Por Mauro Libertella, escritor y periodista argentino Marzo 10, 2017

Y un día volvió. A pesar de que en muchos sentidos siempre estuvo ahí —en el tejido nervioso de una nación, en la memoria sintáctica del Río de la Plata—, durante los últimos años nos estábamos empezando a acostumbrar a convivir con un Charly García en ausencia, que aparecía en el recital de algún amigo y luego se disolvía con la brevedad de un relámpago. Era alguien que todavía guardaba gestos del viejo Charly pero que también era un hombre nuevo, desconocido para todos. Y un día volvió. Primero llegó bajo la forma de un rumor, que parecía tener más bien la densidad de un deseo (¡García está grabando un disco nuevo!) y luego apareció la foto del artista firmando contrato con una discográfica y ahora sí, después de diez años, un nuevo disco de nuestro mayor compositor popular llega a las disquerías y se convierte en número uno instantáneamente, después de mucho tiempo, de demasiado tiempo.

Durante los últimos años conocimos a un Charly frágil, y esa fragilidad fue un símbolo terrible de la crisis de nuestro rock. Se morían los ídolos y más encima el Charly que salía en la televisión era un hombre débil, completamente vulnerable. Pero ahora está de vuelta y por eso muchos sintieron que la casa estaba nuevamente en orden.

El título del disco, Random, remite a la posibilidad del consumo aleatorio que tiene siempre el arte. En ese sentido, este disco es un Charly García para armar: “Lluvia” podría ser un B-side de Filosofía barata y zapatos de goma (1990), “Ella es tan Kubrick” es una extensión natural de Say no more (1996), “Believe” es La hija de la lágrima (1994) puro y “La máquina de ser feliz” podría ser un tema perdido de la época de Cómo conseguir chicas (1989). Random se convierte así en una extraña forma de disco antológico, al mismo tiempo anacrónico y actual. Revisita toda la obra pasada del músico con temas que podrían haber sido parte de la producción de aquellos años pero que son de este, en un juego milagroso de temporalidades cruzadas. Algo así hizo el poeta argentino Héctor Viel Temperley en su último libro, Hospital británico, donde tomó fragmentos de sus libros anteriores y los mezcló con cosas nuevas en una operación que llamó “textos proféticos lejanos”, porque decía que en esos fragmentos de su obra pasada ya se anticipaba la enfermedad que lo iba a matar. En los años previos a este disco, Charly produjo al menos diez conciertos antológicos, donde repasó distintas etapas de su música. Ahora, a la luz de Random, vemos que esos conciertos no eran hechos aislados sino la preparación intelectual para un disco que es como una rara autobiografía.

Roland Barthes, en su ensayo sobre la fotografía, habló del punctum como ese detalle que encontramos en cualquier foto y que captura de modo inmediato nuestra atención; es el punto que nos punza, que nos conmueve, que nos violenta (“un pinchazo, un agujerito, una pequeña mancha, un corte”). En Random, el punctum está en lo que podríamos llamar “la dicción”: con la lengua anestesiada por las pastillas, la pronunciación de Charly es una pronunciación defectuosa, trabada: es la lengua de la vejez. ¿Por qué los productores del disco decidieron enmascarar esa voz quebrada con un auto-tune escandaloso, excesivo? No lo sabemos, pero como sucede siempre en la vida, por querer maquillar un defecto lo hicieron más evidente. La voz de un Charly viejo es la gloria del disco, es lo que nos pincha y nos conmueve. No está solo en esa tradición. Johnny Cash, por ejemplo, dejó testimonio de cómo la voz de roble antiguo se le iba apagando en la serie de los American Recordings con la que se despidió por todo lo alto de este mundo. El último disco de la serie es emocionante porque lo que se escucha es justamente eso: la batalla de un hombre por no perder la voz, una batalla perdida de antemano. Bob Dylan tomó otro camino. Cuando su voz cambió, se volvió hermético, ilegible; puso esa dicción intraducible en primer plano y le dio la espalda al público y al mercado. En el tango tuvimos el ejemplo mayor del “Polaco” Goyeneche, que dejó de cantar para balbucear sobre el escenario; de viejo se volvió un niño que aprendía a hablar en público. Y si bien es obvio que este no es el mejor disco de Charly García, Random parece ejemplificar la teoría de Edward Said del “estilo tardío”, según la cual los artistas se liberan en el tramo final de sus obras y ahí producen los artefactos más extraños y salvajes.

Durante los últimos años, por lo demás, conocimos a un Charly frágil, y esa fragilidad fue un símbolo terrible de la crisis de nuestro rock, del fin de los grandes hitos del siglo XX. Los tipos que definieron una época iban muriendo uno por uno (David Bowie, Leonard Cohen, Prince, Lou Reed) y más encima el Charly que salía en la televisión era un hombre débil, completamente vulnerable. ¿Cómo se podía procesar tanta desintegración junta? Ver colapsar a los héroes es siempre dramático. La disolución de Charly hacia el año 2000, su derrumbe público, fue algo triste porque hablaba del fin de algo hermoso para todos nosotros. García fue una válvula, una suerte de antena siempre atenta a los humores sociales y a las transformaciones estéticas de nuestra cultura, y cuando esa antena entró en cortocircuito muchos sintieron que les faltaba algo importante, alguien que interpretara nuestros miedos y nuestras pasiones y los transmutara en canciones de tres o cuatro minutos. Esas figuras son esenciales para el crecimiento de un país y ocupan el lugar que antes ocupaban los viejos sabios de una tribu: gente a la que a veces (muy cada tanto, incluso) volvemos para que nos diga alguna palabra clarificadora sobre nosotros mismos. Sin esas brújulas estamos como perdidos. Por eso, cuando la discográfica lanzó el primer single de Random, “La máquina de ser feliz”, muchos sintieron que la casa estaba nuevamente en orden. En un mundo roto, festejar la vigencia de un artista total no es un acto de nostalgia sino un grito de pura actualidad.

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