Por Evelyn Erlij // Fotos: Sebastián Utreras Octubre 6, 2017

La escena es simple: un profesor le enseña a un grupo de niños a hablar inglés. No es una publicidad ni un clip institucional, sino una instalación de video llamada Translation Lessons, un dispositivo a través del que Voluspa Jarpa (1971) revela una verdad dolorosa: para conocer el pasado reciente de América Latina hay que aprender el idioma de Estados Unidos. A pocos pasos de esas pantallas, cientos de documentos desclasificados de la CIA sobre operaciones políticas en 14 países latinoamericanos durante la Guerra Fría cuelgan desde el techo de Matucana 100, gran parte de ellos censurados, tachados con manchones negros. Esto, porque la historia del subcontinente, como se ve en la exposición En nuestra pequeña región de por acá, no sólo está narrada, en parte, en una lengua extranjera, sino además está oculta en esos borrones, en esos silencios y vacíos.

—La construcción del pasado siempre se hace a pedazos y de manera extemporánea —explica Jarpa, que por estos días está montando la exhibición que podrá visitarse desde el próximo martes hasta el 24 de diciembre—. Es un proceso siempre abierto, es una narrativa que hay que cuidar, porque, como decía Walter Benjamin, la tristeza de la historia es que la escriben los vencedores. Nuestra identidad individual está construida a partir de la asimilación de un relato histórico colectivo. Cuando uno se enfrenta a estos archivos, su lectura modifica las versiones del pasado que uno conoce. Hay algo de tu identidad que se siente interpelado. Por eso es lo más delicado que he vivido como artista: el rechazo natural que se siente al descubrir que lo que tú sabías tal vez no sea así.

“El arte chileno ha tenido este papel de manera muy significativa: ha transformado en lenguaje y  símbolos los fenómenos que no hemos podido entender como sociedad”, dice Voluspa Jarpa, a días de inaugurar esta muestra que se exhibió en 2016 en el Malba.

En nuestra pequeña región de por acá, exhibida el año pasado en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) y curada por su director artístico, Agustín Pérez Rubio, es el resultado de más de 15 años de investigación de la artista, quien empezó a idear obras con los archivos desclasificados sobre las dictaduras latinoamericanas liberados por el presidente Bill Clinton en 1999. Los leyó uno por uno, los calcó, los pintó, hizo una primera muestra, La biblioteca de la no-historia de Chile (2011), pero había algo en esos informes tachados que le impedía abandonarlos. En conjunto funcionaban como una contrahistoria de la historia oficial, el problema era cómo articular esa narrativa desde el arte y, al mismo tiempo, cómo darle visibilidad a un material que, extrañamente, pasó casi inadvertido en los medios.

—El poco impacto que tuvieron fue un shock para mí. En la revisión de archivos de 14 países, aparecen 47 líderes latinoamericanos cuyas muertes probablemente fueron asesinatos. Si se mata en un par de décadas a 23 presidentes o candidatos a presidente, ¿qué les estoy haciendo a esas repúblicas? ¿Cómo estoy modificando el curso de la historia en esos lugares? Está confirmado que a Eduardo Frei Montalva lo asesinaron y la sociedad no tiene permiso de espejearse en eso. Es extraño. Lo mismo pasa con Neruda o con las dudas sobre si Allende se suicidó o no. Quizás por eso hubo poco impacto, porque son cosas muy difíciles de mirar y asimilar. Trabajar con esto era tóxico, doloroso, pero sentí que había algo que hacer con respecto al futuro, con los que no están todavía. En cien años más van a necesitar que hoy hagamos más inteligible lo que nos tocó vivir.

Entre las doce piezas de la muestra, compuesta por pinturas, videos, instalaciones, audios y documentos que contrastan imagen y palabra, hay una serie de litografías hechas sobre cobre con los rostros de esas 47 autoridades —presidentes, jefes militares, diputados, senadores, ministros, arzobispos y jueces—, ninguno de los que es identificado con su nombre. Sólo los distingue su nacionalidad: son personajes intercambiables de un mismo relato colectivo, de una misma historia latinoamericana que habla de colonización, intervencionismo y violencia:

—En la exposición se podrán escuchar sus discursos —adelanta Jarpa—. Mientras los oyes, te das cuenta de que no hay mucha diferencia entre ellos: están hablando de soberanía y de un segundo proceso de independencia, en este caso económica, algo que no es menor, porque también significa independencia social e identitaria. Eso habla también del presente: creo que tenemos que descolonizar nuestro imaginario para poder sentirnos con propiedad de construir nuestro futuro. Tenemos que dejar de mirar hacia afuera como si allá hubiera necesariamente un modelo mejor.

 

***

 

Voluspa Jarpa conoció tres dictaduras: creció en Chile, Brasil y Paraguay. A los 13 años cayó en sus manos el Nunca más brasileño —el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que se hizo en ese país en 1985 y en Argentina en 1984— e imaginó que en Chile, en paralelo, se estaba dando el mismo proceso de justicia y verdad. Cuando volvió, el lenguaje con que hablaban los chilenos le dio a entender que no era así. A diferencia de Brasil, aquí había cosas que no se podían decir.

interios—Vivía comparando, haciendo ese ejercicio infantil de tratar de entender cuáles son los códigos de acá y de allá en el lenguaje, en la manera en que te comunicas o no. Aquí había algo rarísimo: se creía que la historia no son hechos, sino versiones. Y me pareció muy grave. Los hechos pueden ser interpretados de distintas maneras, pero no se pueden modificar. Fue superviolento darme cuenta de eso. Acá sentía miedo. Había mucho más miedo que en otros lugares —recuerda.

En un país cuya transición se erigió sobre olvidos y silencios, y en el que la necesidad de unidad, como escribe la teórica Nelly Richard, forzó a atenuar las marcas de la violencia en el lenguaje —por ejemplo, llamando “errores” a las violaciones a los derechos humanos—, una de las misiones del arte ha sido hacer hablar a ese pasado. Alfredo Jaar, Eugenio Dittborn, Iván Navarro o Francisco Papas Fritas, entre otros artistas, también han trabajado con archivos de la dictadura, y al igual que Jarpa, han realizado un ejercicio de memoria que la política y la historia han hecho a medias:

—Desde los griegos en adelante los artistas se han hecho cargo de construir símbolos sobre aquellos hechos históricos para los que todavía no hay lenguaje porque son muy recientes. Ahí radica el poder del arte. En el caso de Chile, el cine y la literatura también han hecho ese trabajo. El arte chileno, en específico, ha tenido ese papel de manera muy significativa: ha transformado en lenguaje y  símbolos los fenómenos que no hemos podido entender como sociedad.

El montaje de En nuestra pequeña región de por acá —cuyo título irónico resalta la grandeza geográfica de América Latina— también es un gesto político: Jarpa toma para su puesta en escena la estética del minimalismo estadounidense, la corriente artística en auge en ese país durante la época de las dictaduras latinoamericanas, para criticar así su indiferencia ante lo que Estados Unidos estaba haciendo en lugares como Corea, Vietnam y el resto del continente americano:

—Más que la forma del minimalismo, lo que me llama la atención es el autor minimalista, que no emite opiniones sobre la sociedad y que se dedica sólo a los  problemas de la forma, de la materia
—explica—. No es casual que el minimalismo se dé en el momento más alto de la industrialización de Estados Unidos. Es un arte que celebra ese progreso material. Me llama la atención el silenciamiento de ese autor como sujeto social durante el momento de mayor expansión y conquista geopolítica de Estados Unidos durante la Guerra Fría. No sé si todo arte debe ser político, pero creo que todo artista tiene una función dentro de la sociedad.

—Una de tus luchas ha sido explicitar las verdades del pasado. ¿Qué opinas de que Michelle Bachelet le haya bajado la urgencia al proyecto de levantar el secreto al informe de la Comisión Valech?

—Se le tiene mucho miedo al shock que produce la verdad porque es bastante difícil de administrar, no sabes cómo va a reaccionar la gente. Algo que me impresiona mucho es cómo no tenemos archivos de inteligencia de nuestras propias instituciones que estén disponibles. Es curioso que los documentos que hay sean los que Estados Unidos, en un acto bastante patriarcal, ha decidido entregarnos. ¿Dónde están nuestros archivos? El acceso a la información es un acto de sanidad para un país que está maduro para conocer su pasado. Está muy bien que se dé a conocer la información de la Comisión Valech. Todo secreto es malo, psicoanalíticamente hablando. Los secretos enferman. A las personas y a las sociedades.

Relacionados