Por Nicolás Alonso // Fotos: José Miguel Méndez Mayo 12, 2017

Suena una guitarra, un arpegio que se arrastra suave y triste. La voz del que canta también canta triste: Yo soy un gitano que va sentado en un viejo vagón, gitano falso.

El hombre, en realidad, está sentado en un auto al costado del camino. Tiene en las manos una guitarra demasiado vieja y, sobre el asiento, un celular grabando. Arriba el sol.

Yo soy un poeta de amor del siglo de oro español, poeta falso.

El hombre que la entona frágilmente es Manuel García, y el arpegio y la voz brotan de ese mismo celular trizado, que ahora sostiene en su mano. Es la mañana de un viernes, la ciudad tiembla a cada instante, y el cantautor está en una habitación de una productora en Providencia, deslizando el dedo por la pantalla, saltando de una grabación a otra. Son un centenar de pistas que ha ido grabando: en un auto, en carreteras, en aeropuertos. Muchas están afinadas con la primera cuerda en Si, una sonoridad extraña que le enseñó un boliviano cantor de micro en Arica, cuando era adolescente. Pronto el celular se llenará de canciones y él lo apagará y lo dejará en el cuarto de su casa que usa como archivo. Allí se acumulan los celulares llenos, los computadores viejos, las grabadoras, los cuadernos con letras que escribió hace treinta años.

Me siento incómodo con los estereotipos. Si te muestras solo con la guitarra, dicen: “Ah, ya, esta es música universitaria, con metáforas sociales”. O te ven de esta otra manera más rock-pop, y dicen: “¿Pero cuántos años tiene este?”.

En ese cuarto conviven todos los Manueles: el adolescente de poncho que componía canciones en el desierto; el joven rockero que llegó a Santiago; el trovador que compuso ese debut inolvidable llamado Pánico; el Manuel beatle de S/T; el que quiso ser synth-pop en Acuario; el que escarbó en las raíces chilenas para Retrato iluminado. Y también el que se fue a buscar otras raíces para su sexto disco, Harmony Lane, por las carreteras folk de Estados Unidos. Un álbum que suena a Johnny Cash en la frontera de México, y que en la tapa lo muestra al costado de la ruta, como un Bob Dylan recién llegado del sur. La idea del disco, en colaboración con el guitarrista de rock y blues Craig Thatcher y un puñado de músicos de Pennsylvania, era crear una especie de puente entre el folklore latinoamericano y el folk del Norte. De ahí que sus dos piezas más sensibles funcionen como díptico: un homenaje a Kurt Cobain y otro a Violeta Parra.

De ahí, también, que esta mañana Manuel García, a sus 47 años, parezca salido de la canción “Man in black” de Cash, todo de negro, con el medallón de un lobo que aúlla cerrándole el cuello de la camisa. Aunque pronto éste también quedará, como los otros Manueles, atrás. Etiquetado como el líder de la fugaz generación folk chilena –que se mudó, en masa, al pop–, hoy el ariqueño parece más comprometido con una consigna que con una estética: cambiar de piel en cada disco. Una ruta con curvas, pero que ha encontrado un público masivo –difícilmente equiparable con otro artista de su generación– y que a fin de mes volverá tres noches al Teatro Caupolicán.

–Era un riesgo para ti abrazar a Estados Unidos, ¿no?

–Mira, he leído que Violeta se compró su primera casa con los derechos de una versión de “Casamiento de Negros” que hizo una banda norteamericana, y Víctor Jara grabó en inglés una canción de cuna. Algunas de esas cosas las descubrí allá. Yo soy un artista de acercarme a las áreas difíciles, para desarrollar algo nuevo. Pero no renuncio a mi posición de cantautor con guitarra de palo y temáticas del pueblo al que pertenezco. Lo que hago es ir a mirar un horizonte, a ver si enriquecemos un poco ese núcleo.

–¿Por qué cambias de piel en cada disco?

–Es complejo mantener una estética que te permita generar un lazo potente entre tus músicas, como podría hacer Inti-Illimani. Yo me muevo con naturalidad hacia otros lados, y  esa experimentación me nace de manera muy espontánea. No es que me lo haya propuesto como un plan. No es que yo sea un artista que diga: “Mi próximo disco lo voy a hacer de metal: ¡Esa sí que no se la imaginaban!” (ríe).

–¿No te da miedo perder consistencia?

–Sí... me da un pequeño resquemor pensar que la obra entera se pueda desdibujar, por no saber por dónde tomarla. Nos ha pasado cuando viajamos. Que no sabemos si mostrar una cosa contemporánea, o si vamos a decir: este artista se la puede solo con la guitarra. Pero ahí es donde me siento incómodo con esos estereotipos. Si te muestras solo con la guitarra, dicen: “Ah, ya, esta es música universitaria, con metáforas sociales”. O te ven de esta otra manera más rock-pop, y dicen: “¿Pero cuántos años tiene este?”. Porque aquí hay que ser superjoven para romperla.

–Tus compañeros huyeron del folk.

–Yo había hecho una vuelta larga para la edad que tenían ellos. Había sido andino en el norte, pero andino en serio. Yo toqué en una banda profesional, Raíz Americana, con poncho y toda la historia. Después pasé por esa banda experimental que era Coré, por Mecánica Popular y, bueno, lo que yo quería era tocar rock and roll.

–Pero grabaste Pánico, un disco cercano a la trova.

–Es que había ido haciendo canciones que sonaban muy lindo en guitarra y siempre esperaba grabarlas, hasta que me di cuenta de que tenía 35 años, y si no lo hacía ya, no lo iba a hacer en ningún momento. Me estaba preparando mucho para una cosa que no iba a suceder nunca. ¿Por qué? Porque tenía pánico.

 

***

 

–¿Por qué nunca hiciste otro disco como ése? 

–Es que para mí la apuesta de la guitarra reflexiva, como muchas otras artes, ha acumulado demasiado ruido. Tomar canciones y decir que se sustentan sólo con la guitarra es cosa seria, es parte de la tradición latinoamericana más poderosa. Tiene que haber melodía, contracanto, dominio del instrumento, un lenguaje propio, que se justifique poéticamente. Si no para qué. Yo soy muy reacio a escuchar discos que están recargados de metáforas que lo único que hacen es cansarme.

–¿En quién piensas?

–En la música que dio origen a que el cantautor fuera tratado como cansa-autor. No falta el que entiende que mientras más solemne y más larga la perorata, mejor la canción. En el fondo, es intelectualizar un proceso musical y llevarlo a algo cada vez más complicado. Entonces reúnes a los cantautores con el sentido de que tiene que haber un referente criollo de su pueblo, que va a establecerse a través de un diálogo vinculado a la poesía y a la guitarra y a la...

–Empieza a dar sueño.

–¡Claaaro! A menos que cumpla con todas esas expectativas, y más encima con el don de la gracia, que es algo que puede suceder con Pablo Milanés, con Silvio Rodríguez, con Chico Buarque, con Atahualpa Yupanqui, con la Violeta.

–¿Tú sientes que tienes gracia?

–Claro, ¡mucha gracia! (sonríe). Lo siento desde que lograba sorprender a mi familia con mis disfraces, o porque se me ocurría subirme arriba de la mesa y cantar unas cuecas para verle a mi abuela una risa en la cara. Gracia en el sentido de que soy un buen anfitrión. Trato de que el que esté bajo mi techo se sienta cómodo y querido. Y cuando uno ofrece la guitarra y la saca, tiene que querer lo mismo.

–¿Te pesan los viudos de Pánico?

–Yo siento que toda mi obra está en diálogo con Pánico, pero también trato de no repetirlo. Creo que lo que voy a hacer es, en alguna fecha muy especial, escribir un disco que se llame Dos veces Pánico, en que grabe los descartes que no entraron en el primero y todas las otras canciones acústicas que separé estos años.

 

***

 

El camino tiene curvas, pero Manuel García no parece dispuesto a dar pie atrás. Ahora pone en su celular otra canción inédita: “El viejo San Juan”, un tema inspirado en Puerto Rico, influenciado por los shows que abrió para Calle 13 por Estados Unidos. En la grabación se lo oye tararear una melodía que, imagina, pronto será tocada por bronces vigorosos, grabados por músicos puertorriqueños. En la gira con Calle 13 tuvo noches de gran éxito y otras en que la gente simplemente se iba o no le prestaba ninguna atención. Noches en que se sintió, dice, en offside.

–Me pasó un par de veces en Pennsylvania, en festivales, que empiezas a cantar en castellano y la gente se empieza e ir. Es crudo, es rudo. Pero uno se la aguanta.

–Antes eras un artista más solemne. ¿Quisiste escapar del lugar común del cantautor?

–Lo que pasa es que uno aprende de los artistas que le gustan, y cree que también tiene que vivir y comportarse como ellos. Entonces yo admiraba a cantantes que pensaba que eran mucho más solemnes de lo que verdaderamente eran. Víctor Jara, por ejemplo. Pero después, hablando con gente que lo conoció, me contaban de la sonrisa de Víctor, de sus dichos, de la búsqueda de la moda de Víctor. Y uno empieza a buscar y dice: “Ah, sí po, si le gustaba la moda”. Si tenía su anillo, si tenía un cuello grande a lo Elvis, si se sacó una foto como Dylan en París.

–No era sólo un héroe político.

–Exacto, no estaba su arte ni él mismo fosilizado por un pensamiento ideológico, supergenuino, que tomó en una época. Su arte trasciende eso. Entonces empiezas a pensar tu vida con más libertad. Y empiezas a enfrentar el escenario como enfrentas las cosas también en tu casa, con tus hijos, porque por más reflexivo que trate de ser, también puedo ser muy superficial y muy histriónico.

–Te despojaste de los clichés del músico comprometido.

–A mí me pasó una cosa: pocas de las personas que conocí vinculadas al mundo de la canción político-social me dieron de cerca una relación o una altura con lo que habían escrito o dejado como patrimonio. Por un lado te das cuenta de lo comunes que somos todos, aunque alguno se sentirá más artista o más genio incomprendido. Lo que queda de las personas, por suerte, son las canciones. Musicalmente también, a veces, creemos que nos corresponde una cosa, y decimos: “no voy a escuchar a Américo, eso es música para mover el coco”, y resulta que es un artista interesante.

–¿Estás abierto a cualquier música?

–Mira, cuando la gente se reía del reguetón, yo decía: “no me voy a oponer a eso, porque estos lenguajes populares a veces se incorporan en las culturas”. Y apareció Calle 13, que empezó a llevar ese lenguaje a una cosa más profunda y social. A mí me interesa muchísimo cómo escribe Residente, y le estoy empezando a copiar algunos elementos de su visión poética. Esa manera clara, cruda. Si uno hace historia, la cueca, que nos da tanto orgullo, también fue una música muy de orilla.

–Una música considerada vulgar.

–¡Claro! Una música de gente ignorante, que toca una guitarra que quedó sobrando por ahí, sin una cuerda. Y que golpea unos cajones y hace una zalagarda horrible y medio erótica en las barracas. Debe haber sido un ruidillo que se escuchaba por allá, ultraordinario. Y de pronto es identitario, porque es social, porque es contemporáneo, porque va cambiando los lenguajes.

–No irás a hacer un disco de reguetón...

–(Ríe) No, no… por el momento.

–¿Tienes pensado tu próximo giro?

–Estoy con muchas ganas de trabajar con gente de Puerto Rico. Tengo ganas de arreglar esa canción mía, y si queda bonita de pronto se abre un lenguaje. También quedamos con Craig Thatcher en que ahora él componga melodías, me las mande y yo escriba cosas en castellano, y ojalá algo en inglés, así que estoy estudiando.

–¿Y cómo vas con eso?

–Avanzo… I’m getting better.

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