Por Nicolás Alonso Junio 30, 2017

Una mañana levantas el teléfono y alguien te dice que has muerto. No es una amenaza, no es una broma; te lo informa, oficialmente, la voz apática de un policía de turno. Al parecer, fuiste el último en enterarte de tu muerte: tu cuerpo fue identificado hace tres años, y lleva un rato pudriéndose bajo tierra. Le dices que no, que estás bien vivo, que al menos eso pensabas hasta anoche.

—Acá está escrito que usted está muerto —oyes del otro lado de la línea.

Entonces, de un día para otro, te conviertes en el detective de tu propia muerte. Contratas a un par de investigadores, de dudosa ética. Te enteras de que el lugar en donde encontraron tu cuerpo —el que dicen que era tuyo— era un edificio a medio construir en el barrio de Lapa, un esqueleto derruido en el epicentro cultural de Río de Janeiro. Un lugar habitado durante años por mendigos, por gente en los márgenes de la sociedad. Cuando te avisan de tu muerte es 2011, la ciudad está sufriendo el mayor huracán inmobiliario de su historia —que el gobierno llama “revitalización”, un plan de obras para los Juegos Olímpicos que incluirá la expropiación y expulsión de más de 40 mil personas de sus hogares, y todo tipo de abusos—, y sobre ese edificio en que falleciste ya han inaugurado uno nuevo, reluciente y vacío. Los rastros del hombre que murió y que eras tú, por tanto, se han borrado para siempre. Pero te obsesionas: arriendas un departamento, comienzas a hacer preguntas, las cosas se empiezan a poner peligrosas.

Ese es el punto de partida de Descubrí que estaba
muerto (Tusquets), la última novela del brasilero João Paulo Cuenca, de 38 años, un policial metafísico y delirante, que sin embargo parte de una anécdota real: el día en que el escritor —que acababa de publicar su elogiada tercera novela, El único final feliz para una historia de amor es un accidente— se enteró de que legalmente estaba muerto. Hacía rato. En ese momento estaba escribiendo una especie de novela distópica sobre un Río de Janeiro de 2020, una ciudad brutal y completamente corrupta, la antítesis de ese Brasil moderno y camino a ser una potencia que hacía no mucho The Economist le había augurado al mundo. Pero entonces un desconocido robó su identidad y murió en su nombre, y lo que partió como una anécdota rara pronto se fue transformando en una obsesión. Y también en su puerta de acceso al reverso oscuro y peligroso de la ciudad de Río, retratado en la novela y en un documental, La muerte de J.P. Cuenca, que en los últimos meses ha participado en 15 festivales internacionales.

Lo que partió como una anécdota se fue transformando en una obsesión. Y en su puerta de acceso al reverso oscuro y peligroso de la ciudad de Río.

Al teléfono desde Sao Paulo, a donde se mudó luego de quedar hastiado de la sociedad carioca, el escritor brasilero dice que, de cierta forma, la historia de su doppelgänger muerto era una forma de abordar la contracara del relato triunfalista de esos años —que en el libro llama “la Profecía Olímpica”—, un fervor que terminó con buena parte del pueblo revolviendo basura en las calles.

—Yo quería escribir una especie de fantasía distópica sobre la ciudad, pero la distopía llegó mucho antes de lo que imaginaba. Nos atrapó, nos pasó por arriba. Casi 50 mil personas perdieron sus casas, y casi a nadie le pagaron indemnizaciones. Hubo casos de gente que estaba adentro de las casas mientras eran demolidas. Fue muy duro, una vergüenza total, pero los grandes medios, que eran los socios del negocio olímpico, no dijeron nada. Desde 2009 a 2014 el silencio fue absoluto. Ahora estamos viviendo el aftermatch, el apocalipsis zombie, y aún va a empeorar.

—¿A dónde fue a parar toda esa gente?

—Se fue, el poder económico los echó. Ahora hay un nuevo tipo de mendigos en Río y Sao Paulo, personas que viven totalmente en la calle. Eso es algo muy reciente y muy visible. Ahora la provincia de Río de Janeiro está en insolvencia total, no tiene dinero ni para pagar salarios a los funcionarios públicos hace tres meses.

—Después de la fiebre olímpica, llegó la realidad.

—Durante el sueño de la prosperidad brasilera, Río de Janeiro fue la ciudad con mayor inversión del mundo, muchísimo dinero que fue a parar a algunos bolsillos. La gente esperaba que les llegara también algo, que les cayeran unas moneditas en la cabeza, pero era todo ficticio. Yo vuelvo a Río y me da lástima por la gente. La caída fue desde muy alto, la gente perdió la ilusión.

 

***

 

“Si en mis planes de fuga y destierro yo siempre había querido ser otro en otro lugar, ahora había conquistado una prueba material de aquella enajenación: un cadáver con mi nombre”, anota João Paulo Cuenca hacia la mitad de Descubrí que estaba muerto, y de pronto el tono policial con que comienza la novela se va transformando en otra cosa: en una investigación hacia el interior del propio João Paulo, un escritor asqueado de la hipocresía de sus colegas y, sobre todo, de sí mismo. El relato, de golpe, se vuelca en una crítica despiadada contra la vacuidad del mundo literario y su desconexión con la realidad brasilera, de la que él mismo es el mejor ejemplo: mientras teoriza cínicamente sobre la injusticia, viaja a conferencias en Europa y Estados Unidos —“Ser un escritor me ocupaba tanto tiempo que yo ya no podía escribir nada más”, dice—, tiene sexo con toda groupie que encuentra, se droga y subsiste a base de repetir por el mundo un discurso que desprecia: la idea de la literatura como un bien social. Como algo que, se supone, le hace bien a la gente.

—El tono de la investigación va cambiando hacia algo más personal, sobre el mundo literario. Para mí la mayor parte de los escritores son unos burócratas. Yo pasé muchos años de mi vida viviendo de eso, de hablar de la literatura como una cosa salvadora y todo eso, ¡y carajo, no! La literatura es sólo un arte, te puede salvar o te puede ahogar. Pero ese discurso utilitarista te hace ganar dinero.

—En la novela pareces querer matar esa versión tuya.

—Sí, de alguna manera todo el proyecto se transformó en una especie de suicidio ritual. Estaba llegando a un punto de agotamiento total con el personaje-escritor, ya no rendía más. Creo que hice esta novela para enterrarlo, para matarlo. Para matarme.

Antes de dar paso al desenlace, en donde todo se enrarece y la muerte y el delirio comienzan a acechar al protagonista, Cuenca dedica un cuarto de la novela a la narración pormenorizada —en una versión carioca y decadente de El Gran Gatsby— de una escena: una fiesta desenfrenada de escritores y artistas en un departamento, entre todo tipo de excesos sexuales y psicotrópicos. De fondo se oyen los balazos entre los jóvenes de las favelas y la policía, que al amanecer habrán dejado varios muertos. En medio de todo eso, Cuenca escribe: “…reaccionamos con elegante extravagancia a los balazos que no paraban de estallar en la calle. El anfitrión delicadamente les pidió a los fumadores que evitasen la ventana. Marta subió el volumen y ordenó abrir las botellas de Prosecco”.

Ese tipo de descripciones —un collage de varias fiestas a las que asistió en Río— le han valido cierto rechazo entre los escritores de su generación, pero no se arrepiente.

—Yo no soy muy generoso conmigo mismo, y tampoco podía serlo con las cosas que veo. No es un libro simpático, claramente, hay gente que no se siente bien al leerlo. Pero me parece fantástico.

—Te fuiste marginando de ese mundo.

—Ahora soy una especie de sombra. Creo que al final conseguí una cosa un poco rara: ser un escritor muerto en vida. Para los escritores suele ser muy bueno morir; te mitificas, eres más leído, todas las antipatías que generabas se anulan… pero de cierta manera yo hice que después de muerto la gente me odie más, ja ja.

Mientras la novela, y sobre todo el documental, avanzan decididamente hacia terrenos metafísicos, la investigación sobre la verdadera identidad del João Paulo muerto va dando frutos. Sabemos quién pudo haber sido; de quiénes, quizás, estaba huyendo. Lo que no sabemos es por qué tomó la identidad de un escritor brasilero para morir, ni tampoco quién era Cristiane, la misteriosa mujer que entregó su cuerpo a la policía, y a la que ningún detective pudo encontrar.

—El libro no tiene respuestas, porque en Brasil las preguntas no tienen respuestas. Pero hacer un libro, una película y dar entrevistas podría ayudarme a encontrarla.

—Quizás pronto suene tu teléfono.

—Mientras no la encuentre, el misterio sigue.

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