Por Pablo Toro, escritor y guionista Mayo 26, 2017

Desde su estreno en 1990, Twin Peaks fue siempre un acto de subversión narrativa. Subversión de la racionalidad del género policial, haciendo de los sueños y visiones del agente Dale Cooper el centro de su método investigativo. Subversión del melodrama, dotándolo de inesperadas sutilezas y una mirada camp. Subversión de su propio tono, rechazando el imperativo de la coherencia interna y resistiéndose a la interpretación. Esa misma vocación de ruptura, más el alejamiento de su director, fue lo que terminó por enterrar sus ratings y su continuidad tras el fin de la segunda temporada.

En esa estela de reglas quebradas, Twin Peaks moldeó el futuro de las series, dejando en la retina de nuevos creadores una ambición narrativa desbordada, una vocación por el cruce de géneros y una amplia gama de personajes complejos, moldeados tanto en los arquetipos de la cultura pop como en el tabú de la violencia colectiva (no existiría Laura Palmer sin Marilyn Monroe, así como no existiría el demonio Bob sin nuestras propias pesadillas). Twin Peaks hizo plausible la idea de una televisión autoral y cinematográfica, además de comercial (en su momento tuvo 35 millones de espectadores). Fue pionera, además, en el hoy popular subgénero de la “televisión puzle”: historias con vastos arcos narrativos, un misterio central y múltiples subtramas que proponen más preguntas que respuestas, despertando en su audiencia el deseo por la especulación, la teoría personal y el fetichismo. Un camino que posteriormente han tomado series como Lost, True Detective, Mr. Robot, Westworld y Stranger Things, estas últimas potenciadas por la hipercomunicación de la era Reddit.

El trabajo de David Lynch se mueve en un territorio ubicado entre el arte y el entretenimiento.

En esta nueva entrega, el misterio se levanta en torno a tres hebras centrales que comprenden distintas ciudades y dimensiones. En Dakota del Sur, al director de un colegio lo acusan del desquiciado crimen en contra de una bibliotecaria. Bill Hastings y su esposa Phyllis, en apariencia modelos de la vida familiar americana, se van revelando como algo muchísimo más oscuro e inquietante. En Nueva York, contratado por un billonario anónimo, un hombre sentado en un sillón observa una caja de vidrio donde una circunferencia muestra la ciudad desde el cielo. Una espantosa presencia emergerá de esa caja de vidrio, que alguna relación guarda con el Black Lodge, esa especie de purgatorio interdimensional donde ha quedado atrapado durante los últimos 25 años el agente del FBI Dale Cooper. Mientras tanto, en el mundo real, su doble o doppelgänger, poseído por el demonio Bob, continúa matando y corrompiendo, esta vez con su mira puesta en la familia Hastings, como antes lo hizo con los Palmer. Otra investigación comienza en el pueblo de Twin Peaks, donde el sheriff  Tommy “Hawk” Hill anda tras la huella del desaparecido agente Cooper, guiado por pistas que le ha entregado la “señora del tronco” y que remiten a su propio origen étnico.

Twin Peaks: the return avanza y retrocede, contrae y expande el tiempo de la ficción, accediendo a las distintas etapas de su propia imaginería. “¿Esto es el futuro o es el pasado?”, le preguntan a Cooper en su estado de trance interdimensional. La pregunta puede ser leída como pista ominosa o declaración subconsciente, pero también es una reflexión sobre el sentido mismo de retomar el proyecto: la tensión permanente entre la innovación radical y el apego a su propia mitología. Hay aspectos de la nueva entrega que evocan lo mejor de la anterior. Están las tensas atmósferas sonoras, la música de Angelo Badalamenti, el Bang Bang Bar, personajes queridos y recordados que reaparecen (la “señora del tronco”, James Hurley, Shelly Johnson, Hawk Hill, Laura y Leland Palmer, los hermanos Horne, entre otros), el gusto de Lynch por tomar lo que consideramos familiar y exponer sus rarezas y truculencias, además de la comedia idiosincrática o sexual que se convierte en pesadilla grotesca. Y pese a su diálogo con el pasado, la nueva entrega es un animal distinto, quizás más sombrío y demencial en sus movimientos. Una de sus principales diferencias es de amplitud. Si antes la historia mantuvo su foco en los efectos de la violencia en una comunidad pequeña, ahora se abre para contar algo más grande en su alcance, más innombrable, más maligno.

Estas variaciones del tono son de escritura, por cierto, pero además tienen razones técnicas y económicas. En las dos primeras temporadas, Twin Peaks usaba la precariedad de recursos (real o ficticia) a su favor. Esta vez Lynch ha usado la plataforma de Showtime para llevar su cinematografía a un nivel técnico superior, que en su efectividad tiene menos de ironía y más de pesadilla verdadera.

David Foster Wallace apuntó, hace 20 años, que el trabajo de David Lynch se mueve en un “tercer territorio”, ubicado entre el arte y el entretenimiento. Quizás de ahí provino el desconcierto en torno a Twin Peaks a comienzos de los años noventa: la extrañeza de no saber qué esperar ni cómo interpretarlo. Sobre todo en un medio como la televisión, hasta ese momento propenso a ficciones de bajo calibre. Wallace también se refería, por cierto, a películas como Carretera Perdida o Terciopelo Azul, pero podría haber estado hablando del futuro de la televisión. Hoy, Twin Peaks regresa a un mundo donde la “era de oro” de la TV es anunciada en titulares y los showrunners son estudiados en la universidad. David Lynch y Mark Frost vuelven a un medio que otros han ido perfeccionando y, tal como hace veinticinco años, lo empujan en nuevas direcciones.

Twin Peaks: the return es algo nuevo. No se siente como una serie, pero tampoco es una película. Sus entregas no parecen episodios, pero se adhieren sin problemas al formato de una hora. Ignora las pocas convenciones televisivas que alguna vez respetó, pero no podría existir en otro medio. Convierte a la TV en algo parecido a esa caja de vidrio en Nueva York: un espacio hipnótico, aparentemente vacío, donde sin aviso puede aparecer algo impensado y terrible. Una nueva y desconocida máquina de narrar.

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