Por Evelyn Erlij Enero 19, 2018

Las abuelas rabiosas —señoras cascarrabias de desdicha eterna— son estereotipos que aparecen en muchas historias familiares. Todos tenemos por ahí, en algún rincón del árbol genealógico, alguna pariente senior que recordamos por su mal humor y sus gruñidos. Vistas a la luz de hoy, lo más probable es que se trate de protofeministas, mujeres de alas cortadas que quisieron libertad, pero se sometieron a las normas de su época. Jóvenes ambiciosas obligadas a casarse con hombres que no amaban, forzadas a tener sexo, recluidas en los pocos metros cuadrados de una cocina. Esposas enamoradas, pero atrapadas en un hogar; mentes brillantes condenadas a hervir pañales en vez de estudiar o trabajar. Esas abuelas rabiosas son hijas de la frustración y madres de una ira que terminó por engendrar el feminismo de los años 60 y 70.

“La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa”, afirma la escritora estadounidense Vivian Gornick (1935) en su libro de memorias Apegos feroces, un relato visceral sobre la relación tormentosa que tuvo con su madre, Bess, una mujer de gran inteligencia y conciencia política que, como la mayoría de sus coetáneas nacidas a comienzos del siglo XX, sacrificó sus deseos intelectuales por una familia y se resignó a ser dueña de casa con una amargura que terminó por envenenarla. Publicado en 1987 y traducido en 2017 por la editorial Sexto Piso, el libro es un testimonio de la infancia, adolescencia y adultez de quienes, como Gornick, fueron parte del movimiento feminista de los años 60 en Estados Unidos.

La frustración une a las voces femeninas de estos libros, de la misma forma en que hoy se forjan redes virtuales cuyo motor es la indignación. Más allá de todas las discusiones, lo que prevalece en cualquiera de estas posturas es la necesidad de empoderarse y alzar la voz.

Instalada junto a sus padres en un edificio de inmigrantes ubicado en el Bronx, la autora creció en un ambiente puramente femenino, donde los hombres eran figuras fantasmales que aparecían y desaparecían para ir a trabajar. El paisaje cotidiano estaba poblado por mujeres irascibles pero solidarias, dedicadas a trenzar lazos entre ellas para hacer frente al tedio, la pena y la soledad. Los recuerdos de Gornick están llenos de historias delirantes: vecinas que entran y salen de su casa aullando tragedias domésticas, esposas enamoradas hasta la locura, señoras que fantasean con maridos muertos o con suicidarse cuando estos las obligan a ir a la cama.

Entre ellas está su madre, una mujer que pasa el día quejándose por su vida vacía. La relación entre ambas es feroz, como lo sugiere el título del libro, casi como si Bess le sacara en cara todo el tiempo que ella y su hermano son la razón de su destino truncado, pero los lazos entre ambas son irrompibles, igual que el tejido que se crea en el universo femenino del edificio: las vecinas no tienen muchas libertades, pero cuando la cotidianeidad se convierte en una pesadilla, escribe Gornick, se tienen a ellas y a las redes de compañía que han urdido. Esta imagen no es nueva: desde la antigüedad, las mujeres han creado entre sí vínculos de apoyo que sostienen el tejido social al interior de las sociedades patriarcales.

“Las mujeres nunca han parado de ‘tejer’ y lo continúan haciendo a través de las diversas asociaciones y redes sociales, que en la actualidad tienen en Internet la red de redes”, escribe la investigadora española Ana Guil Bozal en la revista sobre feminismo Asparkía. Ese fenómeno es visible hoy, por ejemplo, en los movimientos Ni una menos, #MeToo y Time’s Up, estos dos últimos iniciados tras el estallido en Hollywood del caso del productor Harvey Weinstein, denunciado por acoso sexual. La proliferación de testimonios de personas afectadas por casos similares creó una suerte de comunidad virtual de miles de mujeres que no eran necesariamente feministas militantes, sino ciudadanas unidas por la impotencia.

Esa rabia —nacida de la desigualdad, de agresiones cotidianas, de la represión sexual— es la fuerza que unía a las madres, hijas y vecinas del universo de Gornick, y también es la llama que enciende el manifiesto feminista Teoría King Kong (2006), de la escritora francesa Virginie Despentes (1969), un libro explosivo que desapareció de circulación y que este mes reeditó Literatura Random House. El momento no podía ser mejor, como escribió hace unos días la autora peruana Gabriela Wiener en el New York Times: “Despentes y otras feministas nos enseñaron (…) a no victimizarnos, a desobedecer en minifalda para que la noche siga siendo nuestra, desafiando el hecho de que la mitad de las mujeres en el mundo han sido violadas alguna vez”.

 

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La escritora de Teoría King Kong, que se hizo famosa con la novela Fóllame (1994) —una historia violenta sobre una prostituta y una actriz porno—, se acercó al feminismo bastante después de haber sido agredida sexualmente a los 17 años. Ni ese episodio ni el hecho de ser mujer, asegura, le impidieron vivir “como un hombre”, es decir, con libertad total. “Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad”, apunta. Luego explica: “Durante años, estuve a millones de kilómetros del feminismo, no por falta de solidaridad o de conciencia, sino porque, durante mucho tiempo, ser del sexo femenino no me impedía hacer gran cosa”.

Tras adaptar al cine Fóllame y ver cómo la película era censurada por mostrar un abuso sexual, la autora despertó: cuando una mujer quería abordar el tema de la violación, era silenciada. Ella misma vivía en el mutismo: nunca se había atrevido a llamar “violación” al acto que sufrió. Teoría King Kong nace en parte de esa reflexión, y aunque trata otros temas, como la pornografía o la maternidad, muchas de las lectoras que se acercaron a Despentes tras su publicación fueron mujeres violadas que le agradecieron el gesto solidario de compartir su experiencia, algo que ya le había pasado con Fóllame. “Todos los traumas tienen su literatura. Pero ninguna mujer después de haber pasado por una violación había podido utilizar el lenguaje para hacer de esa experiencia el tema de una novela”, escribe.

El manifiesto —que dedica a “las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas (…), todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”—  se convirtió en un libro de culto para las nuevas generaciones criadas en la era de internet, principal cuartel de la lucha feminista de hoy. “Desde hace un par de décadas las ciberfeministas (…) tejen y destejen identidades y viejos tópicos, en un intento de hacer del ciberespacio un lugar habitado y habitable también por y para las mujeres”, escribe Guil Bozal, quien dice que estas, a lo largo de la historia, se han dedicado a crear redes alterativas para vivir y sobrevivir al interior de las sociedades patriarcales. La “solidaridad femenina” nace, tanto en Apegos feroces como en Teoría King Kong, como una respuesta a la rabia de sentirse ciudadanas de segunda categoría, mujeres que —cada cual en su contexto histórico— no tienen la libertad que desean en sus vidas.

En ambos textos, con sus personajes lejanos a los estereotipos femeninos dulces, atractivos y serviles, se reafirma el hecho de que la identidad de género —en palabras de la teórica del feminismo Judith Butler— es una ficción cultural que no viene dada por la naturaleza, sino que se aprende y se construye y, por lo mismo, se puede deconstruir. En las memorias de Gornick, una madre hastiada de la opresión masculina inculca a su hija el deseo de libertad, la cría para emanciparse y le traza un nuevo destino al inscribirla en la universidad. En el manifiesto de Despentes, la autora se define “más bien King Kong que Kate Moss”: agresiva, ruidosa, gorda, brutal, hirsuta y viril, es decir, todo lo que no se espera culturalmente de una mujer.

La frustración une a las voces femeninas de Apegos feroces y Teoría King Kong, de la misma forma en que hoy, en medio de este “sismo feminista”, como se le ha llamado, se forjan redes virtuales cuyo motor es la indignación. El disenso —como lo prueba el feminismo y sus corrientes diversas— es condición para cualquier cambio social, y más allá del ruido causado por el manifiesto de las 100 francesas contra el movimiento #MeToo, firmado entre otras por Catherine Deneuve, lo que prevalece en cualquiera de estas posturas es la necesidad de empoderarse y alzar la voz. En ese sentido, la lectura de Gornick y Despentes le da a este boom feminista una potente perspectiva histórica: hace décadas que las mujeres están reclamando lo mismo.

Los dos libros funcionan como relatos de historia social, como una “historia de las mujeres” contada desde abajo, desde las vivencias de personajes femeninos “más deseantes que deseables”, como dice Despentes; de protagonistas que toman conciencia de las trabas impuestas por una sociedad machista opresora. “Estamos tan habituadas a pensar en nosotras como un par de mujeres desdichadas e incompetentes”, se lamenta Gornick. Vista en perspectiva, esta literatura femenina de la infelicidad, del descontento, de la rabia, es otra forma de hilar redes: texto, del latín textus, viene del verbo textere, que significa tejer. En estas narraciones no se trata sólo de hilvanar escenas, sino de urdir revueltas, de tramar cambios. Lo dijo Virginia Woolf: “El primer deber de una mujer escritora es matar el ángel del hogar”.

 

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