Por Diego Zúñiga Noviembre 17, 2017

La historia dice algunas cosas. Nada muy claro: rumores, pequeñas anécdotas, relatos orales y dispersos, algunas imágenes, un par de videos —su mítica participación en ¿Cuánto vale el show?—, no mucho más. Unos poemas perdidos en revistas, el recuerdo de sus lecturas, sus performances, sus interrupciones míticas, algunos dibujos. El interiorsuicidio. Una leyenda. En eso se convirtió la vida breve del poeta Rodrigo Lira después de su trágica muerte: en una leyenda, en un capítulo oscuro —y lleno de equívocos— de la historia reciente de la literatura chilena. Un agujero negro con una etiqueta: el poeta maldito, el poeta que se cortó las venas en una tina llena de agua, el poeta y la locura y esos poemas que luego se convertirían en una contraseña, en el registro de una época: fines de los 70, principios de los 80. Una aparición tan rotunda como fugaz. Y una vida convertida en un relato inconcluso y lleno de malentendidos y rumores que parecen llegar, ahora, a un posible final:  La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira (Ediciones UDP), la biografía que acaba de publicar el periodista Roberto Careaga (1978), luego de siete años de investigación. Un trabajo exhaustivo que se instala en ese terreno complejo que es el de las respuestas y las certezas. Revisar archivos, conversar con los amigos, aclarar rumores, dudas y mitos, leer una y otra vez la poesía de Lira y desentrañar las posibles marcas biográficas que fue dejando en ella. Un trabajo que devela un hombre lleno de contradicciones y de arrebatos, pero también lleno de talento y de una conciencia absoluta sobre lo que estaba haciendo en ese momento: dejar una marca indeleble en la poesía chilena.

 

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En “Testimonio de circunstancias”, uno de sus poemas más conocidos, Rodrigo Lira escribió: “En cualquier caso advierto/ que no tengo un gran futuro por delante/ que de repente/ puedo mandarme a cambiar/ en forma voluntaria/ deste conjunto de fenómenos/ en que estoy como una mosca en una telaraña/ que quedó ahí después que a la araña/ le pegaron un escobazo o le echaron insecticida/ aunque los que realmente se suicidan/ guardan sus intenciones/ con un silencio casi religioso/ dicen que dicen”.

 

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Estaba ahí, en esa biblioteca pública de Providencia, quién sabe por qué: una primera edición de Proyecto de obras completas, de Rodrigo Lira. La versión de Editorial Minga-Camaleón, que se publicó en 1984, tres años después de su muerte. Una recopilación de los poemas que había escrito, sobre todo, entre 1977 y 1981. Poemas que fueron premiados, que circularon entre algunos lectores y que formaron parte de sus presentaciones en vivo.

Roberto Careaga tenía 20 años cuando se encontró con ese ejemplar. Estudiaba Periodismo y trabajaba en la biblioteca de Providencia, la del café literario. Quién sabe por qué, pero ahí estaba ese ejemplar, que casi nadie había pedido.

—Fotocopié esa edición y lo leí mucho en esos años. Y claro, me arrepiento hasta el día de hoy de no habérmelo robado —dice entre risas Careaga, quien hoy se desempeña como periodista en la Revista de Libros, de El Mercurio—. Ahí lo leí y lentamente me fui enterando de la leyenda que rodeaba a Lira.

Pasaron los años. Careaga siguió leyendo a Lira, pero también a muchos que lo conocieron y que se cruzaron con él en alguna lectura, en algún encuentro: Enrique Lihn, Raúl Zurita, Roberto Merino. Proyecto de obras completas se reeditó —primero fue Editorial Universitaria, luego Ediciones UDP—, incluso apareció otro libro de Lira con algunos poemas y textos inéditos  —Declaración jurada, en 2006—, y entonces llegó ese llamado, en 2009, cuando Matías Rivas —director de Ediciones UDP— le propuso a Careaga escribir una biografía de Lira para la colección Vidas Ajenas de la editorial.

Careaga no lo dudó.

—Me parecía un sujeto atractivo y enigmático. Y había ahí una historia no contada.

—¿Fue muy difícil reconstruir esa historia?

—O sea, parte de la investigación fue encontrarme que no había muchos antecedentes académicos ni ensayos ni muchas notas periodísticas muy profundas sobre él. No había un corpus. Y tuve que rastrear cosas que la gente se había olvidado. Porque todas son versiones universitarias, versiones febles.

—¿Y por dónde empezaste?

—Fui donde los amigos más obvios: Roberto Merino, Antonio de la Fuente, Óscar “Cacho” Gacitúa. Y ahí avancé por distintos detalles, y pude configurar una red que me fue ayudando durante todo el tiempo. Digo, hay gente con la que hablé poco, pero con otros hablé muchas veces y todo el tiempo estuvieron respondiendo mis preguntas.

—Fue una aparición fugaz la de Lira en la escena poética, ¿no?

—Nunca fue una figura central, siempre fue un personaje lateral, que aparecía de pronto. Las voces que hablan son siempre las versiones de gente que lo vio pasar, que se lo encontró, que estaba ahí mientras hacía tal cosa…

—Imagino que cuando empezaste a investigar tenías una idea del personaje… ¿cambió mucho la figura mientras fuiste averiguando más cosas sobre él?

—Lira fue un personaje de su época. Su vida da cuenta de una historia cultural y social de fines de los 60 hasta inicios de los 80, con la contracultura, y eso me sorprendió mucho. No me parecía tan obvio.

 

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La poesía terminó conmigo funciona no sólo como la reconstrucción detallada de la vida de un poeta salvaje y complejo, sino también como el recuento de su época, de sus años universitarios, de su participación en la toma de la Universidad Católica en 1967, luego su euforia en el periodo de la Unidad Popular y, finalmente, su irrupción en la escena poética y artística de Chile en plena dictadura. En medio de todo eso, Lira surfeando una serie de crisis psicológicas que lo llevaron a internarse un par de veces y que llegaron a uno de sus puntos más críticos cuando le aplicaron electroshocks.

Careaga va conversando con sus amigos —un momento excepcional es la aparición inesperada de Sebastián Piñera, quien fue compañero de Lira en el Verbo Divino—, con las mujeres que lo marcaron —rastrea, de hecho, a todas las que aparecen mencionadas en su mítico poema “Ela, Elle, Ella, She, Lei, Sie” y devela una desconocida relación que tuvo con Cecilia Aguayo, la mítica tecladista de Los Prisioneros en el disco Corazones— y revisa sus papeles—muchos de ellos inéditos— y dibujos, encontrándose con los vestigios de una vida intensa y solitaria. Un personaje que era capaz de interrumpir en lecturas de otros y robarse la película, hacer ruido, incomodar, mientras iba escribiendo una obra que tenía una especial obsesión con el lenguaje, con sus posibilidades, con sus limitaciones.

—Otra cosa que me sorprendió mucho fue su conciencia de la escritura. El trabajo que hacía con el lenguaje. Sabía mucho de lingüística, estaba atento a eso. Y si bien sus textos están marcados por el testimonio autobiográfico, en todo hay siempre un juego estético muy profundo. Pensemos que Lira aparece en un momento decisivo para la poesía chilena y para el arte. Es un momento de explosión, donde se despliegan una serie de discursos literarios y artísticos nuevos, de vanguardia. Como que se destapa algo. Están Parra, Lihn, Zurita, y ahí aparece Lira —explica Careaga.

Ese escenario es un mapa que Lira va conociendo perfectamente. Porque también surge esa impresión luego de leer esta biografía: que había mucha intuición en sus poemas, claro, pero también mucha consciencia de lo que estaba haciendo, no sólo él sino también sus contemporáneos. Era un poeta erudito, que parecía haberlo leído todo y a todos, y que quería intervenir en el campo cultural y en el trabajo de sus contemporáneos; incluso en el de sus mayores, como cuando le entregó a Lihn un ejemplar de su novela La orquesta de cristal completamente corregida y con sugerencias de edición.

— Lira era un excesivo. Llevó hasta el paroxismo el relato de la escena poética. Sabía quiénes eran cada uno, y una buena parte de su escritura, de su poesía, tiene que ver con dar cuenta de su época, de los otros: citarlos, parafrasearlos. Era un poeta supersituado. Conocía su momento político, cultural, literario.

Ahí su aparición en Cuánto vale el show, contada detalladamente, pero también más de algún otro intento de suicidio, y sus performances y sus amores fallidos y su deseo por entregarse al lenguaje, por hacerlo explotar y por ser parte, en el fondo, de una comunidad, de un lugar: la poesía chilena. De su vida familiar, Careaga logra reconstruir muchos fragmentos. Sin embargo, su madre decidió no hablar en la biografía.

Quedan, por supuesto, los poemas, y esta investigación ambiciosa y necesaria, que no tiene miedo de indagar en los mitos, en los rumores, y salir de ahí con una respuesta, con una historia nueva, con una vida hecha pedazos, con un puñado de poemas que no han dejado de encontrar lectores.

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