Por Qué pasa Septiembre 29, 2017

Me acuerdo cómo se habló a fines de los setenta de esta película: “escandalosa”, “fuertona”, “decadente”, “zafada”, decididamente para “mayores de veintiún años”. Era tan para mayores de veintiuno que —pensé— no me convenía entrar a verla. Pero cómo no intentarlo. Quizás el Consejo de Calificación Cinematográfica tenía algo de razón, pero la vi. Mi mamá, recién separada, se lo dijo a unas amigas, me acuerdo: no me tinca, demasiado fuerte. ¿Qué es demasiado fuerte?

Mi mamá no creía mucho en la liberación sexual.

Diane Keaton actuando en algo así, qué curioso, comentó. Para qué; me parece poco digno. ¿Crees que a mi edad me voy a ir a una disco a putear? ¿Has visto en lo que se convierten los tipos de cuarenta o cuarenta y cinco? En veteranos. Ve-te-ra-nos. No me interesa. Me parece patético. Patética ella. No fui suelta de soltera, no voy a ser putinga a mi edad.

libroEso era muy de mi mamá: para qué. O: qué poca dignidad. Para qué darle tanta importancia al sexo sin rienda cuando, al parecer, no tenía tanta importancia.

De chico, en California, yo comía Mr. Goodbar. Era una barra de chocolate, de Hershey’s, con maní crocante, en un envoltorio amarillo. ¿Por qué se llamaba así la película? ¿Era algo fálico? El chocolate era igual en tamaño a todas las otras barras de Hershey’s. ¿Se refería al hombre perfecto o a aquel que lo tenía perfecto? ¿O era el deseo de encontrar a alguien esencialmente bueno?

De igual modo: no lo entendía del todo.

O no quería entenderlo.

Bastante después Andrew Haigh creó una serie acerca de unos amigos gay que andaban buscando sexo (y otras cosas) cada uno por su lado y que se llamó Looking, pero no era ni sórdida ni terminaba en un crimen (buscar no tenía por qué estar asociado al mal) pero, claro, habían transcurrido décadas. Lo que no ha cambiado es la necesidad (la ansiedad, el deseo) de buscar, y la creencia de que existe alguien perfecto.

No, debo haber tenido quince y fracción. Aún no buscaba. Me pasaba películas con las películas, quería vivir cosas pero no andaba buscando a alguien perfecto. Andaba buscando algo: emociones, sensaciones, dedos. ¿La vi en su momento de estreno? No. ¿Me pude colar al cine cuando se estrenó por allá por el 78? ¿O la vi con mi amiga Luisa Velásquez de mi novela Mala onda que, en la vida real, es Silvia Inostroza? Luego con su reboot americano se transformó en Alejandra Hoetchstadler. No, definitivamente no. Al menos no en los cines de estreno donde no me habrían dejado entrar.

Supongo que vi Buscando a Mr. Goodbar el 78 o el 79 porque la cinta es de 1977, el mismo año del éxito descomunal de Annie Hall de Woody Allen. En esa época las cintas duraban mucho y se cambiaban de los cines de estreno a los de segunda y de ahí a los barrios o a las playas. La vi con catorce años, casi quince. ¿Qué hacía a esa edad en esos cines y viendo esas películas? Entre que se estrenara y luego pasara a los cines rotativos de barrio, tuvo que pasar algún tiempo. Lo que sí recuerdo es que yo estaba fascinado con Diane Keaton, era como una suerte de fantasía. Sobre todo en Annie Hall. Era mi tipo de mujer, a pesar de que ya estaba dudando si de verdad me interesaban las mujeres. Lo que me fascinaba de la Keaton (la había amado en Annie Hall, obvio) era que, sumando y restando, no era un objeto sexual. No era Farrah Fawcett con sus pezones marcados en el afiche famoso. Su gracia radicaba en su inteligencia, lo culta que era (sabía mucho de todo, aunque no le servía de tanto), sus pintas estrafalarias (una ropa un tanto masculina). Ahora lo entiendo: Diane Keaton tenía algo ambiguo. El interés de colocarse más como una compañera o una amiga que una amante fue impensado antes de ella. Su mensaje era claro y aún conecta conmigo y me hace algo de sentido: la meta es, más que una pareja, una media naranja. Quizás lo clave es ser un par, un socio, un amigo. Lo de las ventajas se verá después. La dupla Woody Allen-Diane Keaton fue imbatible y partió una vez que se alejaron como novios.

Eso era Annie Hall: la intelectual estrafalaria, una chica llena de contradicciones y taras, fascinante, cautivadora, volada, pero no necesariamente el tipo de mujer que aparecía en las páginas de Playboy o Penthouse. La Keaton se volvió icónica, mítica, neoyorquina, metropolitana, sofisticada. Era capaz de seducir con la conversación y riéndose. Eso quería yo, eso era lo que les exigía a las mujeres: conversar, caminar, ir al cine. Reírnos a gritos. ¿Era necesario follar? Al parecer sí: las chicas que me interesaban deseaban otra cosa conmigo pero yo no.

Da lo mismo.

La Keaton (en pantalla al menos) tenía algo asexual que la hacía confiable. Y vista o articulada por el lente de Woody Allen, lo era aún más. Por esa época la vi en una serie de cintas del mismo Allen (El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Sueños de un seductor) que el cine Normandie de Plaza Italia programó durante una semana en una suerte de festival («todo Woody Allen»), aprovechando el éxito y el Oscar a Annie Hall. A Chile llegó con el insólito título de Dos extraños amantes. ¿Qué tenían de extraños? Mi abuelo, recuerdo, no quería ir a verla nada más que por el título: pensaba que era de dos decoradores de interiores promiscuos. Finalmente fue con mi abuela y su cuñada y no paró de reírse. Mi abuelo era fan de Diane.

Vi Buscando a Mr. Goodbar en el cine Alessandri de la Alameda, por allá cerca de la Estación Central, el mismo año del éxito descomunal de Annie Hall, de Woody Allen. Fue un suceso.

Para mí Annie Hall es un película clave, que dividió mi vida en un antes y un después. Había otro mundo allá lejos, con otro tipo de conversaciones, mujeres, ritos. Luego la vi, dándomelas de intelectual, en otra de Woody Allen, Interiores, que me fascinó. No sé si ya la había visto en Manhattan, puede que no, pero lo cierto es que no esperaba ver a Diane Keaton en una cinta tan fuerte y sórdida (tan sexual, sí, eso fue lo incómodo, lo que me incomodó) como Buscando a Mr. Goodbar. Al verla quedé un poco espantado.

En efecto, me acuerdo que pensé, la cinta era fuerte.

Y era para mayores.

Yo aún no era tan mayor para verla, pensé.

¿Tendría mi criterio formado? Para nada: mi criterio y mi libido y mi identidad y todo el resto estaban en plena formación. Me aterraba más que me calentaba. No era lo suficientemente mayor para darme cuenta de que había más pliegues en la identidad de Diane Keaton, incluyendo una libido sin culpa y la verdad es que, para mí, libido y culpa por ese entonces se equiparaban.

Durante los setenta y ochenta, por un tema de edad y de programación, no vi a la Keaton en las dos partes de El padrino. Fue clave la aparición del VHS pero aún faltaba mucho para eso; y con un cine-arte a punto de morir (el Toesca de Huérfanos) y uno todavía por nacer (el Normandie original), las únicas oportunidades de acceder a cintas que se te escapaban o a películas para mayores a las que no te dejaban entrar era el circuito de cines de barrio o «esos cines del centro».

Vi Buscando a Mr. Goodbar como un año y tanto después de que se estrenara en los cines de estreno. La vi en el Alessandri de la Alameda, por allá cerca de la Estación Central, por la estación de metro Unión Latinoamericana. El Alessandri estaba dentro de una vieja galería comercial de pequeñas tiendas con el mismo nombre. Uno compraba la entrada en la boletería que daba a la oscura galería y luego había que bajar varios pisos hasta llegar finalmente a la platea. Uno descendía al Alessandri: eso pensaba yo cada vez que veía la cartelera de los diarios y me fijaba en qué estaban exhibiendo.

El Alessandri era parte de un circuito de programas dobles rotativos que a veces parecían la obra de un curador de cineteca (en un país y una época sin cineteca) y a veces la de un esquizofrénico que se escapó de El Peral. Juntaba algunas obras importantes, premiadas –descontextualizadas dentro de ese lugar–, con canalladas comerciales de cuarta. Cineastas de primera estaban rotando ahí con productos baratos de explotación, en programas dobles o triples, casi siempre para mayores de veintiún años.

Estaba claro o todos lo tenían claro: se podían ver buenas películas a precios ridículos o zamparse un combo de tres por el precio de una, pero varias cosas debían darse por sentadas: la pantalla iba a estar deshilachada; las copias estarían rayadas; a las proyectoras les faltarían carbonos y, por lo tanto, potencia luminosa; la sala estaría hedionda, las butacas con los resortes a la vista, y a esa sala no todos irían a ver películas sino a ligar.

Hombres iban a ligar. O a tocar.

A tocarse.

El cine Alessandri, tan inmenso como decadente, ajado, dejado de la mano de Dios, eventualmente, claro, se convertiría en la disco open mind que es la célebre Blondie. Alguna vez debieron exhibir ahí Gigoló americano y seguro sonó Call me por sus parlantes. ¿Habrán dado Videodrome de Cronenberg, con Deborah Harry? Vi Buscando a Mr. Goodbar en la Blondie. Digo: en el Alessandri. Por eso es que, cuando he ido a la Blondie y suenan canciones de Donna Summer o de Thelma y Louise, siento que algo se cierra, se completa, todo me parece lógico e inevitable. Donde todos bailan Morrissey o los mejores hits del brit pop, donde chicos se besan con chicos, donde chicas se besan con chicas, alguna vez estuvo el lugar donde vi a Diane Keaton intentando levantarse hombres para llevárselos a la casa a follar.

Buscando a Mr. Goodbar fue un suceso en todos los ámbitos cuando se estrenó. Arrasó incluso cuando fue masacrada por parte de la crítica, que la trató a latigazos justamente por la visibilidad con que nació y por la temática que tocaba. Pocas cintas han aparecido en el momento justo y pusieron su dedo en varias de las llagas que recién estaban abriéndose. Todo lo que rodea a esta cinta noctámbula y «a puertas cerradas» es tan atractivo como morboso, partiendo por la posibilidad de ver a Diane Keaton como una ansiosa y promiscua soltera (llena de traumas, dañada más de la cuenta) a la caza de hombres que expulsa de su cama antes que amanezca para después transformarse en una profesora modelo de niños sordomudos. La cinta estaba basada en una novela superventas basada a su vez en un caso real. El encargado de ponerla en escena fue Richard Brooks, un veterano director que era parte del viejo establishment (A sangre fría, La gata sobre el tejado caliente) y que poco y nada tenía que ver con los movimientos libertarios de los setenta.

La cinta, con toda su energía disco, sus buenas y jugadas actuaciones, su desparpajo sexual y su ingreso al pegajoso laberinto de la noche, no ha envejecido bien. O quizás no nació del todo madura. Aquello que en su momento no fue más que un registro, hoy se alza como un incalculable documento de una era que ya no volverá y que incluso cuesta creer que existió.

VHS (unas memorias) marca el regreso de Fuguet a la crónica. Tiene 430 páginas y en librerías costará $ 16.000.

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