Por Mauro Libertella, desde Buenos Aires Septiembre 22, 2017

Simon Reynolds ya es un viajero frecuente al sur de América. Desde que la editorial argentina Caja Negra empezó a traducir sus libros, cada tanto el ensayista inglés, que vive en Los Ángeles, se toma un avión y habla en algún auditorio sobre los temas de sus trabajos. El primero en traducirse fue Después del rock, una antología de textos críticos que funciona como perfecta puerta de entrada a esa escritura que combina historia alternativa, musicología, divulgación, crítica cultural y ensayo duro. Luego vino Retromanía, un impresionante tratado que examina la fiebre por lo retro en la que cayó el pop de cambio de siglo. Y, finalmente, aparecieron Postpunk, el primer libro importante sobre el género, y Como un golpe de rayo, 700 páginas sobre el glam. Reynolds no es dado a la nostalgia: aunque vivió en primera persona una época efervescente de la escena inglesa (los ochenta y los noventa), siempre mira hacia adelante. Acá, en un café de Buenos Aires, se permite sin embargo hacer un poco de memoria.

 

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—Hacia el 2000 te empezaste a dar cuenta de que la música popular había sucumbido a una atracción fatal por su propia historia y escribiste el libro Retromanía. ¿Con qué discos o productos culturales percibiste esto?

—Es difícil señalar un momento decisivo, si bien el disco Love de los Beatles pareció simbolizar nuestro deseo colectivo de un reconsumo infinito y de una vuelta a los años de gloria del rock. Hubo varios otros elementos determinantes específicos en 2006 y 2007. Había tomado conciencia del crecimiento de una industria nostálgica de giras de reencuentro. El rápido desarrollo de YouTube como gigantesco archivo colectivo de video cultural y clips televisivos también me llamó la atención. Había, además, mucha música que me gustaba y que se basaba en la idea de la memoria o los fantasmas: Ariel Pink, el sello Ghost Box en Gran Bretaña y muchos otros. Parecía una forma muy creativa y provocadora de interactuar con el pasado, y buena parte de ello se basaba en la idea del “futuro perdido”.

“Antes, una crítica podía llevar a que mucha gente comprara un disco. Hoy nuestro rol ha cambiado. Se trata más de hacer conexiones, de llevar ese disco a un plano crítico más amplio”.

—Desde esa época, muchas bandas salen a tocar discos enteros de su carrera. ¿Cuál es tu opinión de este fenómeno?

—Leído en conjunto con los otros fenómenos con los que lo puse en sintonía para Retromanía, me resulta un poco chocante. Pero también es cierto que vi a Kraftwerk, en Los Ángeles, tocando TransEuropa Express y The Man-Machine en una sola noche y fue algo muy bueno. Son una banda por la que tengo debilidad y había mucho amor en el público. Hay discos que nunca pudiste escuchar en vivo porque eras muy chico y ahora tienes esa posibilidad. Digamos que esos conciertos aislados, tomados como fenómenos particulares, están muy bien. Pero en el conjunto de una serie de manifestaciones del pop obsesionado con su propio pasado, eso ya es otro asunto. Cuando hay tantos, ya es deprimente. Fue un poco chocante cuando Van Morrison hizo Astral Weeks, ese disco mágico, en el Hollywood Bowl de Los Ángeles. Luego sacó el disco Astral week Live at the Hollywood Bowl y para mi fue sacrilegio. Y, al mismo tiempo, si yo hubiera estado en esa ciudad en ese momento, seguramente hubiera ido. Es un sentimiento paradojal el que me produce este tema. Pero, en el fondo, yo tengo una especie de imperativo ético: prefiero ver bandas nuevas. Si salgo, cosa que no hago muy frecuentemente, quiero ver qué cosas nuevas están pasando.

—Aquí, muchas bandas sólo llegan en festivales grandes, con sets reducidos. ¿Cómo pensás esa cuestión?

—Es algo económico. El costo de traer a una banda como Arcade Fire a recorrer Argentina o Chile es mucho más alto que incluirla en un festival y que vengan por un par de horas y se vayan. También los públicos crecen y tienen otro poder adquisitivo. Pensemos en una banda como los Pixies. Cuando empezaron, su público eran estudiantes que no tenían mucho dinero y tocaban en clubes pequeños. Ahora son profesionales de clase media a los que pagar 200 dólares por una entrada no les resulta descabellado. Hace poco fui al Hollywood Bowl a ver a una serie de bandas de los ochenta en una especie de festival de la nostalgia. Había mucha gente de mediana edad, burgueses, tomando vino, viendo bandas que antes solían ver en un club mugroso tomando cerveza caliente. La economía es lo que define todo. Si hay mucha gente dispuesta a pagar por esas “experiencias” de festivales, seguirán creciendo. En Inglaterra, los festivales de tres días son también como pequeñas vacaciones. A mí nunca me gustaron mucho, pero algunas veces me tocó cubrir Glastonbury para algunas revistas. Era todo incomodísimo, la comida era espantosa, llovía sin parar, tocaba Bon Jovi. Ahora vas a los festivales y la comida es excelente, hay cerveza artesanal. Es una experiencia burguesa completa.

—Vivís hace años en Los Ángeles, pero te formaste en Inglaterra. ¿Cuál creés que es la diferencia en el modo en que la gente se relaciona diariamente con la música en los dos países?

—Creo que hoy esa relación es mucho más parecida a lo que era antes. Antes en el Reino Unido teníamos experiencias importantes, como el programa Top of the pops, que veían unas 15 millones de personas. Había ahí una mezcla extraña, con bandas glam o rock duro, bandas consagradas y algunas que estaban arrancando. Cuando apareció Bowie mucha gente se escandalizó con eso de que un hombre usara lápiz labial en televisión. Las familias enteras miraban ese programa. En Estados Unidos no tenían este tipo de experiencia. En Inglaterra también teníamos la prensa especializada con muchísimas revistas, cosa que tampoco sucedía en Estados Unidos. Pero si hoy miras los charts de Inglaterra y de Estados Unidos, lo que se escucha es muy parecido, porque todo está regido por el streaming. Cosas como Ed Sheeran, que no es algo tan excitante como David Bowie. En Inglaterra muchos de los grupos que llegaban al número uno nunca lo hubieran hecho en un país como Estados Unidos, que es mucho más grande y que, por eso, para llegar ahí arriba hay muchos más filtros en el camino. Sólo lo muy profesional se escucha de modo masivo. Igualmente, insisto en que con el streaming ahora las experiencias musicales de los países están mucho más unificadas.

—Así como en los 70 mucha gente se escandalizaba viendo a Bowie en televisión o un poco después a los Sex Pistols, ¿hoy el rock todavía puede escandalizar?

—En español mi libro sobre el glam se llama Como un golpe de rayo. La versión original se titula Shock and Awe y refiere a algo a lo que se le decía shock rock. Por ejemplo, Alice Cooper, que a los padres les parecía algo horrible que corrompía las almas de los chicos. El concepto del shock creo que ya es un concepto nostálgico; había una época en donde el rock podía shockear. Cuando los punks salían a caminar por la calle, con sus pelos en punta, los insultaban y los escupían. Era algo genuinamente provocador. Hoy creo que eso ya no puede ocurrir. Ya lo vimos todo. Tenemos el punk, Marilyn Manson, Lady Gaga tratando de ser provocadora. El concepto de shock ya está obsoleto. Y, finalmente, se trata de un poco de maquillaje. El verdadero shock es lo que hacen los políticos.

 

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—¿Cómo ha cambiado la crítica de rock en los últimos veinte años?

—Hay mucha escritura en internet, se pueden leer múltiples visiones sobre un mismo disco. En los viejos tiempos, uno se limitaba a lo que podía pagar. Yo iba a los puestos de diarios y miraba rápido las revistas para ver qué discos habían salido en la New Musical Express. El poder y el peso de una reseña ya no son tan notorios, porque hay muchísimas. Cuando salió The Joshua Tree, de U2, la mía fue una de las tres opiniones importantes en los diarios de Gran Bretaña. Eso te da una sensación de poder y de responsabilidad. Fui de los poquísimos que determinaron la recepción crítica de ese disco. Una crítica podía llevar directamente a que mucha gente comprara un disco. Hoy creo que la gente sigue considerando que las reseñas son algo importante, pero nuestro rol ha cambiado. Ahora se trata más de hacer conexiones, de llevar ese disco a un plano crítico más amplio. Mezclarlo con otras cosas, hacerlo dialogar, encontrar patrones.

“Cuando los punks salían a caminar, los insultaban y los escupían. Era algo provocador. Hoy creo que eso ya no puede ocurrir. Ya lo vimos todo. El verdadero shock es lo que hacen los políticos”.

—¿Cuál fue el cambio más importante que introdujo el MP3 a la industria de la música?

—En términos generales, el MP3, a través de las bajadas ilegales, su difusión, etc., le ha quitado a la música el carácter de mercancía. Eso suena bien a quienes tienen una mentalidad izquierdista. Suena a “luchar contra el sistema”, en este caso las empresas de música, los grandes sellos discográficos y los editores de temas. Por desgracia, sin embargo, quienes más han sufrido como consecuencia de los archivos compartidos de forma ilegal han sido los sellos y los artistas entre pequeños y medianos, que ya no pueden contar con el flujo de ingresos que tenían cuando la música era una mercancía. Eso significa que muchos músicos del campo de la izquierda ni siquiera pueden soñar con convertirse en artistas de culto que por lo menos logren subsistir, algo que era posible cuando la música era un producto tangible. Hacen música de forma amateur y se ganan la vida mediante algún otro trabajo. Los sellos se van transformando en un hobby de personas que tienen otra fuente de ingresos. Son algo que se hace por amor. Siempre fueron producto de la dedicación y no vías al enriquecimiento, pero ahora a esos sellos artísticos chicos les resulta muy difícil subsistir y pagar empleados. Se transforman en empresas unipersonales que cosechan elogios, pero que no tienen muchas esperanzas de convertirse alguna vez en un medio de vida. Pero la desmercantilización de la música no ha llevado a ningún tipo de “liberación” de la música como algo espiritual. Al contrario; el MP3 desacraliza aún más la música. Esta se ha convertido en menos que un producto, en tan sólo datos que se bajan en grandes cantidades, y a menudo la gente ni se molesta en escuchar, en algo tan accesible y descartable como el agua de la canilla, o en una moneda devaluada como en la hiperinflación de los años 30 en Alemania.

—En Como un golpe de rayo relatás cómo te enteraste de la muerte de David Bowie mientras escribías sobre él. ¿Qué otras muertes de artistas te impactaron especialmente?

—Muchas. La de John Lennon, desde luego. Estaba yendo a Oxford para mi entrevista de admisión y las noticias empezaron a aparecer por la radio y el aire se volvió denso, hubo un clima muy extraño. La muerte de Kurt Cobain fue importante. Yo vivía en Londres y mi mujer ya estaba bastante interesada en internet. No había noticias, no había información por ningun lado. Hoy sería nota de tapa inmediatamente, pero no lo fue en ese momento. Nos metimos entonces en internet, eran los principios de la red, y encontramos comunidades de fanáticos de Nirvana. Desplegaban ahí sus rumores de qué había pasado o transmitían su dolor. Fue muy triste, pero con la muerte de Cobain descubrí un universo cultural increíble: internet.

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