Por Evelyn Erlij Noviembre 3, 2017

En junio pasado, en una sala del Centro Pompidou de París, Boris Groys (Berlín, 1947) dictó una charla sobre arte soviético y proyectó sobre un telón una imagen extraña: Heinrich Himmler, líder de las SS del Tercer Reich, visita una celda ínfima para prisioneros que parece un cuadro del pintor abstracto Vasili Kandinsky llevado a la realidad. Del suelo emergen bloques pequeños de distinto tamaño que impiden el desplazamiento fluido; la cama está inclinada en un 20%, para que el preso resbale y el descanso sea imposible; en un muro cóncavo hay figuras geométricas que crean ilusiones ópticas y marean. La celda psicotécnica, ideada por el artista francés Alfonso Laurencic, era un mecanismo de tortura usado por los bandos de izquierda durante la guerra civil española y, de paso, una manera insólita de probar que el arte abstracto podía ser un instrumento peligroso. Himmler, el cerebro del exterminio nazi, quedó pasmado: esto es una prueba de la crueldad soviética, afirmó.

El ejemplo es radical pero elocuente: el arte vanguardista del siglo XX apelaba a imágenes simples y débiles —las figuras geométricas de Kandinsky, el “Cuadrado negro” de Malévich, el urinario de Duchamp—, pero tenía cierto poder e influencia sobre lo real. Era una máquina de destrucción de lo viejo, del statu quo; hasta podía llevar a un artista a la cárcel, como pasó en la Unión Soviética, un país que Groys conoció bien y donde vivió en los años 70, cuando estudió lógica matemática en la Universidad de Leningrado. En ese período se involucró con los miembros del arte inconformista, el arte no oficial perseguido por el Estado y, con los años, se convirtió en uno de sus teóricos principales. Al haber nacido en la zona comunista de Berlín, pasó a ser uno de los escasos filósofos y críticos de arte de fama mundial formados al otro lado de la “Cortina de hierro”, una experiencia que marcó de forma inevitable su visión de mundo.

“El arte actual tiene una aspiración: representar las actitudes políticas, éticas y estéticas que no encajan en lo mainstream”, explica Groys.

“La cotidianeidad soviética era muy diferente a la de Occidente. No había mercado del arte, pero había mucho arte produciéndose. Había poca comida en los almacenes, pero no en las mesas de la gente. Creo que mi lección fue: todo es cambiante, todo está en riesgo y nada está garantizado”, explica Groys desde Nueva York, ciudad en la que se instaló tras dejar la URSS y vivir en los años 80 en Berlín Occidental, donde terminó sus estudios de filosofía. Ese tránsito intelectual y biográfico entre dos mundos y dos ideologías atraviesa toda su obra, un corpus vasto y heterogéneo en el que abarca temas como política, medios y arte. Su libro Obra de arte total Stalin (1988) fue la primera prueba de su originalidad y lucidez: la Unión Soviética, escribió, era un espacio cuidadosamente diseñado por Stalin como si fuera un ready-made, es decir, como una suerte de obra de arte.

Esa idea de que todo está en riesgo y nada perdura, incluso la existencia de una potencia mundial como la URSS, también es aplicable al arte contemporáneo, según el filósofo, quien participará el 11 de noviembre en el Festival Puerto de Ideas de Valparaíso, donde dictará las charlas “Utopías biopolíticas soviéticas”, sobre vanguardia en la Unión Soviética, y “El porvenir del arte”, sobre los criterios actuales para definir qué es y qué no es arte. Las vanguardias del siglo XX eran un gesto contra la tradición; eran, ante todo, transformación, pero hoy, en tiempos en que “el cambio permanente es nuestra única realidad”, en que “el cambio es el statu quo”, Groys ve el arte contemporáneo como un lugar de resistencia.

“La vanguardia trató de cambiar artificialmente el entorno en que la gente vivía, es decir, trató de cambiar sus vidas ordinarias. Hoy estos cambios ocurren, pero a través de la tecnología, a través de internet —explica—. El arte actual no tiene esa aspiración global. Pero todavía tiene una aspiración: representar las actitudes políticas, éticas y estéticas que no encajan en lo mainstream. El arte es menos dependiente económicamente de las masas de espectadores que el cine, los medios masivos o incluso la literatura. Eso le da una oportunidad de representar posiciones culturales que no son y no pueden ser populares. Es una función importante, porque de otra forma viviríamos en una cultura muy homogénea y aburrida”.

 

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En América Latina, la obra de Boris Groys en torno al arte se conoce principalmente por dos libros publicados por la editorial argentina Caja Negra, Volverse público (2015) y Arte en flujo (2016), en los que reflexiona, entre otras cosas, sobre los cambios que ha vivido en el último siglo la creación artística, el mercado en el que se transa, las instituciones que la preservan y la hacen circular, su relación con el público, y sus nuevas concepciones de lo estético y lo político. Hoy en día, hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas, escribe en Volverse público, donde plantea que la democratización de las cámaras de foto y video, sumada a la masificación de internet, le han quitado el privilegio al artista de ser el gran creador de imágenes. En tiempos en que todos las producen y nadie tiene tiempo para verlas, el rol del artista, dice, es “mantener una cierta independencia ante la cultura dominante, tener una visión de mundo y una posición política para ser tomado en serio”.

En las redes sociales, apunta Groys, todos se convierten en artistas, como alguna vez vaticinó el creador alemán Joseph Beuys: “Diseñamos una imagen de nosotros ante los demás, nos construimos una figura pública, asumimos una responsabilidad estética”. En ese escenario de saturación visual, el artista deja de producir imágenes y se convierte a sí mismo en una imagen: es el caso de Damien Hirst, Jeff Koons o Marina Abramovic, creadores mediáticos cuya obra principal ha sido esculpir sus personajes públicos y mercantilizar su yo. El artista, dice el teórico, funciona “del mismo modo en que ya funcionan los políticos, héroes deportivos, terroristas, estrellas de cine: a través de los medios”.

Pero el potencial democratizador y creativo de internet no entusiasma a Groys: “No puede haber vanguardia en internet porque internet está definida por formatos y protocolos que no pueden ser cambiados individualmente, que es lo que la vanguardia hizo con las convenciones del arte tradicional. Al mismo tiempo, en internet el individuo no puede controlar la mirada del otro: es visto también cuando no quiere ser visto, y ese es realmente un gran problema”, explica. Por eso internet no es el paraíso que algunos creen, “sino más bien el infierno, o el paraíso y el infierno juntos”, dice el filósofo, haciendo alusión a una cita famosa del pensador francés Jean-Paul Sartre: “El infierno son los otros”, es decir, la vida bajo la mirada de los otros.

No extraña, por lo mismo, que los artistas que hacen más dinero hoy son los que han entendido cómo funcionan estos tiempos, y si en los años 90 el estadounidense Jeff Koons se hizo famoso por exhibir su vida íntima con la célebre Cicciolina, su pareja de entonces, o la serbia Marina Abramovic se enriquece hoy con una performance que consiste en sentarse en el MoMA de Nueva York para ser mirada, es porque, como dice Groys, el creador se convirtió a sí mismo en un ready -made, es decir, en un objeto de arte que quiere ser visto. Hay estudios algo apocalípticos al respecto: según el diario The European Journal of Finance, por ejemplo, el éxito económico de un artista está relacionado con su nivel de narcisismo.

Pero el filósofo alemán desconfía de las generalizaciones: “El arte no está todo inundado de dinero, sólo un pequeño segmento lo está. La sociedad en su totalidad no está bien informada sobre el arte contemporáneo y no le interesa. Todo el sistema del arte internacional es una pequeña minoría. Y desde la perspectiva de cualquier diario de negocios, la minoría del arte siempre es vista como una minoría de gente loca”, dice. Es un fenómeno contradictorio: el arte se marginaliza, se convierte en un objeto de lujo para una elite, pero por otro lado, fluye por internet y los museos como nunca antes.

Entre tanta gente común y artistas inundando el espacio visual de imágenes, la pregunta es qué pasará a la posteridad, qué quedará en la memoria y los libros de historia del arte. “Nadie puede decidir ni predecir eso”, sentencia Groys. “Los intereses, gustos y actitudes cambian todo el tiempo. La predictibilidad del arte es una ilusión”.

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