Por Rodrigo Fresán Mayo 7, 2014

© Paloma Valdivia

La vida sin nosotros es el programa de televisión favorito de Fin y lo emite el canal de televisión favorito de Fin: el History Channel. No es que Fin desprecie los dibujos animados y otros productos enfocados a gente de su edad. Pero Fin prefiere los documentales. Prefiere, le dijo una vez, “la parte real” a “la parte inventada”. No hace mucho, Tom lo tentó con ir de viaje a Disney World y, para su sorpresa primero y admiración después y enseguida orgullo de padre, la respuesta fue: “Papá: Disney en la tele y en el cine, pero Disney en la realidad, por favor, te lo pido, no quiero”.

Y, entre las muchas formas y especies de la realidad, Fin parece preferir la realidad alternativa de La vida sin nosotros y sus variaciones sobre el área de una catástrofe producida no por acción del ser humano sino por lo contrario: por su súbita falta de acciones, por su ausencia.

Lo que se cuenta y se muestra y se narra en La vida sin nosotros no es exactamente la parte real, pero tampoco es la parte inventada.

Lo que se cuenta y se muestra y se narra en La vida sin nosotros es la hipótesis de lo que le sucederá a nuestro planeta una vez que nosotros, de golpe y sin aviso, hayamos desaparecido sin dejar rastro ni cuerpo ni ruinas humeantes. Cuando Fin se lo explicó, él decidió ver, al menos, un episodio para comprobar que no se tratase de alguna forma subliminal de prédica de la escatología cristiana creacionista-fundamentalista. Pero no. Por suerte, todo muy darwiniano y serio y documentado y, sí, realista: testimonios apasionados pero racionales de ecologistas, ingenieros, geólogos, arqueólogos y climatólogos teorizando, en un crescendo de vértigo, lo que sucederá con todo lo que dejamos atrás -animales y estructuras y paisajes- luego de que nosotros hayamos pasado para ya no volver. Y lo cierto es que la estructura y mecanismo de La vida sin nosotros tiene algo de adictivo, produciendo en el espectador la necesidad de una dosis cada vez mayor de una droga llamada ausencia. Porque en La vida sin nosotros la cosa es así: cada uno de los episodios explica lo que va sucediendo con todo lo que hemos dejado detrás un día después de nuestra partida.

Y luego dos y tres y diez días.

Y así hasta alcanzar los mil y los diez mil y los dos millones de años.

Esta afición de Fin por lo apocalíptico más pasivo y agresivo (sumada a los dibujos que hizo en su escuela, cuando la maestra le pidió que retratara a su familia y en los que el niño sólo entregó los trazos casi blancos de una casa vacía; luego de otro dibujo, para Semana Santa, ¿alguien puede explicarle a Tom qué hace su hijo en un colegio religioso?, donde se apreciaba a Jesucristo en la cruz,pero en lugar de INRI se leía OVNI) llevó, de inmediato, a consultas con pediatras y psicólogos. El diagnóstico especializado (que a él le pareció de una simpleza y vulgaridad ofensivas) concluyó que “el pequeño, que además tiene esa particularidad que es la de ser un hijo tardío”, estaba expresando “el deseo inconsciente de que, ante el fin del matrimonio de sus padres, absolutamente todo terminara”. En una reunión de padres, él no dudó en proponer su teoría que, por supuesto, inquietó aún más a la maestra y arrancó a su ex esa mirada de ojos cerrados con fuerza. Está claro que sus argumentos en cuanto a la diferente percepción del futuro en los niños de hoy (porque ya viven en el futuro y no les interesa la fantasía clásica de cohetes o computadoras por lo que prefieren proyectarse mucho más lejos, a la terra incognita de una nueva prehistoria, explicó) fueron  tan cautamente recibidos como prontamente descartados mientras, podía sentirlo, la maestra pensaba “Ahá… ahora entiendo qué es lo que le sucede al pequeño”.

 “A nosotros dos, a mi hijo y a mí, nos gusta mucho la ciencia-ficción”, se excusa él mientras su ex intenta ayudarlo pero no lo suficiente; porque enseguida aclara que fue él y no ella quien contrató para que cuidara a su hijo, entre los cuatro y cinco años, a “la chica esa tan pero tan fea que estudiaba antropología cósmica o algo así y que todo el tiempo se la pasaba hablando de encontrar pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas y cosas por el estilo. Ya no trabaja más para nosotros, por supuesto”.

Y la verdad es que la chica le había caído muy bien a Tom. Y a Fin también. Y él sintió mucho despedirla. Y una vez, a través de una puerta entreabierta, los había escuchado conversar, a Hilda y a Fin. Sobre las nuevas teorías en cuanto a la edad del universo y su fecha de vencimiento, sobre las probabilidades de que alguna vez una familia de meteoros chocara contra la Tierra y nos borrase del mapa como a los dinosaurios. Y a Tom le gustaba tanto escuchar a su hijo hablar, cómo habla, utilizando inexplicables muletillas cuasi decimonónicas como “supongo yo”, “más bien diría que”, “ahora que lo mencionas”, “acaso te refieres a” y “una cosilla:”. Tom se pregunta de dónde sale todo eso. Pero está seguro que lo de Fin no puede tener que ver con su muy limitada exposición, ya se dijo, a los cartoons de moda. Tom vio algunos junto a Fin -Bob Esponja, Phineas & Ferb, South Park, Los Simpson y su favorito: Monsters vs Aliens- y le sorprendió la potencia alucinógena y su delirio zapping de referencias: estaba claro para Tom que sus jóvenes y multimillonarios creadores habían tenido juventudes marcadas por los muchos canales en sus televisores y las drogas de laboratorio y las guerras relámpago, del mismo modo que sus antecesores directos (La Pantera Rosa o El Coyote y el Correcaminos) había fumado mucho en la no resolución circular de Vietnam, o sus padres (Mickey Mouse, Bugs Bunny, Tom & Jerry) habían sido buenos muchachos desembarcando en Normandía y recibiendo en paracaídas alcohol y cigarrillos. Y Tom otra vez se descubre pensando como nunca pensó que pensaría, como si otro pensara por él o le dictara qué pensar. Y se pregunta si a su hijo no le pasará lo mismo: si su hijo no será una especie de altoparlante de una civilización interplanetaria y… Ahora sí que piensa como él: porque la ciencia-ficción siempre fue lo suyo y, de un tiempo a esta parte, para la madre de su hijo, otra de las posibles malas influencias contaminando a Fin.

Y es posible que Fin no sea normal.

Pero no que sea peor. O tenga problemas.

A veces, observándolo sin que Fin se dé cuenta, Tom tiene la inquietante y difícil de explicar sensación de que Fin sabe-algo-que-él-no sabe. La experimentó no hace mucho, cuando salían juntos de un cine. Iban corriendo por la calle, bajando las escaleras del metro, trotando por el andén a una velocidad de la que Tom nunca se hubiera creído capaz de alcanzar y, con una insospechada gracia y eficiencia, saltaron dentro del vagón justo cuando la puerta se cerraba. Ya sentados y rumbo a casa (él tan satisfecho con su hazaña, memorizando día y hora y nombre de la estación, haciendo historia) no pudo evitar el decirse a sí mismo y en silencio, con un escalofrío, algo así como “Probablemente ésta haya sido lo última vez que mi cuerpo me permita hacer algo así”. A lo que -como si pudiese oír claramente la frecuencia secreta de sus pensamientos- Fin, apretándole la mano, le dijo: “No lo creo”.

 O aquella otra vez cuando, mirando el escaparate de una librería, vieron un pequeño juguete de hojalata. La figura de un hombrecito con sombrero llevando una maleta. Fin lo miró por unos segundos y le dijo con una voz que parecía venir de muy lejos y como si -como cuando se dobla una película a otro idioma- no encajara del todo en el movimiento de sus labios: “Ese hombrecito es lo que tienes que poner en la portada de tu próximo libro. Es más: ese hombrecito también tiene que ser el protagonista de tu próximo libro”. Sonriendo, Tom le aclaró que no era escritor sino músico. A lo que Fin corrigió: “Eso es aquí, Papi; pero en otro de los muchos pliegues del espacio-tiempo eres escritor. Y eres muy feliz con mamá. Y mamá es muy feliz contigo. Y yo uso gafas”.

 Y ya es de noche. Y hay que volver pronto a casa porque falta poco, cada vez menos, para que empiece La vida sin nosotros.

La parte inventada

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