Por Diego Zúñiga // Fotos: Cristóbal Olivares Noviembre 24, 2017

—Concepción es el viento, las aguas, el mar que no se ve pero que está presente. Es una ciudad policlasista, obreros, universitarios, pueblo (no clase trabajadora), pueblo, jazz, aromos, pintura, universidad, terremoto.

Concepción: el lugar donde comienza esta historia

 

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De la casa de infancia donde creció, en Concepción, Carlos Cociña (1950) recuerda dos detalles importantes, que de una u otra forma determinarían su futuro, su forma de mirar el mundo: era una casa donde había muchos, muchos cuadros de artistas del sur de Chile, una casa llena de pinturas que compraba su padre. Había también, cómo no, una generosa colección de libros dedicados al tema, y entre ellos, un ejemplar que contenía cien diapositivas con las obras más importantes de la historia de la pintura.

Lo que hacía, entonces, el padre de Cociña era reunirlo a él y a sus otros seis hermanos —y también a los amigos del barrio— en el living de la casa y les mostraba, a través de un proyector, esas cien diapositivas, esas cien obras, mientras les iba leyendo la historia de cada una de ellas: quién las pintó, cuándo, por qué, cómo. Un puñado de niños sentados en el living de una casa, viendo pasar frente a sus ojos la historia de la pintura.

la casa devastada - tapa—Era realmente alucinante —dice Cociña, sentado ahora en el living de su propia casa, un departamento ubicado en una calle pequeña y secreta a una cuadra del Metro Santa Isabel. En esta casa, en este departamento, también hay muchos, muchos cuadros —pinturas, grabados—, pero no son de pintores del sur de Chile, sino que son de sus hijos artistas —Joaquín y Vicente—, y también hay una generosa biblioteca, desperdigada por el lugar, donde resaltan, sobre todo, los libros de poesía, primeras ediciones muy codiciadas de autores que fueron sus amigos, sus cercanos, sus contemporáneos: Gonzalo Millán, Enrique Lihn, Juan Luis Martínez, Elvira Hernández, por citar los primeros nombres que se ven por ahí. También están sus libros, esos cinco libros que ha escrito durante su vida y que le han otorgado un lugar fundamental en la historia de reciente poesía chilena: desde el mítico Aguas servidas, publicado en 1981, hasta La casa devastada, el último, que acaba de aparecer por Alquimia. La creación de un mundo tan personal como intransferible. O mejor: el surgimiento de una mirada nueva, de un lenguaje que se escabulle y que transita, con absoluta libertad, por distintos registros. Una poesía que trabaja con materiales inesperados como textos científicos, tratados de anatomía, investigaciones sobre arquitectura y urbanismo, entre otros tipos de lenguajes que en manos de Cociña se convierten en poemas que parecen venir del futuro.

 

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Fue entre noviembre de 1964 y abril de 1965, lo recuerda. Carlos Cociña era un adolescente que pasaba un buen rato paseando por los pastos de la Universidad de Concepción, pues sus dos abuelos vivían cerca de ahí. Por eso lo recuerda perfecto: haber visto a través de las rendijas, durante varios meses, al mexicano Jorge González Camarena pintar el famoso mural de la pinacoteca. El impacto que le produjo ver el nacimiento de esa obra —como quien crea un mundo— no lo olvidó nunca.

—Fue importante crecer en Concepción, en esa época. Escuchar a Violeta Parra y al mismo momento a los Rolling Stones es algo que te produce… La estructura y los paradigmas que te forman son muy amplios.

“Estaba consciente de que Aguas servidas implicaba una forma particular de escritura”, dice Cociña acerca del libro que lo vinculó con la obra de Parra, Zurita y Juan Luis Martínez.

La ciudad en la que crece Cociña es una ciudad donde están ocurriendo y han ocurrido muchas cosas, sobre todo en la universidad: Violeta Parra estuvo ahí investigando, Gonzalo Rojas organizaba encuentros de literatura, Víctor Jara se presentaba en el foro de la universidad junto al grupo folclórico Cuncumén y Raúl Ruiz había pasado con los grupos de teatro experimental con los que se vinculó siendo muy joven. Era la ciudad en la que iba a nacer el MIR, de hecho.

Toda esa efervescencia, esa vida cultural y política, Cociña la recibe de una u otra forma, y se vincula a ella cuando ya entra a estudiar a la Universidad de Concepción. Primero, Derecho y luego se cambia a Licenciatura en Español, mientras escribe y lee y escucha música y sigue indagando en las artes visuales. Pero, entonces, vino el golpe.

—Fue como una guillotina. A todos les cortaron la cabeza. Unos se pusieron otra cabeza muy rápidamente, pero a todos nos cortaron la cabeza. Fue, efectivamente, un corte dentro de la percepción que uno tenía del país, que era absolutamente diferente. Piensa que cambia todo y que el panorama es que se pone al frente y en control de la situación a unos personajes que eran secundarios en Chile, como eran los militares —dice Cociña y agrega—: De pronto todo se transforma, con una crueldad que muestra que esta sociedad era capaz de producir ese horror. Creo que esa fue una de las cosas más duras que vivimos. Aparecen los grados de crueldad e inhumanidad, en ese momento marcado en los vencedores, pero no es marca exclusiva de ellos… Esa capacidad de deshumanizarse es una capacidad que si bien es cierto la ves en el otro, al mismo tiempo eres capaz de saber que tú podrías… con otras justificaciones podrías hacerlo… y eso es un cambio grande.

En La casa devastada, la mirada de Cociña nos lleva por un viaje desconcertante, en el que vamos contemplando las huellas de una catástrofe.

Toda esa violencia terminará desembocando en Aguas servidas, su primer libro de poesía, que publica en Concepción, en una época, 1981, cuando la poesía chilena vive uno de sus momentos más brillantes y desbordados. Una época en la que conviven poetas enormes como Enrique Lihn, Nicanor Parra y Gonzalo Millán, junto a una serie de jóvenes deslumbrantes, como Raúl Zurita, Elvira Hernández, Diego Maquieira y Soledad Fariña, mientras circulan los poemas de Rodrigo Lira, y Juan Luis Martínez ya es un pequeño mito tras haber publicado La nueva novela en 1977, un libro con el que la poesía de Cociña dialogará indudablemente hasta el día de hoy. Porque el proyecto de Cociña en Aguas servidas —cuyo título se lo sugirió Parra— fue trabajar con la crisis del lenguaje que se vivía en ese momento, cuando las palabras no podían dar cuenta de lo que estaba ocurriendo: “Se destapó la olla, ya no hay posibilidad de amedrentar y que se frene la ebullición de los condimentos que todos sabían que eran sepulcros blanqueados con cal, mientras el olor a muerte se despedía de todos los manjares, y el olor de la podredumbre sólo podíamos absorberlo/ con el leve/ matiz de los pastos de aquellos que estaban realmente abonando la/ tierra”.

O como anota en otro poema: “Pues todo aquello que callamos, nos fue sucediendo a cada uno de nosotros, con exactitud pasmosa, y al mismo tiempo que víctimas, cómplices en el silencio que tratamos de ocultar”.

 

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—La crisis del lenguaje es la única posibilidad de que el lenguaje funcione —dice hoy Cociña—. Tiene que estar en crisis, porque cuando se estabiliza se anquilosa y deja de ser lenguaje y se transforma en canon, y el canon es una forma de opresión.

Han pasado 36 años desde aquel debut memorable de Cociña y no ha dejado, en todo este tiempo, de trabajar con las palabras, de torcerlas, de cambiarlas una y otra vez de lugar hasta encontrar una forma, un decir.

—Estaba consciente de que Aguas servidas implicaba una forma particular de escritura, que no necesariamente era poesía, pero claramente no era narrativa, no era ensayo, eran construcciones…

“Siempre he evitado el yo en mi poesía. Eso es deliberado. Decir yo es mirar sólo desde aquello que te sirve”.

Y quizá por eso mismo, en estos más de 35 años ha publicado sólo cuatro libros más. Porque aquellas construcciones le exigen un trabajo intenso, de muchas lecturas y escritura.

—Esto, los libros, es como el vuelo de los estorninos o los cardúmenes: si miras en conjunto, se ven maravillosos, pero funcionan a partir de dos o tres parámetros que hacen que todo se mueva.  Lo que pasa individualmente no te das cuenta, pero cuando ves el conjunto, ves esa maravilla, pero en realidad trabajan con dos o tres reglas y con eso se hacen todos los movimientos. Un libro tiene que ver con eso. Yo trato de ver cuáles son esas reglas y voy poniendo cada estornino o cada pez, y funciona solo, pero para hacer eso al menos tengo que imaginar cada pez.

Hace unas semanas apareció Poesía cero (Descontexto editores), una antología de su obra, donde se pueden apreciar sus obsesiones y sus búsquedas. Una forma interesante de entrar en un proyecto que exige un lector atento, un lector curioso, pues una de las primeras impresiones que produce la poesía de Cociña es el desconcierto: “¿Es esto poesía?”, se pregunta uno, pues se encuentra con textos que podrían ser parte de un tratado de ciencias o de botánica, pero que acá, en este contexto, en manos de Cociña —o, más bien, tras pasar por su mirada— descubrimos en realidad su valor estético, una nueva dimensión: “En la corteza de los alerces bajan y están las noticias de lo que no se ve. Pasadizos de lo que está en todo y distinto lugar: Nada es lo que es, sino lo que aparece. Las letras estaban hechas desde el principio de los mundos”, anota en un poema de su libro Plagio del afecto, que apareció en 2010.

Desde ese año que Cociña no publicaba un nuevo libro. Hasta ahora, cuando ya empieza a llegar a librerías La casa devastada, su última y esperada obra.

 

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Como si fuera un ojo deslumbrado en el destello, la mirada de Carlos Cociña nos lleva, esta vez, por un viaje desconcertante, en el que vamos contemplando las huellas de una catástrofe, los escombros de una historia que quizá nunca terminaremos de comprender, pero que ahí, dispersa en este poema largo, que a ratos funciona también como un ensayo sobre la ciudad y su arquitectura, y a ratos se convierte en una novela inquietante, donde el paisaje
—o lo que queda de él— parece decirlo todo: “El amigo de mi padre se perdió en el bosque, a intervalos, lejos de la cuenca del lago del oeste, por el camino verde. Confundió puertas con ventanas, pedregales y el jardín del sur, cuando creció la ciudad en senderos colapsados de invierno. En el primer deshielo, volvió la fuerza del agua en el cruce de ríos, puentes, caminos, y en silencio, la sensación de abandono emerge en sueños, en búsqueda de preguntas”.

Quien habla —quien mira— lo hace con una distancia clínica que se triza por momentos, pequeñas grietas por donde un yo solapado se muestra silencioso. Es ahí donde adivinamos el corazón de una historia quebrada, la vida de un sobreviviente. “Entre las ruinas de un edificio nunca construido es posible descubrir los detalles casi invisibles de su destrucción”, anota en un momento. O cuando escribe: “No son posibles las palabras para mostrar los puentes en la noche, iluminados por las torres y los focos volantes. Aunque lo que se ve es una imaginación construida, tampoco ello cabe y menos se expande en los imaginarios verbales. Sólo la sensación de que eso parece estar allí, puede vibrar antes de que se emita sonido, o se configure una expresión. Los puentes están allí, innombrables, impávidos en constante movimiento”.

—Siempre he evitado el yo. Como quiero hablar desde mí, no puedo hablar de yo… porque mí soy yo y todo, y yo es una construcción en negación de los otros —dice Cociña y agrega—: Decir yo es mirar sólo desde aquello que te sirve.

En los libros de Cociña encontrarán, justamente, lo contrario: un deseo por indagar en otros mundos, en otros lenguajes, en otras vidas.

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