Por Juan Cárdenas, escritor colombiano. Septiembre 29, 2017

Siempre que vuelvo a la casa donde pasé mi infancia me pongo a mirar un álbum de tapas negras donde hay una foto en sepia del entierro de Lucho Calderón, un líder popular y amigo de mis padres asesinado en 1983: en la imagen, la muchedumbre tiene la boca abierta porque todos van cantando “Gracias a la vida”. Mi novia de la adolescencia se llamaba Natalia pero sus padres estuvieron a punto de llamarla Violeta. Durante el grado décimo solía escuchar en mi walkman un casete regrabado varias veces: por debajo de capas de rock argentino y Joy Division, sobrevivían trocitos de cuecas cantadas por Violeta Parra. A veces sueño que Chile es un escuadrón de pájaros que enmudecen al entrar en un bosque donde vive el viento. El LP de Las últimas composiciones que había en mi casa estaba rayado en “Cantores que reflexionan” y la aguja se pegaba justo donde dice: “Como queriéndose escapar-capar-capar”. A mi hermana y a mí nos daba mucha risa. Natalia decía que Violeta era su nombre indio, así como hay ciudades que, debajo de su topónimo europeo, conservan el rastro de un antiguo nombre en alguna lengua perdida. De niño me gustaba eso de “me han preguntádico varias persónicas…”, aunque no entendía nada y me inventaba la letra.

¿Y si el chileno es una lengua muerta?

La frase anterior sólo se puede leer en chileno.

Durante mi etapa escolar, solía oír en mi walkman un casete regrabado varias veces: por debajo de capas de rock argentino y Joy Division, sobrevivían trocitos de cuecas cantadas por Violeta Parra.

Una tarde, volviendo a casa en el bus del colegio, dos imbéciles me quitaron el walkman y descubrieron el secreto de mi casete con fragmentos de cuecas. Me hicieron la vida imposible porque aquello les sonaba a música de indios. Casi nunca puedo reprimir las lágrimas cuando escucho “Volver a los 17” cantada por Chico Buarque, Milton Nascimento, Caetano y Gal Costa. Mis padres acogieron temporalmente a un total de catorce chilenos a lo largo de la década de los 80. Todos sonreían como si recién hubieran pasado tres minutos con la cara sumergida en el agua de lavarse los pies. Corre que ya te agarran, Nicanor Parra. Yo también fingí durante unos años que no me interesaba Violeta. A veces sueño con angelitos que se secan en una playa como medusas arrastradas por la marea. Violeta Parra sabía que el futuro de América Latina hay que desenterrarlo con las manos. A veces creo que Can, la banda alemana de los 70, podría haber hecho una versión de “Qué vamos a hacer”. En las ciudades del Caribe colombiano también escuchan a Violeta Parra, a escondidas, como tiene que ser. He hecho muchos viajes por Colombia que eran una continuación o una cita de los viajes de Violeta Parra por Chile, tratando de escuchar un verso o una melodía perdida en algún tiempo perdido, algo que nos devolviera a la senda del porvenir. A veces creo que la Velvet Underground habría podido tocar muy bien “Qué te trae por aquí”. Viajar es seguir una música extraviada en algún lugar de nosotros. Ándate con claridad/ volando en este jardín. Cuando repaso las palabras de los cantores populares que Violeta entrevista en su libro Cantos Folklóricos Chilenos pienso que en la historia de nuestros países el pueblo siempre aparece como una ruina: fragmentos de un anacronismo que alguien recoge y mete en una bolsita de papel. Nadie sabe lo que puede un cuerpo, o sea, nadie sabe lo que puede un pueblo. Muchas de las décimas que recoge Violeta contienen trocitos del Romancero español de la Edad Media, que a su vez era un garrapiñado de otros trocitos venidos de la tradición musulmana o judía.

En ese mismo álbum de tapas negras hay otras fotos en blanco y negro donde mis padres, con sendas melenas y pantalones de bota campana, hacen autostop. ¿Adónde iban? A veces creo que sólo el amor o la falta de amor justifican el suicidio. Otras veces creo que sólo un tremendo narcisista se suicida por amor. En la prisión de la ansiedad/ medita un astro en alta voz. Los romances y las décimas se quiebran en pedacitos para poder viajar. Uno de los exiliados chilenos que pasaron por la casa de mis padres estaba esperando a que su esposa y sus hijos pudieran reunirse con él. Ya no recuerdo si lo consiguieron. Cuando terminan, las grandes canciones populares le sacan brillo al aire: el silencio que queda después de “Verso por el Rey Asuero” tiene una calidad cristalina. Sólo una cosa te pío/ aunque me vaya distante/ que no me eches en olvío/ Ay, adiós, corazón amante.

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