Por Diego Zúñiga / Foto: Cristóbal Olivares // Fotos Interiores: Paz Errazuriz Agosto 4, 2017

Tomaba fotos sin saber muy bien qué buscaba.

Eran los años 80 y Paz Errázuriz (1944) comenzaba a escudriñar en aquellas rincones oscuros de la ciudad, del país, en esos personajes que están a un lado, que nadie quiere ver. En medio de ese tránsito, empezó a visitar el hospital psiquiátrico de Santiago, pero al poco tiempo le cerraron las puertas: era plena dictadura y la vigilancia se multiplicaba. Pero ella insistía: con su cámara de fotos recorría la ciudad, buscaba fijar con su lente las huellas de la locura, quizás. Fue así como llegó al Hospital Psiquiátrico Philippe Pinel, en Putaendo, a inicios de los 90. Aquí sí le abrieron las puertas a ella y a su cámara y la dejaron convivir con los pacientes. De esa forma, comenzó a dejar registro de ese mundo, de esos personajes que la observaban con tanta ternura y misterio. Sin darse cuenta, frente a su lente se reveló una historia secreta que ocurría adentro del hospital, que funcionaba como establecimiento mixto: los pacientes se emparejaban y descubrían otra forma del amor. En silencio, y en medio de la locura, se acompañaban, mientras Paz Errázuriz registraba ese amor loco, ese amor tan entrañable como único.

Errázuriz logra capturar con su cámara la fragilidad de esos hombres y mujeres, el amor, el compañerismo.

Arrendó una pieza en Putaendo. Iba al hospital y pasaba horas y horas observándolos, tratando de comprender su cotidianidad. Disparaba una y otra vez. En un momento se dio cuenta de que tenía un material valioso entre sus manos. Reveló las fotos y las expuso en el hospital, para que los pacientes se vieran, ellos, el amor, el compañerismo. Les regaló esas fotos. Guardó los negativos. Tiempo después, en 1992, viajaría a México para montar una exposición y se encontraría con su amiga Diamela Eltit (1949), quien ejercía de agregada cultural. En su casa en Ciudad de México, Errázuriz le comentaría de esas fotos en el hospital psiquiátrico, de esas parejas, de ese amor, del tiempo que pasó en el hospital registrando esas vidas, esa locura. Y le plantearía la idea: hacer un libro juntas en el que se cruzara la literatura y la fotografía: los retratos de esas parejas y la historia que se escondía tras ellos. Diamela Eltit se entusiasmó, le dijo que sí y, entonces, comenzó a tomar forma El infarto del alma, uno de los libros más singulares de la literatura chilena, que acaba de ser reeditado por Hueders. Una obra en la que se encuentran dos disciplinas que dialogan y crean un espacio nuevo y un lenguaje privado para mostrar aquello que es inefable: el amor entre dos personas, el deseo extinguido, la lealtad y la necesidad de tener al otro en medio del desamparo.

 

 ***

 

Se conocieron en otro tiempo, en plena dictadura, cuando existía, aún, una idea de comunidad en el país. Ellas lo recuerdan así. Años difíciles, pero que generaban lazos indisolubles.

—Era un momento de lealtades  —dice Paz Errázuriz, sentada en el sillón de la casa de Diamela Eltit, en Ñuñoa—. Eran importantes esos vínculos, era un tiempo de supervivencia, era compromiso. Se iba a las cosas de los otros, los lanzamientos, presentaciones, se apoyaba por todos lados.

—Había un campo colaborativo poderoso dentro de estos círculos, ya que no es que todos pensaran o creyeran lo mismo, cada gente tenía su mirada del mundo. Teníamos cosas en común: éramos antidictadura y ciertas estéticas que nos convocaban. Con Paz nos conocimos en ese tiempo. Ella misma colaboró con el CADA en varias oportunidades —cuenta Diamela Eltit—. En ese momento, era importante que existiera un cierto “nosotros”, y “los otros” no eran enemigos culturales, aunque teníamos muchas diferencias, sino que era más bien ese estado de excepción que nos invadía.

En esa búsqueda de comunidad se encontraron, se hicieron amigas, y finalmente se embarcaron en el proyecto de El infarto del alma. Discutieron el concepto del libro, trazaron un plan. Eltit le contó del libro a Francisco Zegers, quien no dudó en publicarlo. Estaban las fotografías de Paz Errázuriz, faltaban los textos de Eltit. No se trataba de ilustrar una cosa y otra no. Lo que quería hacer es que cada lenguaje hablara por sí mismo y quizá en el diálogo que surgiera cuando se cruzaran, pues el libro alcanzaría otra vida, otro significado.

La distancia no mermó el entusiasmo de ninguna de las dos. Se enviaban cartas, a veces usaban el fax, donde Errázuriz le mandaba alguna imagen. Diamela había optado por trabajar sin ver todas las fotografías. Quería indagar en el amor y la locura sola, apelando a sus lecturas y también a la experiencia:

—Yo había estado en el psiquiátrico de Santiago. Me habían pedido una investigación una vez, así que visitaba gente, comprendía los mecanismos —cuenta Eltit, quien a la hora de escribir los textos decidió recurrir a la tradición de la alta cultura. De hecho, ahora cuando recuerda todo el proceso de escritura —del que es, sin duda, uno de sus textos más bellos y conmovedores—, dice que ha sido uno de los más difíciles de su trayectoria:

—Es muy complicado cuando tú entras con la escritura a lugares reales, reconocibles y sociales. Desde dónde, cómo aprehendes ese espacio… Porque es muy delicado, pues son sujetos confinados, que están presos. No tienen control, han perdido sus derechos civiles, entonces cómo entras tú, cómo pones la escritura sobre esos cuerpos en esas condiciones. Eso era lo más complejo.

Para sobrellevar eso, Diamela Eltit recurrió a ciertos clásicos.

—Pensé, más bien, en la alta cultura, es decir, la lengua… ¿cómo se escribió el amor en castellano al comienzo de los tiempos? Leí mucha producción medieval porque quise entrarles por arriba a estos cuerpos que el aparato social ignora o estigmatiza o que son, simplemente, inexistentes. También quise romper con la linealidad del relato, pues la realidad de ellos no era lineal —explica y agrega—: Leí mucho. Porque no es que estos pacientes estén enamorados, como estaría cualquier persona de la burguesía o de otros sistemas. Ellos hacen uniones de sobrevivencia, son parejas bastante inestables, algunas se quedarán, pero la mayoría no. Es una forma de sobrevivencia donde el otro opera como soporte.

—Como salvación —agrega Errázuriz.

 

***

 

El primer texto de El infarto del alma empieza así: “¿Has visto mi rostro en alguno de tus sueños? ¿Aparezco en tus sueños serena o reprochándote por las abrumadoras faltas que contiene el pasado? ¿Sufres al despertar o te entregas a la invasora inconciencia? Ah, tú y yo habitamos en una tierra difusa, con grietas tan profundas que impiden el encuentro”.

Avanzamos por las páginas del libro deteniéndonos en las imágenes, en aquellos retratos de Errázuriz en los que captura el roce de aquellos cuerpos, esas miradas perdidas que apuntan, a veces, hacia su lente. Ella dispara y ellos sonríen y le permiten ingresar en su intimidad resquebrajada. Disparar una, dos, tres veces y capturar esa fragilidad, la belleza de un encuentro inesperado, los últimos vestigios de un cariño inexplicable que los une a ellos, a los protagonistas de estas imágenes, de estos textos. La empresa, inexplicable, de querer reconstruir con palabras aquellos escombros que alguna vez fueron una historia.

“Es muy complicado cuando tú entras con la escritura a lugares reales, reconocibles y sociales. Desde dónde, cómo aprehendes ese espacio… Eso es muy delicado”, dice Diamela Eltit.

“¿Qué sería describir con palabras la visualidad muda de esas figuras deformadas por los fármacos, sus difíciles manías corporales, el brillo ávido de esos ojos que nos miran, nos traspasan y dejan entrever unas pupilas cuyo horizonte está bifurcado?”, se pregunta Eltit en uno de los textos de El infarto del alma, un diario de viaje en el que registra la visita al hospital de Putaendo, la única que hicieron juntas con Errázuriz, en agosto de 1992.

El libro finalmente aparecería en 1994: 500 ejemplares que se agotarían rápidamente. Luego, una segunda edición. Años más tarde, una tercera, y ahora esta versión de Hueders, que convoca una vez más esta obra y la sitúa en otro contexto, en otras posibilidades de lectura. Sin embargo, lo más impresionante es que el tiempo no pasa por este libro: ni por las fotografías de Errázuriz ni por los textos de Eltit. Es un libro sin tiempo, sin marcas de época. Por eso perturba y conmueve tanto, por eso ha sido tantas veces objeto de estudio en universidades, en tesis, en lecturas que buscan desentrañar el misterio que se esconde en este cruce único entre literatura y fotografía, entre dos artistas cuyas obras no han dejado de crecer en estos más de 20 años que han transcurrido desde que se publicó originalmente el libro. Una mirada feroz e incómoda, que les ha permitido indagar en los rincones oscuros de un país inexplicable.

 

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