Por Diego Zúñiga // Foto: José Miguel Méndez Julio 21, 2017

Uno.

El 17 de agosto de 1979, Soledad Bianchi puso una hoja blanca en su máquina de escribir y empezó: “Estimado Roberto, te escribo a nombre de (revista) Araucaria para pedirte colaboraciones. Yo he leído algunos de los poemas escritos por ti y por Bruno Montané en la revista Casa de las Américas, en algunas antologías, y te pediría si pudieras mandar algunos escritos (…). Concretamente, te pediría si tienes poemas, o si escribes prosa también, en torno al tema del exilio (…). Si no tuvieras nada sobre el exilio, podrías mandarnos una selección de una decena de poemas que se podrían publicar más adelante (…). Hasta pronto y espero tu respuesta…”.

Soledad Bianchi guardó la hoja en un sobre y la envió hacia una dirección en Barcelona, donde vivía ese joven chileno, un tal Roberto Bolaño, del que había leído algunos poemas, un puñado de versos que fueron suficientes para despertar en ella la curiosidad. Semanas después él le enviaría una carta tan cariñosa como entusiasta y le adjuntaría varios poemas. Era el comienzo de una relación epistolar que duraría más de una década entre una de las críticas literarias más brillantes de la literatura chilena y un joven que en ese momento sólo deseaba convertirse en escritor. Una correspondencia que se está exponiendo hoy en la muestra El escritor joven y la crítica, muestras del epistolario Bianchi/Bolaño, en la Biblioteca Nicanor Parra, de la Universidad Diego Portales, hasta el 3 de septiembre. Hay cartas escritas a mano, también algunas mecanografiadas, revistas, poemas, antologías. El registro íntimo de una amistad literaria entre una lectora inteligentísima y un joven Bolaño que se quería comer el mundo, pero que vivía en la precariedad:

“Hace frío. Muy fuerte. Oscurece temprano. Amanece tarde. ¡Arreglamos mi estufa eléctrica! Claro que a veces se descompone. Y hay que desarmarla y armarla y ponerle resistencia nueva (…) A veces me meto dentro del saco de dormir y me quedo sentado en la mesa, leyendo o escribiendo (…). Después de terminar esta carta volveré a decirme frente al espejo: es la hora de escribir R.B., es la hora de escribir. Pero no tengo demasiadas ganas de escribir. Prefiero hacer cartas. Y escuchar “Perdido Street Stomp”, de Sidney Bechet (…).

Cuéntame cosas de Chile, de la Literatura Chilena, de la nueva poesía que se hace en Chile. De París, del tiempo, del Sena y del Museo Pompidou. ¿Esta nevando?” (…). Besos para ti y para quienes tú ames, R.”.

 

Dos.

El exilio le cambió la vida a Soledad Bianchi (1948). También la mirada, algunos intereses, sus lecturas, eso, la vida. Había estudiado Castellano en el Pedagógico durante  los 60, donde luego haría clases. Había crecido escuchando historias de su abuelo Olegario Lazo, autor de “El padre”, uno de los mejores cuentos de la literatura chilena. El mundo se movía rápido y Soledad Bianchi se dedicaba a leerlo, a descubrir conexiones. Pero vino el golpe y tuvo que dejar de hacer clases. Era militante comunista, la gente desaparecía, los amigos desaparecían. Ella se refugió en el Departamento de Estudios Humanísticos, donde empezó a asistir a algunos cursos. Ahí hacían clases Enrique Lihn, Ronald Kay, Cristián Hunneeus. Fue el lugar donde leyó por primera vez a autores como Benjamin y Lacan. La ciudad se apagaba, pero ella insistía. En esos años conoce a Guillermo Núñez y se enamoran. A él lo detendrán y lo expulsarán del país. Tendrán que irse.

“Bruno Montané, Zurita, Millán y Maquieira están marcando los pasos de la poesía chilena”, escribe Bolaño en una de las cartas.

—Cuando partimos a Francia se produce un gran cambio en mí. Veo que la literatura en sí sola no me interesaba tanto, digo, me gustaba, pero descubrí afuera que lo que me interesaba era relacionarla con el contexto, con lo que estaba pasando, y tuve la suerte de que me ofrecieran estar en la Araucaria —cuenta Bianchi sentada en el living de su casa, una parcela en La Florida que comparte con Núñez, rodeada de árboles altos que hace sólo unos días estuvieron completamente blancos por la nieve.

Araucaria: la mítica revista chilena del exilio, dirigida por Volodia Teitelboim, de la cual Bianchi formó parte —en el comité de redacción— haciéndose cargo del área de literatura y creación. En eso repartía su tiempo: la revista, algunas clases en la universidad y un doctorado que había empezado a cursar. Iba a fascinarse con la poesía chilena,  un mundo que recorrería con sus textos críticos durante décadas. La abordaría con generosidad, pero también con una lucidez que sigue siendo impactante. Lo decía el escritor Álvaro Bisama hace unas semanas, cuando presentó a Bianchi en la Cátedra Abierta en Homenaje a Bolaño: “Trazar mapas, eso ha hecho en parte Soledad en su trabajo, en sus libros. El crítico literario entendido como alguien que interviene en el campo cultural, como alguien que sale a encontrar una comunidad en los textos que está leyendo, en los que compila, en los que intenta unir”.

Ya a fines de los 70 Bianchi era esa lectora imaginativa, llena de ideas, generosa.

Es entonces cuando aparece Bolaño.

 

Tres.

Soledad Bianchi dice: “El Bolaño que me escribe a mí por primer vez tenía 26 años, pero ya era un convencido de que iba a ser escritor y estaba dispuesto a dejar el pellejo, como me escribió una vez, por serlo. Siempre fue muy generoso conmigo, con la crítica que yo hacía de sus textos y de otra gente”. Y después dice: “Él se quiso crear un personaje, aunque creo que desde siempre lo fue. Incluso yo pienso: esas cartas tan ordenaditas que me mandaba, la letra, yo pienso si a lo mejor no dejaba una copia, si las escribía antes y después las copiaba”.

La letra manuscrita, ordenada, impecable. Se puede ver de manera nítida en la exposición. Se pueden leer algunas cartas, fragmentos, pequeñas luces que aparecen y que iluminan la juventud de Bolaño. Son retazos. El entusiasmo de un muchacho que sólo quiere dedicarse a escribir, leer y escribir. “Él tenía certeza de que iba a ser escritor y por eso trabajaba en cosas que no le quitaran demasiado tiempo, como cuidar un camping. Pasaba hambre, pasaba frío, lo dice mucho en las cartas”, recuerda Bianchi, quien luego de la muerte de Bolaño volvió a mirar la correspondencia y se dio cuenta de que era un material importante. Pensó que la viuda se lo pediría, pero ella nunca apareció. Una universidad norteamericana le ofreció dinero por las cartas, pero ella quería que se quedaran en Chile, así que aceptó una oferta que le hizo la UDP y por eso ahora se muestran en la exposición. Una amistad epistolar que se extendió en los años, pues intentaron encontrarse un par de veces en Europa, pero él nunca pudo viajar. No había dinero. Él le pedía ayuda. En una carta le agradece por un giro de dinero que le hizo ella. Pero no hay lamentos en esto, no es una tragedia, al contrario, es impresionante leer estas cartas, es un gozo absoluto descubrir cómo en ese joven Bolaño ya estaba todo lo que vendría después: ese deseo salvaje por la literatura, ese entusiasmo juvenil que llevaría a su punto más alto en Los detectives salvajes, eso encontramos en estas cartas divertidísimas y conmovedoras, llenas de futuro: un Bolaño que no lo pasa bien, pero que lee y escribe y quiere hacer libros colectivos y fundar revistas y compartir sus poemas y cuentos, se los envía a Soledad Bianchi para que ella los lea y los raye y los comente. El deseo irrefrenable por crear una comunidad, eso es lo que nos deslumbró de la literatura de Bolaño, y en esta correspondencia todo eso brilla.

 

Cuatro.

Poco tiempo después de que comenzara esta correspondencia —alrededor de 50 cartas—, Bianchi le contó a Bolaño que preparaba una antología de poetas jóvenes chilenos. Le pidió poemas y él le envió algunos. También le sugirió nombres.

—En ese tiempo las antologías eran muy políticas. En cambio lo que yo intenté fue romper eso. Podían ser poemas políticos si eran buenos, pero lo importante es que valieran como literatura —cuenta Bianchi.

Entre la lluvia y el arcoíris fue el título. Apareció en abril de 1983 por Ediciones del Instituto para el Nuevo Chile. Son dieciséis poetas antologados, entre los que destacan algunos nombres que marcarían la poesía chilena de las últimas décadas, como Gonzalo Millán y Raúl Zurita. Y ahí está Bolaño muchísimo antes de ser Bolaño.

 

Cinco.

Le escribe a Bianchi: “Mi madre lloró al leer Entre la lluvia y el arcoíris! ¡Carolina se preocupa cuando no me llegan cartas tuyas! Dime qué estás haciendo…

Gonzalo Millán me envió su Vida (…). Me gustó el libro. Creo que tiene algunos de los mejores poemas que hayan hecho los bardos chilenos en los últimos 50 años.

Bruno (Montané), Zurita, Millán y Maquieira están marcando los pasos, cada uno por su lado. Pero, juntos, qué gran poesía!”.

En otra carta le cuenta: “Leí que escribes una tesis sobre Puig. Yo corregí las primeras galeradas de Pubis angelical, toda una experiencia ver los manuscritos, llenos de rayas, borrones, tachaduras”.

Y en otra: “Cuando acabe mis dos novelas pienso ponerme a trabajar firme en un libro de poemas sobre la Segunda Guerra Mundial. Hace muchos años, en México, leí en alguna parte que Nicanor Parra había intentado hacer un poemario semejante y había desistido ante la enormidad de la empresa. Veremos qué sale”.

Quién sabe de qué novelas estará hablando Bolaño en esas líneas. En una carta de los 80 le cuenta que está trabajando en una que se titulará El espíritu de la ciencia ficción y otra que se llamará Diorama. Le habla de algunos cuentos, un relato largo sobre los últimos días de César Vallejo, que años después se convertirá en Monseiur Pain. Le habla de novelas que no termina, le cuenta que envió un texto a la Agencia Balcells y que quizá lo representarán. Le manda unos versos de Píndaro: “Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal/ pero procura agotar el campo de lo posible”.

 

 Seis.

Soledad Bianchi vuelve del exilio en 1987. Llega con una beca, que le permite investigar durante un tiempo. Sólo en 1990 volverá a hacer clases en la Universidad de Chile. Mientras, se reencuentra con la poesía chilena. Le impactan los poemas de José Ángel Cuevas, disfruta con los versos de Diego Maquieira (“le envié de regalo a Bolaño Los Sea Harriers”, recuerda) visita a Juan Luis Martínez en Villa Alemana, se deslumbra con Arte marcial, de Bruno Vidal, vuelve a encontrarse con Gonzalo Millán. Y escribe. Escribe sobre ellos algunas de las mejores reseñas que pueden encontrarse acerca de sus obras. Imparte clases sobre esos autores, sobre esos libros. Los invita a sus cátedras. Descubre a Pedro Lemebel. Se fascina con esa escritura desbordada. Por sus seminarios pasan jóvenes que luego se convertirán en escritores como Alejandra Costamagna y Alejandro Zambra. Ellos recuerdan esas clases con cariño y admiración. Costamagna recuerda: “Era 1996 y no estaba muy convencida de haber tomado el magíster en Literatura. Tenía un prejuicio con la rigidez de la academia. Pero me inscribí en su curso sobre los 60 y todo cambió. Especialmente por su método: enseñar a enfocar la mirada en los ángulos periféricos, a estar siempre atentos a los contextos, a atender los diversos pliegues y los sonidos de los textos”.

“Bolaño tenía la certeza de que iba a ser escritor y por eso trabajaba en cosas que no le quitaran demasiado tiempo. Pasaba hambre, pasaba frío, lo dice mucho en las cartas”, cuenta Bianchi.

Y Zambra, quien le dedicó a Bianchi Facsímil, recuerda: “Siempre me interesó su capacidad de poner en diálogo a la academia con la calle, que es una capacidad que ahora parece natural, pero que en ese momento, a mediados de los 90, era supercontroversial. Era alguien muy atenta a la realidad. Nos enseñaba que un texto nunca es completamente revelado, entendía la creación como pocos profesores”.

Fue justamente en esa década cuando se volvió más esporádico el contacto con Bolaño. Él se empezaba a convertir en un escritor importante y ella se repartía entre sus clases en Chile y Estados Unidos. A veces hablaban por teléfono. Tenían noticias el uno del otro, pero la distancia era cada vez mayor. Una de las últimas cartas que le envía Bolaño es de junio de 1997, desde Blanes. En ella le dice que ve difícil ir a Chile. A esa altura, todavía ellos no se han conocido en persona. Él escribe: “No necesito ir a Chile para conocerte, pues eres mi amiga y tengo la impresión o la certeza de que nos conocemos y de que nos hemos visto y hemos hablado. E incluso discutido, pero siempre con cariño. Donde esté el género epistolar, que se quiten los demás, hubiera dicho Kafka”. Y unas líneas más adelante le cuenta, consternado, que se enteró de la muerte de Bárbara Délano.

Un año después de eso, finalmente, se conocen en persona. Bolaño almorzó en su casa. Pasaron esa tarde conversando, o más bien monologando, recuerda Bianchi, pues Bolaño sólo habló de él.

—Estuvimos tan cerca y algo se esfumó .

Un par de años después, Soledad Bianchi iría conduciendo, escuchando la Cooperativa cuando oiría la noticia: Roberto Bolaño había muerto. Ella no lo podía creer. Sabía de su enfermedad, pero no recordaba cuán grave era. Quedan, entonces, las cartas, la amistad y el entusiasmo. Quedan los libros que él le envió con largas dedicatorias, las revistas, los poemas, los manuscritos. Quedan esas palabras que anotó Bolaño en esa carta de 1997 que envió desde Blanes, poco antes de que se ganara el Premio Herralde y su vida cambiara para siempre. Esas palabra en las que decía:  “Siempre que termino de escribir algo me pregunto si le gustará a Soledad Bianchi (…). Recibe un fuerte beso, Roberto”.

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