Por Patricio Jara Mayo 20, 2014

© Paloma Valdivia

                                        Hubo un año en que jugué quince meses (Franz Beckenbauer)

La única vez que vi pelear a mi papá fue en una cancha y fue en 1982. Ocurrió en el campeonato de viejos cracks de la Asociación de Fútbol Amateur de Antofagasta: un roce entre dos rivales, se suman otros por cada lado, hay empujones y de pronto alguien cae al suelo. Entonces llega el árbitro: tres expulsados y el alboroto termina ahí. El partido sigue.

Yo vi todo desde el banderín del córner, sentado sobre mi pelota. Allí me dejaba el viejo desde una vez que me puse cerca de un arco y casi me sacan la cabeza con un chute que salió desviado. El balón venía tan rápido que no tuve tiempo de esquivarlo. Mi papá salió de la cancha y llegó a verme.

“Cómo estás”, me preguntó.

“Bien”, respondí y él regresó al partido.

Iban perdiendo 2-1 y quedaban cinco minutos.

Mi papá jugó diez años en Unión Bellavista y luego se cambió a Unión San Martín. Se fue de un día para otro y a varios del UB eso les molestó, o más bien los ofendió. A mí nunca me dijo nada al respecto. Pero lo supe porque una vez le hizo un comentario a mi mamá mientras lavaban los platos. Algo así como que la próxima temporada jugaría en el San Martín porque ellos iban a la cancha a divertirse y no para ser campeones del mundo a cualquier precio. Mucho tiempo después, cuando yo también empecé a jugar en una liga, entendí mejor sus razones: mi papá, que era defensa central por la izquierda, se había ido de su antiguo equipo porque no quería que lo putearan cada vez que les hacían un gol por su sector. Además, él nunca reprochaba a los delanteros que fallaban frente al arco ni a los volantes que perdían una pelota en la salida ni menos cuando el arquero daba algún rebote y le dejaba la pelota servida a un delantero contrario.

Una vez me dijo algo al respecto:

“Que nadie te putee, que nadie de tu equipo te venga a retar si te equivocas... sólo el entrenador”.

Eso me quedó grabado. No putear ni dejar que te puteen. Por eso las veces que alguien me dijo algo, mi respuesta a todo efecto fue una sola:

“Juega callado, conchetumadre”.

A muchos de los viejos que fueron sus compañeros de equipo los volví a ver luego de su muerte: en la calle, en la feria, en una ferretería. Pese a los años, los reconocía, les hablaba y les decía quién era; y los trataba de “tío” y siempre me despedía con un beso en la mejilla. Es raro saber que hay gente que conoció a tu papá o a tu mamá antes que tú y vivió con ellos cosas de las que quizás nunca vas a enterarte.

Uno jamás podrá conocer todo sobre sus padres. Se tarda un poco en aceptarlo. Por eso cuando veía a estos señores con los que alguna vez el viejo compartió camiseta y camarín, me daban ganas de preguntarles cómo fueron sus años de juventud, pues más de alguna vez le pedí a mi papá que me contara sus aventuras de niño, pero nunca conseguí mucho, apenas cinco o seis cosas fragmentadas: cuando fue monaguillo de la parroquia cerca de su casa; cuando dejó la escuela para trabajar repartiendo diarios y luego bebidas en un camión de la CCU y luego hizo los mandados en un bazar; cuando a los quince jugó waterpolo en el antiguo muelle fiscal y estuvo en una selección juvenil de Antofagasta; cuando a los dieciocho entró a trabajar al puerto y ahorraba plata para viajar a Santiago a ver los hexagonales donde venía el Santos de Pelé; cuando a los veinte iba al balneario municipal con sus amigos durante todo el verano y cuando a los treinta vio por primera vez a mi mamá.

Ésa es la historia. No hay mucho más. Uno cuando niño no pregunta tanto como se supone. Las mejores preguntas vienen después y a veces es demasiado tarde, a veces no hay nadie que las responda. Por eso durante varios años, cuando me topaba con sus viejos compañeros, sentía el deseo de preguntar, aunque de pronto los miraba, los veía cansados y, al final, no me atrevía. Como sea, todos envejecieron mejor que mi papá y, hasta donde sé, todos, o casi todos, aún están vivos.

No recuerdo cuál fue el último domingo que él se levantó temprano para ir a jugar fútbol. Es probable que sus compañeros tampoco lo recuerden, aunque más de alguno haya tratado de hacerlo el día que llegaron a su velorio.

Durante todos estos años muchas veces me he despertado con una imagen en la cabeza. Es más bien una secuencia que comienza con la cancha 3 del estadio Regional y su tierra seca como costra. Allí íbamos cuando yo era niño y él aún era joven y jugaba todos los domingos y todo el partido y apenas tomaba agua en el entretiempo.

A la cancha siempre llevábamos una pelota profesional, una del cinco y de cuero de verdad. Mi papá la cuidaba muchísimo. Incluso cuando iba a la carnicería pedía un poco de grasa para echarle a los cascos y que así no se pelara.

Mi papá le pegaba fuerte. En muchos partidos de la AFA, cuando había alguna situación de peligro para su equipo, lo vi mandar la pelota al otro lado del muro que separaba la cancha de las casas del vecindario.

“Eso es lo que siempre debe hacer un defensa que está apurado”, decía. “Reventarla, echarla fuera sin asco”.

Otras veces me explicaba cómo salir a marcar a las bandas.

Decía:

“Que se lleve la pelota, que se la lleve nomás por la línea, pero que no le quede para su perfil, porque así nunca podrá sacar un buen centro. Hay que llevárselos para la raya hasta que se les acabe la cancha... y si te engancha, si te hace una finta, lo bajas, le dejas el pie y se acabó”.

Decía:

“Y no tienes que ser rápido todo el tiempo. Es mejor que estés bien parado y sepas esperar a tu delantero. Esperarlo... y mirar siempre hacia los lados para estar en línea con tus compañeros... y si te quedas de último, ojo con tu arquero... pídele que te hable, que te grite”.

Decía:

“Hay que atacar la pelota. Si viene el balón y estás con tu marca, métele cuerpo, sácalo con el hombro. Aprovecha que eres alto. ¿Y qué haces después? Hay que salir jugando con el compañero, con el lateral, siempre sale con el lateral. Quitas y entregas, quitas y entregas. No es necesario nada más”.

Decía:

“Y si no tienes a nadie cerca, control con el borde externo, uno, dos, tres toques, levantas la cabeza y sacas el remate con el empeine, con los cordones. La pelota siempre sale derecha si le pegas con los cordones. Siempre sale derecha”.

Después de una hora pateando, mi papá me invitaba a un refresco.

Yo pedía una Nobis de frambuesa.

Él pedía una Lautaro.

Yo eructaba.

Él también.

No sé cuándo fue la última vez que salimos juntos a la cancha a pelotear. De seguro ocurrió antes de que jubilara a los cuarenta años como operador de grúas eléctricas en el puerto y comenzara a tomar más de la cuenta. Salía todas las mañanas a buscar pega sin encontrar nada. Había trabajado toda su vida en algo demasiado específico. Entonces pasaba a la fuente de soda. Tiempo después simplemente se iba directo a la fuente de soda.

Es una larga historia que hace un tiempo conté en una novela. Digamos que también contaba otras cosas, pero todos se fijaron especialmente en las partes en que hablaba de él y de lo que le pasó.

Lo importante, en todo caso, fue que de pronto al viejo se le olvidó que los domingos en la mañana había que ir a la cancha, que en la tarde había que encender la radio y en la noche esperar los goles en la tele. Nunca más. Cero interés. De hecho, es probable que el último partido que vimos completo haya sido cuando Chile le ganó 3-2 a Brasil por la Copa América de 1993.

Después pasó el tiempo, se puso peor y vino la noche cuando despertó quejándose de molestias en el estómago y le dieron convulsiones camino al baño y mi mamá llamó a una ambulancia.

El viejo quedó con daño neuronal producto de una hemorragia que tuvo en la sala de Urgencias. Un daño moderado, eso sí, aunque de todos modos le hizo perder parte de la motricidad: desde ese día hubo que ayudarlo a bañarse, ayudarlo con la comida, afeitarlo. Además, su cuerpo envejeció como si le hubieran echado una maldición. Comenzó a adelgazar y sus piernas se pigmentaron y se llenaron de escamas a causa de la falla hepática. Había que humectarlas con crema tres veces al día. Así fue apagándose paulatinamente.

Gran parte del verano de 1998 lo pasó en cama.

Todo ese tiempo estuve a su lado. Le echaba colonia Agua Brava, le daba un poco de jugo de manzanas cocidas y le acomodaba los cojines. Escuchábamos radio o veíamos los partidos de fútbol que daban en el cable, pero no era capaz de aguantarlos completos. Se dormía y despertaba dos o tres horas después y ni siquiera recordaba que habíamos estado viendo un partido. Le pasó con el amistoso de Chile contra Inglaterra en Wembley, en febrero de ese año. Aquel día el viejo se perdió el primer gol de Marcelo Salas y yo se lo tuve que contar. Él me miraba con los ojos bien abiertos al describírselo. No me creía: Acuña retrocede para Sierra y éste, desde la mitad de la cancha, le mete un pase largo a Salas, entonces el Matador deja atrás al central inglés y a la entrada del área amortigua con el muslo izquierdo y remata con la misma pierna.

Él: “¿Cómo que con la misma pierna? Es imposible”.

Yo: “Papá, Salas la acomodó con la izquierda y mandó el chimbazo con la izquierda”.

Él: “No, pues. Acomodas con una y le pegas con la otra”.

Yo: “Sí, pero acá fue todo con la misma pierna... y le pegó con los cordones”.

Él: “Chamullento”.

Hasta que terminó el partido y dieron las mejores jugadas. Pero de nuevo se quedó dormido el muy carajo y tuve que esperar hasta la noche para demostrarle que no lo estaba palanqueando.

Esa palabra siempre ocupaba él: palanqueando.

Yo: “¿Viste? ¿Viste? ¿Viste?”.

El viejo miraba la imagen. O al menos yo veía sus ojos puestos en el televisor, pero era como si de pronto el fútbol fuese un deporte de extraterrestres. Ni la gesta más grande parecía despertarle una emoción o un comentario de asombro.

Aunque en una de las cientos de veces que mostraron el gol en los días posteriores sí dijo algo.

Algo como esto:

“Mira al defensa que va con Salas: cuando la pelota viene en el aire, él va retrocediendo de espalda, se da cuenta de que no llega y gira, pero ya es tarde”.

Mi papá habló con su tono de voz de siempre, como si nunca hubiera tenido esa hemorragia que lo tumbó, como si nunca hubiera dejado de ser el papá que yo quería tener.

A la mañana siguiente despertó con fiebre. No comió ni tomó jugo de manzanas cocidas y tuvimos que llamar al doctor.

Lo internaron.

Nunca más volvió a casa.

Con el tiempo escuché varias historias sobre ese partido en Wembley, algunas bastante sabrosas. Pero siempre, por sobre el gol y por toda la gloria de esa noche en Inglaterra, ha estado la cara de mi papá durmiendo profundamente mientras todo Chile se volvía loco con el 1-0 de Salas.

La novela de la que hablaba apareció quince años después de aquel partido en Wembley y quince años después de la muerte de mi padre. Por eso que cuando Chile volvió a jugar con Inglaterra, en noviembre de 2013, y volvió a ganar 2-0, ahora con dos goles de Alexis, fue imposible no recordar esa tarde de verano en Antofagasta, porque hoy ya no vivo en Antofagasta y tengo dos hijas pequeñas. Justamente con ellas vi el último partido. Los tres recostados en mi cama. Aunque eso más bien es un decir: la menor estaba más atenta a los juguetes que había traído desde su pieza y la mayor, que entonces aprendía a contar y a sumar y a restar, obviamente miraba la pantalla aunque más interesada en el avance del cronómetro en una esquina que en el juego mismo. Yo le decía que sesenta segundos son un minuto y que sesenta minutos son una hora cuando cayó el primer gol de Alexis y ellas gritaron gol, alborotadas por las exclamaciones del relator Claudio Palma y por el barullo del vecindario. Pero al poco rato se aburrieron, se bajaron de la cama y se fueron a jugar al living. Antes de irse, la menor, que tiene dos años, masculló algo de lo que sólo entendí «papá» y se fue corriendo tras su hermana. Yo me quedé ahí, y salvo por una frase que de pronto dije en voz alta (“te lo perdiste de nuevo”) vi el resto del partido en silencio.

Relacionados