Por Alberto Fuguet // Fotos: GettyImages Marzo 2, 2018

Desde un tiempo a esta parte que tengo lazos no del todo claros (aunque sin duda intensos, supongo) con el mundo de lo gourmet. O de la comida. Me produce curiosidad. Mucha. Es acaso la manera de medir el zeitgeist o el estado de las cosas. Me impacta cómo algo que era tan básico y pedestre hace un par de décadas se ha vuelto un tema. Y qué tema. No me siento un foodie (los nerds-geeks-fans de la comida, los que viven para comer, no los que comen para vivir), pero me atrae-intriga y sin duda me produce morbo y fascinación el tema de los chefs-como-dioses y la comida-como-experiencia-religiosa o, para ser más preciso, la idea de que la comida es el nuevo arte.  No tanto por pasarme cinco-días-a-la-semana en restaurantes (¿vamos a Lima a comer?; ¿conoces Okinawa, la mejor picada de ramen del hemisferio sur que está en Angelmó?) o a la caza de productos “nuevos” (mozzarella di bufala, mantequilla de maní, sal rosada de los Himalaya) o cocinando ensalada-de-pera-con-nueces-y-queso-roquefort (la hago muy bien, ojo), sino por estar atento a la masa crítica que ha aparecido alrededor de lo que algunos en el hemisferio norte han rotulado como el movimiento foodie y que, para tildarlo de un modo, se podría definir como La Obsesión Culinaria.

Ugly Delicious explora en cada capítulo no sólo un plato, sino ideologías, prácticas, culturas, hábitos y ciudades. Celebra la comida y a los chefs, pero no los fetichiza, y deja claro que no toda la comida celestial se sirve en restaurantes con 3 estrellas Michelin.

La comida se ha vuelto el nuevo rock. Hace rato. Esto no es novedad. El mirar la comida de otro modo (hipster, artístico, posero, orgánico, vegano, refinado) ha permeado desde La Vega, las picadas, los pasillos de los supermercados (¿en qué momento se reemplazaron las papas fritas por betarragas horneadas?), las cuentas de Instagram (el food porn), la televisión (desde Cocinando con Mónica hasta programas estelares con concursos de chefs-como-gladiadores) y el imaginario en general. El cine también ha caído, pero son las series las que generan más conversación (real, digital, social) sobre el tema culinario.

¿Es, como dicen, la nueva moda?

El término gourmet murió por elitista; ahora se puede comer bien y sofisticado en el Persa BioBío; si bien claramente la pasión por la comida está ligada y entrelazada con el dinero, el gran logro es que todos creen que está más ligada al refinamiento, a la tradición y al buen gusto. Tal como la moda, no es un asunto de gasto, es un tema de actitud. La comida superó ser una moda y aún no pasa de moda.

Genera más ruido y fascinación y atención (esto es clave: que lo popular se interese en ti) de las revistas que la propia industria de la moda. ¿El diablo utiliza sal rosada de los Himalaya? Si se actualizara la formidable El hilo fantasma acaso ¿no sería acerca de un chef mediatizado y sobreexpuesto que le ha dado un nuevo significado a las chalotas caramelizadas y que transforma a una chica que atiende en el Wendy´s en su musa? La literatura, por desgracia, no logra convocar tanto la imaginación de las masas. Algunos libros, sí. Harry Potter, sagas juveniles, Cincuenta sombras..., pero Netflix no hace documentales acerca de escritores del Este Europeo o representantes oscuros de la Nueva Novela Negra ni ha movido un dedo por comprar los derechos para llevar la vida de aquellos que conforman la nueva camada de Bogotá39 a sus pantallas.

Admiro a los que cocinan y sé que es una habilidad no menor y, por cierto, un acto creativo. El arte no siempre tiene un eco; la comida alimenta, sana y seduce casi de inmediato. Lo que no tengo tan claro es si, como me bombardean por los medios, es un arte y los chefs son los nuevos poetas. ¿Es el guapillo-delgadito Virgilio Martínez del sobrevalorado restaurante Central un antipoeta a la altura de Nicanor Parra? Basta ver cómo lo idealizan-mitifican los medios y la serie Chef´s Table (fui al Central y fue la peor estafa de mi vida; no se puede comparar con el chef nikkei  Mitsuharu Tsumura del Maido en la misma Lima o cualquier local de Gastón Acurio). Lo que sí es impresionante es la capacidad que ha tenido el movimiento de hacernos creer (de hacerles creer a muchos) que una ida a un restorán con muchas estrellas equivale a pasear por el Louvre. Ahora, como idea es divertida, genial, remecedora: los grandes chefs son los nuevos artistas y la comida bien preparada es el Octavo o Noveno Arte. Que esto, sea verdad o no, se discuta o se ponga en duda,  ya es un triunfazo del movimiento internacional foodie.

La semana pasada me devoré (quería usar ese verbo: devorar) Ugly Delicious, la nueva serie documental de Netflix a cargo del chef punk americano-coreano y gordito David Chang, que logró su merecida fama por reinventar los fideos y transformar en platos cool lo que su mamá inmigrante cocinaba y que provocaba la burla y el bullying de sus compañeros americanos blancos de la Virginia profunda. Chang está detrás de un miniimperio llamado Momofuku y es el menos esnob y más accesible de los chefs estrellas. De hecho, pone en jaque la moral Chef´s Table y los excesos que se han cometido.

Vi esta nueva serie, centrada en tacos y pasta, pollo frito y barbacoa, comiendo, picando, cocinando entre capítulos, bajando recetas y mirando ofertas de pasajes a Tokio y Copenhague y, por cierto, a Módena, donde está el mejor restaurante del mundo: Osteria Francescana del chef Massimo Bottura (que jugó un papel clave en la serie Master of None de Aziz Ansari).

Luego de ver esta provocadora, seductora, global e híbrida serie, ingreso al mundo según Chang (donde incluso se fija en Taco Bell y Domino´s Pizza) y terminé de ver (la había dejado abandonada) en la misma plataforma Netflix el resto de la primera temporada de The Mind of a Chef, narrada por Anthony Bourdain, y centrada en el muy pop y centrado y viajero David Chang (soy un fan acérrimo). Luego seguí viendo dos temporadas más y quedé prendado de una chef llamada Gabrielle Hamilton, dueña de un restorán en Manhattan llamado Prune, y autora de Blood, Bones & Butter, unas notables y premiadas memorias que deseo leer. Tema aparte o paréntesis: es impresionante la cantidad de buena literatura, más ligada a la crónica o la autoficción, que ha producido el estallido culinario y la elevación de la comida al nivel de la nueva plástica o la poesía instantánea. Hoy, escribir de comida o ser crítico gastronómico se ha vuelto el puesto deseado. En Ugly Delicious participa en un capítulo Jonathan Gold, el crítico gastronómico de Los Angeles Times que ha renovado la forma de reseñar comida y ha centrado más su pluma en food carts de inmigrantes ilegales que elegantes restoranes. Ruth Reichl escribió en tres tomos sus memorias culinarias luego de ser la crítica-que-se-disfrazaba en The New York Times, puesto que luego se lo dejó a Frank Bruni, que saltó del brócoli-con-algas a ser el principal columnista político.

Ugly Delicious explora en cada capítulo no sólo un plato sino ideologías, prácticas, culturas, hábitos y ciudades. Cuestiona e intenta poner en entredicho las cosas como son. Chang teme a las tradiciones y todo lo que no sea mezcla. Duda si la comida italiana es, en efecto, mejor que la coreana y celebra más la cultura gastronómica de Houston que la de Nueva Orleans porque la primera ciudad se deja permear por las influencias de los vietnamitas mientras que la ciudad que una vez fue francesa ahora cuida sus tradiciones de una forma que casi roza lo histérico y hasta lo xenofóbico.

Ver a David Chang dudar, cuestionarse, experimentar y poner en jaque la idea del chef como artista es algo jugado. Sobre todo porque ha sido Chef´s Table la que ha logrado mitificar a niveles casi obscenos la idea del chef como estrella y la narrativa de que los grandes chef siguen la misma trayectoria de los pintores, poetas, escritores, cineastas y músicos (“al final encontré mi voz...”, “... mis raíces son lo que me aterriza...”). Ugly Delicious es el hashtag que utiliza Chang en su Instagram cuando come algo rico que no está presentado de manera tan bella como aparecen los platos en, digamos, Chef´s Table. Ugly Delicious celebra la comida y a los chefs, pero no los fetichiza, y deja claro que no toda la comida celestial se sirve en restaurantes con 3 estrellas Michelin. Dos momentos claves: un Thanksgiving en la casa de los padres de Chang y una cena de amigos preparada por René Redzepi y su mujer en la cocina de su casa en Copenhague. Chang no se deja influenciar por los influencers y no se queda en sus laureles, sino que sale al mundo a seguir explorando y cuestionando y remixeando y adaptando platos. Quizás no sea un artista, pero se acerca. O quizás lo adecuado sería decir: más que ser artistas, algunos chefs —quizás aquellos que valen la pena, los que hacen historia— ponen en práctica hábitos y el modo creativo de lo que uno espera de un artista que cree que lo importante es el camino más que la meta. Chang y sus amigos —y en aquello en lo que se fija— hacen eso y ve arte en bistrós chic y en la manera como mujeres mayas hacen tortillas o cochinitas pibil en Tulum. Ugly Delicious no fetichiza la comida ni a los chefs, pero celebra el acto artesanal y, por sobre todo, eleva como debe ser la idea de cocinar para otro, acaso uno de los actos más bellos y generosos y emotivos que, la verdad sea dicha, muy pocos artistas logran.

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