Por Diego Zúñiga Septiembre 15, 2017

Amanece, es 11 de septiembre, un país se cae a pedazos y un muchacho, un joven poeta chileno, un tal Belano, recita en una casa de campo, subido en una silla, en voz alta, un poema —uno de los mejores— de Nicanor Parra frente a una audiencia que lo escucha atenta, en silencio.

El muchacho recita, fuerte, y sigue haciéndolo, inexplicablemente, cuando ingresan dos personas a la casa y anuncian que acaba de haber un golpe de Estado, que todos deben salir de ahí. En medio de los gritos y el alboroto, alguien empuja la silla en la que está parado Belano y cae, golpeándose la cabeza, perdiendo el conocimiento.

Cuando abre los ojos se da cuenta de que está apoyado en el regazo de una mujer.  Tiene veinte años y acaba de enamorarse. Belano.

LIBROOK okA esa altura —probablemente 1993, 1994— todavía no se llama Arturo, sino Rigoberto, Rigoberto Belano, pero qué más da. En unos años más será Arturo Belano y protagonizará una de las novelas latinoamericanas más importantes de las últimas décadas, Los detectives salvajes (1998). En unos años más será Arturo Belano y miles de lectores sabrán que es el alter ego de Roberto Bolaño, pero ahora, en ese momento, en ese relato titulado “Patria”, Belano es Rigoberto, es decir, un borrador, un personaje que recién se está delineando y quien protagoniza este relato inédito de Bolaño que se acaba de publicar en su noveno libro póstumo, Sepulcros de vaqueros (Alfaguara), un conjunto de tres nouvelles —“Patria”, “Sepulcros de vaqueros” y “Comedia del horror de Francia”— cuyos mundos nos remiten, justamente, a Los detectives salvajes, pero también a Llamadas telefónicas, Estrella distante y La literatura nazi en América, es decir, el universo que Bolaño fue construyendo durante los 90 y que desembocaría en  2666, ese año que ninguno de nosotros conocerá.

 

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“Me llamo Arturo y la primera vez que vi un aeropuerto fue en el año 1968. En noviembre o diciembre, tal vez en los últimos días de octubre. Yo entonces tenía quince años y no sabía si era chileno o mexicano y tampoco me importaba demasiado. Nos íbamos a México a reunirnos con mi padre”.

 

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Lo mejor, en estos casos, es sincerarnos desde el comienzo y decir que sí, que Sepulcros de vaqueros es uno de esos inéditos de Bolaño que, para sus lectores habituales, sí vale la pena leer, pues no sólo parece ser un manuscrito relativamente acabado —muy probable que eso sea por su condición de relatos más breves—, sino también porque nos remite a un fraseo conocido y a un mundo entrañable, ese donde nos reencontramos con Arturo Belano y una suma de historias familiares: el sur de Chile —principalmente la zona del Biobío—, los poetas jóvenes,  el golpe de Estado, un hombre que escribe poemas en el cielo, la dictadura, México por supuesto, los viajes y las relaciones, siempre distantes, entre padres e hijos, en una Latinoamérica donde las utopías no son más que escombros de los que nadie quiere hacerse cargo. Y nombres, claro, que después serán fundamentales en los libros que iba a escribir Bolaño: las hermanas Pons —que luego serán las hermanas Garmendia en Estrella distante—, Carlos Ramírez —Ramírez Hoffman en La literatura nazi en América—, la doctora Amalfitano —quizás una pariente lejana de Amalfitano, ese profesor de literatura chileno que protagoniza una de las partes de 2666— o Alcira Soust Scaffo, uno de los personajes más singulares de este libro inédito, una declamadora uruguaya que después Bolaño inmortalizaría en Amuleto, convertida en Auxilio Lacouture.

Bolaño lo dijo muy bien en una entrevista: “Estoy condenado a tener pocos lectores, pero fieles. Son lectores interesados en entrar en el juego metaliterario y en el juego de toda mi obra, porque si alguien lee un libro mío no está mal, pero para entenderlo hay que leerlos todos, porque todos se refieren a todos. Y ahí entra el problema”.

Durante muchos instantes de este libro vivimos, como lectores, aquella experiencia hermosa de sentir que estamos revisando un viejo álbum de fotografías.

Ese ha sido, justamente, la encrucijada que llevamos resolviendo desde hace tantos años los lectores de Bolaño: aceptamos entrar a ese juego, pero con la aparición de su obra póstuma todo se ha vuelto más complejo y difuso. La gran pregunta que ha surgido en estos años, también, es hasta qué punto es necesaria la publicación de tanto material inédito, de tantos textos que, casi siempre, no pasan de ser borradores. Es, sí, lo reconocemos, un material valioso, que todo lector de Bolaño, creo, al final agradece el tener acceso a él, pero en realidad sería más pertinente que fuera material de consulta para investigadores, que fuera un material al cual se pudiera tener acceso en una biblioteca pública, quizá, para aquellos lectores del futuro que lograrán desentrañar esa red infinita que es la obra de Bolaño. Pero así, como libros póstumos que se plantean casi acabados, que cualquier lector puede disfrutar, pues la verdad es que no, que no resulta, que al contrario, descubrimos rápido, al leerlos, por qué Bolaño no los publicó en vida: son los borradores de una obra infinita, pero de la cual el chileno nunca dejó de tener un control absoluto.

De todas formas, durante muchos instantes de Sepulcros de vaqueros vivimos, como lectores, aquella experiencia hermosa de sentir que estamos revisando un viejo álbum de fotografías, donde nos encontramos con algunos personajes que nos marcaron, pero que quizá teníamos algo olvidados. Fotografías borrosas de momentos en que fuimos indudablemente felices. Imágenes en las que vemos ahí, entremedio de un grupo de desconocidos, a un tal Belano, que nos sonríe y que pareciera decirnos algo que nunca terminaremos de comprender.

 

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“Acabaré diciendo que Patricia amaba la noche. La amaba por el regalo y el consuelo de las estrellas, nos lo confesó a su padre y a mí un día ya lejano (puro y lejano) en la inmensa galería de La Resfalosa, paladeando un té frío tras una jornada agotadora. En la noche inmensa, en la misma noche en que nos perderemos todos irremediablemente, titilan las estrellas. Aquélla es nuestra Cruz del Sur. A su lado el firmamento extiende un manto de astros y de luces. Allí vive Patricia. Allí nos espera”.

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