sistemática. De manera incansable. Planifiqué cinco tomos de quinientas páginas cada uno. El primero lo terminé después de tres años de trabajo. Y en lugar de sentir saciedad, la voracidad por la escritura se multiplicó. Cuando me liberaron, acababa de terminar el último tomo -el más extenso, cerca de setecientas páginas, y el que más tiempo me había llevado-. La vida fuera de la cárcel no era muy distinta a la vida en la cárcel. Vivía en una cabaña rodeada de nieve a orillas del río Dyje. Los perros salvajes se acercaban hasta el fuego. Había un perro, en especial, con los ojos azules que me provocaba dolor. Un día vi cómo ese perro de ojos azules mataba a un pájaro. No tardó en comérselo. Dejó un charco de sangre en la nieve. Así pasaron los días, el tiempo. Y los cinco tomos, inéditos, seguían guardados en una caja de madera, en el entrepiso de la cabaña. Una mañana, que contemplaba la mirada fría y cristalina del perro, sonó el teléfono en la cabaña -había olvidado que tenía teléfono- y corrí. Del otro lado, un editor desde Turín me exigía esos manuscritos. Decía que los debía ceder a su editorial. Que debía publicar los cinco tomos. Y que, en especial, el último tomo era una obra de arte. Pero que no se entendía sin los cuatro precedentes. Volé en avión. Llegué a un despacho en Turín. Me recibió un hombre calvo, con olor a talco y sudoroso. Pronto supe que era el editor. Me dio un cheque y un ejemplar impreso del primer tomo. Dijo, con una sonrisa de compromiso, que se lo dedicara. Así fueron saliendo los libros. Mientras salían, circulaban por el mundo, yo contemplaba los ojos de ese perro: el modo, sigiloso, en que cazaba a los pájaros, dejando el charco de sangre sobre la nieve. Cuando los cinco tomos se terminaron de editar, una organización de lectores griegos me propuso como candidato al premio del Rey. Una mañana de frío, el doctor Huton y su enfermera aparecieron en mi cabaña. Cuando vi a la enfermera, no sé por qué, busqué al perro de ojos azules pero no lo encontré. Huton informó que me acababan de dar el premio del Rey. Después de dos días de viaje llegué a las puertas de un castillo. Un asistente del rey me hizo entrar y recorrer senderos circulares. El sol golpeaba cada tanto en los vidrios. Veía, mientras caminábamos, la pequeña mugre adherida en las junturas de las ventanas. Entonces el asistente sumamente nervioso me acomodó el moño y las solapas del frac. Y abrió las puertas. Un auditorio colmado aplaudía. El rey me esperaba en el centro, junto al micrófono. Sonriente me entregó la pluma de Oro. Ahora, dijo, usted podrá escribir con libertad. Hubo aplausos cuando el rey terminó. La pluma me pesaba. Tuve que hablar. Por primera vez en mi vida tuve que hablar. Lo primero que balbuceé fue que había matado. Y mi crimen era una cantera agotada. Por eso mismo ahora me siento seco. Dyje, recordé, quiere decir inerte. Hubo un silencio desesperado. Semejante al de los pájaros comidos por el perro. Yo maté, repetí, como matan los reyes. El rey detuvo a los guardias con solo alzar una mano. El rey perdió la sonrisa. Pude irme. De regreso, en una aldea italiana, vendí la pluma. Con ese dinero compré palomas. Por las tardes, me entretenía tirándolas al perro de ojos azules. Las destrozaba, cada vez, con una técnica mejorada.

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