Por Evelyn Erlij Diciembre 15, 2017

Thomas Bernhard (1931-1989) era un hombre contradictorio. Despreciaba a la burguesía vienesa, pero adoraba codearse con las grandes familias, con los dueños de apellidos poderosos y fortunas desmedidas. A partir de su relación con los Wittgenstein, el clan al que pertenecía el famoso filósofo de nombre Ludwig, creó las novelas Corrección (1975) y El sobrino de Wittgenstein (1982), y de su amistad con los Lampersberg, una pareja formada por un pudiente compositor y su mujer, nació Tala (1984). Que Bernhard —por entonces uno de los autores más importantes de la literatura europea— se inspirara en alguien real para sus personajes no era siempre un halago: su escritura punzante era de temer. Sus obras eran sarcásticas, ácidas; negras como su humor. Pobre el que se peleara con él. Los Lampersberg lo hicieron. Y la venganza del escritor fue Tala.

“Lo que Bernhard encontró oculto en su nación fueron tendencias nacionalistas, nazismo y xenofobia, males que hoy crecen con fuerza en Europa. Es por eso que ahora los artistas deben radicalizar sus voces”.

El 29 de agosto de 1984, poco después de que la novela fuera lanzada en Austria, Bernhard vio desaparecer de las librerías todos los ejemplares de su libro. En él criticaba la hipocresía y banalidad del medio cultural austríaco con una historia simple y mordaz: un tal compositor Auersberger y su mujer invitan a cenar a la elite artística más snob de Viena para, supuestamente, recordar a Joana, una actriz que se acababa de suicidar. A Gerhard Lampersberg, ex amigo y mecenas de Bernhard, el asunto le sonó familiar: todo lo que narraba el autor había ocurrido, incluyendo el suicidio de una amiga mutua de nombre Joana. Al reconocerse en el texto, interpuso una querella criminal por injurias y la novela fue prohibida. En la Feria del Libro de Frankfurt de ese año, Bernhard fue implacable: Austria es un país demoníaco, dijo, una nación gobernada por una “ideología pequeñoburguesa, católica y nacionalsocialista”.

Treinta y tres años más tarde, en tiempos en que Europa se carga hacia la derecha extrema, las palabras del escritor cobran nueva densidad. “La situación actual es cada vez más similar y más amarga que la que describió Bernhard en Tala”, explica el director polaco Krystian Lupa (1943), uno de los genios del teatro contemporáneo europeo, quien visitará Chile en enero para presentar su adaptación de esta novela en el Festival Santiago a Mil, los días 17, 18 y 19 en el Municipal de Santiago. “Lo que el autor encontró oculto en su nación fueron tendencias nacionalistas, nazismo, xenofobia y, en especial, antisemitismo, males que hoy crecen con fuerza en países como Polonia y con el apoyo de las autoridades. Es por eso que, en estos días, los artistas deben radicalizar sus voces”.

No es azar que Lupa sienta tanta afinidad con Bernhard: Polonia y Austria son dos de los países europeos donde más se ha enraizado la ultraderecha en las últimas décadas y, por lo mismo, se trata de dos lugares donde el arte ha debido tomar posición. En la época de Bernhard, el compositor Gerhard Lampersberg —una suerte de gurú en torno al que gravitaban escritores como él y Peter Handke— representaba lo opuesto, es decir, la figura del artista que abandonó el compromiso político para sobar el lomo del Estado y entregarse a las comodidades del sistema. De ahí la actualidad del problema que plantea Tala: hoy, el peligro del arte, ha dicho Lupa, es que se prostituya con la política; es la amenaza del conformismo, la influencia del mundo privado y público a través del dinero, es la tendencia a caer en lo snob.

“Comparto con Bernhard la rebeldía, la costumbre de llevarles la contra a las actitudes generalmente aceptadas. Comparto su opinión sobre el papel negativo de la religión y la Iglesia en el mundo actual. Me es muy cercano y, al mismo tiempo, cada uno de sus textos me provoca conflictos. Esa era, creo, su intención”, explica el director, quien ha montado trabajos de Bernhard desde 1992, cuando presentó la obra La calera, seguida de Ritter, Dene, Voss (1996), Immanuel Kant (1996), Extinción (2001), La paz reina en las cumbres (2006) y La plaza de los héroes (2016). Aunque ha trabajado con autores diversos —desde Dostoievski y Nietzsche hasta Bulgakov, Gorki y Gombrowicz—, el escritor austríaco se convirtió en una obsesión.

“Bernhard sigue vigente por la disección minuciosa que hace de nuestra hipocresía cultural, por su forma de desnudar al hombre por fuera y por dentro, y por poner al descubierto los mecanismos sociales construidos sobre la mentira”, dice Lupa, por cuya trayectoria teatral, iniciada en 1976, ha recibido distinciones como la Cruz Austríaca al Mérito y la Orden Francesa de las Bellas Artes y Humanidades. “Lo que en Europa en las últimas décadas parecía ir avanzando hacia la apertura de espíritu y el progreso humanista, hoy está retrocediendo. Los jóvenes vuelven a encorsetarse en resentimientos y mentes estrechas. Lo que dijo Bernhard en Tala o en La plaza de los héroes es vívidamente actual. Cada día es peor. Es terrorífico”.

 

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Si Krystian Lupa prefiere adaptar novelas en vez de trabajar con obras teatrales, es por la libertad creativa que le permite ese ejercicio. Con Tala, por ejemplo, lo que hizo fue deconstruir y reconstruir el libro bajo una forma nueva, tal como lo hizo en su última pieza, basada en El proceso, de Franz Kafka. “Las novelas son un desafío más grande. Los autores de los dramas contemporáneos suelen pensar más en el teatro que en el mundo; todo lo quieren decir a través de los diálogos. La novela es una creación de la realidad y los mensajes más importantes se encuentran a menudo fuera de los diálogos. Eso me fascina: relatar en el lenguaje teatral lo que está fuera de los diálogos, o crear diálogos siguiendo las sugerencias e intuiciones del narrador”, dice.

Antes de dedicarse al teatro, Lupa estudió Física, se graduó de diseñador gráfico, estuvo dos años en la Escuela de Cine de Łódź y luego se enroló en una escuela de dramaturgia, aprendizajes que lo hicieron abordar el teatro desde una perspectiva libre y desprejuiciada, por ejemplo, manejando a su antojo el tiempo —Tala dura cuatro horas— y los silencios. “Recuerdo la frase de Andy Warhol: ‘Me gusta mirar las cosas y situaciones que parecen aburridas’. No podría estar más de acuerdo con eso. Si uno deja de ver los detalles que hay en cada segundo que pasa, pierde la sensibilidad, deja de sentir la curiosidad de mirar y el placer de la curiosidad. Cae en el vacío. Así miro el mundo yo. Creo que es mi fisiología”, explica.

“El artista no debe abandonar el sueño de crear un mejor camino para la humanidad. Pero, por otro lado, también es parte de lo que está sucediendo. Un artista es adivino y profeta del apocalipsis”.

El director polaco también adapta las novelas y realiza el diseño de la escenografía, la que en el caso de Tala tiene una función tan estética como narrativa: el salón donde se reúnen los invitados de los Auersberger está dentro de un cubo de cristal, una suerte de jaula de vidrio por la que el protagonista —un alter ego de Bernhard— y el público miran el comportamiento humano, como si los personajes, vanidosos y ególatras hasta el delirio, fueran animales de laboratorio. En una pantalla gigante, situada detrás del salón, se ven videos con recuerdos de la fallecida Joana.

“Lo que tomé de mi paso por el cine fue el poder que éste le da al narrador para acceder a la realidad y la idea de abordar al espectador de una manera emocional y sensual. El montaje, el cambio de puntos de vista, el uso de primer plano; todo eso son maneras distintas de manifestar el ‘Yo’. Busco posibilidades similares”, afirma Lupa, quien cuando estrenó Tala en Francia, en el Festival de Aviñón, fue elogiado por los críticos por la “locura de sus espectáculos, sobrios hasta la inmovilidad, intensos hasta la fiebre”. Esta obra, dice, es una “bomba lista para explotar”, un recuerdo de por qué hay que rescatar el personaje sulfuroso de Bernhard en tiempos en que la independencia artística aún corre el riesgo de ser “talada” por el establishment.

“Hoy, el camino creativo es una carrera contra una realidad bastante espantosa”, advierte el director, espantado por la realidad política de Europa, un continente enfrentado al brexit, a la ultraderecha, a la xenofobia y al drama de los inmigrantes. En ese contexto, dice, el arte no puede guardar silencio: “El artista no debe abandonar el sueño de crear un mejor camino para la humanidad. Pero, por otro lado, también es parte de lo que está sucediendo. Un artista es adivino y profeta del apocalipsis”. Tal como lo fue en sus días Bernhard. Tal como lo es hoy Krystian Lupa.

http://www.municipal.cl/entries/-wycinka-holzfallen-tala

 

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