Por Julián Herbert* Mayo 14, 2014

© Paloma Valdivia

Para Carlos Amorales

1

Nos trajeron bajo promesa de que practicaríamos. Nuestra habilidad es el estudio de escenarios criminales. La presente escena, sin embargo, se ha vuelto un laberinto.

Primero, porque la casa fue purificada. En vez de los tradicionales patrones de salpicadura roja, hay manchas blancas en muros y pasillos. Un polvo de alba cubre también el mobiliario, los lavabos, la cocina… Es como si una familia se hubiera desangrado en un baño de cal.

Segundo, porque no tenemos claro quiénes somos, qué autoridad nos permite estar aquí, en qué momento concluirá nuestra labor. Ni siquiera nos conocemos. Una vaga actitud científica nos sirve de salvoconducto mientras fotografiamos un rincón a detalle o recolectamos evidencia en alguna de las habitaciones, rozándonos unos a otros con el hombro. Sólo eso nos une. A diferencia del velo de claridad que cubre el perímetro de la indagación, nuestra identidad es muy oscura.

Tercero, porque estamos sitiados por la música. No nos deja salir ni al jardín. Para enterarnos de dónde está -y así ocultarnos de ella- es menester espiarla a través de los visillos. Salvo que algunos de nosotros dudan de si en verdad son visillos esto que cubre las ventanas. Lo consideran evidencia: otro patrón de la salpicadura blanca cuya hemorragia lo penetra todo.

Algunos piensan que somos espectros: víctimas de un asesinato atrapadas para siempre en el domicilio particular de su extinción. Otros, en cambio, opinan que ojalá fuera tan sencillo: ojalá no fuésemos testigos de cargo sino meros fantasmas. Así no tendríamos que dormir cada noche hacinados en el piso, ejecutando malabares cuyo objetivo es la salvaguarda de la asquerosa evidencia que, casi invisible, pende de los muros. No tendríamos hambre, sed o sueño. No sudaríamos ni apestaríamos tanto. No pasaríamos las tardes llenando formatos y más formatos con caligrafía diminuta. El único indicio de que tal vez hayamos muerto es que nos reconocemos al borde de la vesania; estar loco es lo más parecido a ser un espanto.

   

2

La música nos odia. Por eso es diferente cada día. La sentimos palpitar en los jardines arbolados. Ignoramos la distancia que media entre éstos y la calle, así que no nos atrevemos a cruzarlos, porque ¿y si la música nos parte en dos antes de alcanzar la banqueta?... Si al menos fuera monótona, ya la habríamos superado. Pero no. A ratos se articula como una percusión de acero, un golpeteo o tablilleo que inunda marcialmente las recámaras y baños con una lluvia ligera y afilada. A veces vibra igual que el rasgueo de un bolígrafo sobre papel quinientas veces amplificado: un punzón trazando notas directamente en nuestro cerebro. En otras ocasiones, las más amenazantes, es un rosario de teclas que pende de los árboles. Un bosquecito de pianos ahorcados. Si pudiéramos escuchar uno solo de esos pianos a la vez, seguramente lo disfrutaríamos aun a sabiendas de que se trataba de un cadáver. Pero oírlos al unísono es como sumergirse en arenas movedizas hechas de aire.

3

Alguien está contaminando la evidencia. No podía ser de otro modo. Llevamos demasiado tiempo (no sabemos si son horas o días) habitando el objeto de nuestro método científico. El contacto degrada toda forma de control. Nuestras pisadas y las huellas de nuestras manos en los barandales deben diferenciarse con exactitud de las marcas dejadas por quienes originalmente habitaron esta casa. Tenemos que hacer un esfuerzo superior a la lógica para no confundir nuestra frustración y angustia con la identidad de las víctimas. Se trata de un principio intelectual agotador.

Somos humanos: de vez en cuando nos solazamos en gestos inútiles. La otra vez, entre la basura (pese a haber sido purificada con patrones de salpicadura blanca, la casa guarda todavía un monumental acervo de basura), encontramos una caja de cartón con cientos de peonzas de plástico transparente. Suponemos que algún niño (tal vez muerto: uno que fue asesinado entre estos muros) las coleccionaba. Dejamos de lado pinzas recolectoras, cámaras fotográficas y escuadras milimétricas, y nos sentamos en el piso a girar las peonzas. Las vimos danzar bajo nuestras linternas. Hicimos apuestas. Hasta que la habitación donde jugábamos quedó, en términos forenses, hecha un muladar.

A otros investigadores les ha dado por aspirar o fumar el polvo blanco que cubre la cocina. Raspan la sustancia con una cucharilla o una tarjeta bancaria, trazan líneas heladas sobre la mesa o la estufa, inhalan a través de billetes enrollados… Dicen que eso les permite tolerar la interminable jornada de trabajo en la que estamos inmersos. Pero no les creemos. Incluso hemos llegado a preguntarnos si no serán infiltrados: homicidas que se mezclaron entre nosotros con la misión de drenar la sintaxis a esta escena del crimen. Convertida en polvo, la salpicadura blanca pierde su dimensión de mapa. Deja de contarnos una historia para convertirse en un flujo volátil, inestable: algo capaz de penetrar nuestro organismo. Una entidad que se asemeja terriblemente a la música.

4

Un anciano paseaba en el jardín. Alguien dijo que quizá sería uno de los nuestros, uno cuyo desquiciamiento había evolucionado lo bastante como para convencerlo de salir al aire libre y desafiar los colmillos de la perra música que nos sitia. Era una hipótesis improbable: no existen científicos de semejante edad y catadura que realicen trabajo de campo. Todos ellos se mantienen a buen resguardo en sus cubículos. Somos nosotros, los más torpes y jóvenes, quienes son enviados a recabar las muestras que cimientan la mezquina genialidad de sus maestros. Así que no. Además, y a diferencia de nuestros turbios andares, el anciano aquel se desenvolvía entre las palapas y las plantas del jardín con obscena soltura, como si en vez de caminar se desplazara en círculos a ras del aire, al son de la música -que en esa ocasión resultaba particularmente odiosa: un insistente pitido de línea de teléfono ocupada con gruñidos por lo bajo y explosiones superpuestas- y, además, sonreía: las arrugas de su rostro semejaban esas muecas que los niños fabrican a manera de juego pellizcándose los párpados y las mejillas. Sonreía aun mientras giraba sobre su eje con los brazos abiertos, en el momento en que una rama se desprendió de un tronco y, con la precisión y la vitalidad elocuente de una cuchilla industrial, lo despedazó. No vimos sangre: sólo fragmentos de piel y de órganos que, asépticos a la distancia, fulguraban como el látex.

Alguien afirmó que nuestro deber, en tanto empleados del área médica forense, era salir al jardín, recuperar los pedazos del cadáver y fijar aquella escena como parte del entorno que nos fue comisionado. Alguien más soltó una carcajada. El resto nos alejamos de las ventanas y, en silencio, volvimos a arrobarnos con el torneo de peonzas plásticas que se venía desarrollando en una de las habitaciones.

5

Decidimos, por votación unánime, desmantelar esta escena del crimen hasta que no quede piedra sobre piedra. Es un proyecto sin fundamentos ético y jurídico, mas insuflado de una lógica perfecta: destruir el inmueble es la única estrategia plausible para evitar seguir degradando sus signos con la metodología de la observación. Empezamos sin un plan preconcebido: aspirando el polvo blanco que se asentaba en la cocina. Seguimos luego restañando accidentalmente los pisos con torneos sucesivos de peonzas transparentes. Se acabó el bastimento y proseguimos la tarea devorando en secreto la cal de las paredes. Hasta que uno de nosotros se paró en medio de la sala y gritó: Basta ya: hay que hacer un proyecto para la demolición, no podemos dejarnos gobernar por el caos. Fue a partir de entonces que trazamos diagramas, repartimos martillos, cinceles y pinzas, y procedimos a abatir meticulosamente cada cristal y muro.

Será un arduo proceso. Quizá nos tome el resto de la vida, y si no, al menos lo que sobra de la jornada laboral. Es un plan arriesgado por lo que tiene de violento, pero comporta el consuelo secundario de que la destrucción posee su propia música y ese tañido nos aísla de la tonada nauseabunda que despide el jardín. Pronto seremos libres: cuando los muros se derrumben y los techos de la escena del crimen que indagamos cedan y, por fin, nos aplasten la cabeza.

Da vergüenza confesarlo pero estamos satisfechos. Algo nos dice que nuestra ciencia empieza a transformarse en una religión. Y todas las religiones precisan de rituales.

Informe blanco

Esta es una sección presentada por:

Relacionados