Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Marzo 3, 2017

Las películas como esta no ganan un Oscar.

Esto lo dijo el crítico de cine Justin Chang de Los Angeles Times y tiene razón. Cintas independientes, de poco presupuesto, arriesgadas, sutiles, contenidas, que quiebran no sólo las convenciones narrativas sino también las estéticas y las sociales, como Luz de luna, no ganan premios Oscar. A lo más están nominadas y en la categoría de película extranjera.

Como si fueran de otro planeta.

Luz de luna es un poco de otro planeta: del planeta de la subjetividad, de las emociones que asustan, de ese satélite donde el arte no es sólo fuga sino ingreso —con invitación— a un mundo privado. Lo cierto es que cintas como estas ganan algunos premios en festivales europeos o arrasan en festivales periféricos y terminan siendo de culto o fetiches-de-críticos, y nunca se
estrenan o aparecen en funciones esporádicas en cinetecas y terminan siendo más comentadas que vistas. Este es un tipo de cine-arte, pero con emociones, honesto (uf, qué palabra, pero sí: honesta, sentida, palpable, cercana,  íntima, autobiográfica, tierna, dura, dulce), películas que a veces logran remecer a cinéfilos y críticos, pero que se quedan ahí, a un costado.

No terminan siendo tema ni menos parte de la conversación.

No conversan con el resto de la sociedad.

De ahí el triunfo impresionante de Luz de luna. Más allá del escandaloso error de la entrega del Oscar y el bochorno de la veterana dupla de Bonnie and Clyde, lo increíble de lo que sucedió el domingo pasado es que una cinta notable, de tono menor, que no es exactamente lo que todos creen  (no es una cinta de negros y a la vez lo es; no es una película acerca de los económicamente desposeídos y a la vez lo es; no es una cinta gay y claramente lo es), provoca eso que tantos cineastas serios que huyen de las narrativas y los géneros y la moral Hollywood no pueden o no se atreven a hacer: emocionar.

Luz de luna destroza.

Pero también apaña.

Conecta.

Entiende.

Luz de luna no le quitó el Oscar a La La Land, aunque también se puede leer así (¿qué hubiera pasado si hubiera sido al revés?), pero quizás puso las cosas en su lugar: La La Land, una cinta que me gustó mucho y que me emocionó inesperadamente (sí, me sacó lágrimas), es un alucinante trabajo de remix que mira hacia el pasado desde un presente inestable y sin demasiada fuerza. Agrada y sí, produce intensidades ligadas a las veleidades y los secretos de las relaciones de pareja, pero al final es una cinta convencional donde la cinefilia es su motor.

La segunda cinta de Barry Jenkins, basada en una obra de teatro autobiográfica de Tarell Alvin McCraney, es un filme personal (sí, Imagen Imagen moonlight_5personal: Jenkins no es gay, pero es de Miami y es negro y sabe que las cintas importantes y vitales son aquellas donde el autor real no es aquel que hace todo o debió escribirla, sino aquel que la hizo suya invirtiendo todo su disco duro emocional en el proceso), de bajo presupuesto que se escapa de la estética cámara-en-mano que pareciera ser la puesta en escena de rigor para tratar los temas sociales. Esta no es otra cinta negra acerca del barrio o del gueto. Es un filme realista acerca de la memoria, íntimo, que de pronto se llena de lirismo y tiene fugas poéticas, pero que nunca deja de estar anclado tanto en la tierra como en la psiquis herida de Chiron, el chico-adolescente-adulto que la protagoniza.

Jenkins fusiona el Miami que los turistas no conocen con una remix de cineastas que más bien huyen de la narrativa convencional (Wong Kar-Wai, Hsiao-Hsien Hou, Apichatpong Weerasethakul, Robert Bresson, Terrence Malick y Richard Linklater), pero sin olvidarse de la fuerza del cine americano de respetar y convertir en ídolos a los personajes, la fórmula secreta de querer y empatizar con el protagonista, y entender que incluso hay finales felices en historias que no lo son tanto. De hecho, Luz de luna bien podría ser tildada de Gayhood, pues claramente conversa, en un registro más oscuro y desesperado, con Boyhood, de Linklater, en el sentido de que ambas son cintas que observan a un niño crecer. En Boyhood, el cine captaba el crecimiento de un niño blanco bendecido; en Luz de luna, el niño negro gay deberá no sólo conquistar el mundo (mejor: no dejar que el mundo lo aplaste), sino superar la idea de que, de alguna manera, estaba maldecido.

Luz de luna puede ser leída, por lo tanto, como una cinta acerca de encontrar la gracia, de zafar y superar y toparse con la luz, la calma, el cariño de otros, pero sobre todo encontrar la paz adentro y vencer el miedo. Jenkins deja claro que el realismo puede funcionar y trascender si se lo articula de otro modo (tres partes; tres chicos de distinta edad haciendo el mismo personaje) y si lo filma como si fuera un musical o un poema. La La Land filmaba como lo hacían los musicales de antaño, aunque sin tanta locura, una historia sencilla que tenía algo de serie millennial generacional de Netflix (chico conoce chica; ambos chicos optan por sus sueños; chico pierde chica). Luz de luna, por su lado, utiliza los recursos más impresionistas del cine-arte y del cine-de-autor (una mezcla de sonido arbitraria, la ciudad de noche, la textura de las pieles negras, una banda de sonido particular) para potenciar una historia pequeña, cotidiana, que en manos equívocas hubiera entendido mal la idea del otro (pobre, niño, gay, negro). De esta forma, Jenkins logra articular una cinta plural, que termina siendo específica y acerca de un nosotros cósmico (basta haber sido niño; basta haber tenido miedo; basta haber reprimido tus sentimientos) que la universaliza en vez de hundirla en los nichos de diversos guetos.

Todo esto hace que el espectador blanco-hetero-acomodado pueda mirar y participar y empatizar y finalmente ingresar hasta sentirse parte. Sin duda, aquellos que están más cercanos a los diversos mundos que toca podrán enganchar aun más. Sólo al final uno capta que nunca apareció un blanco, pero el filme no segrega sino, por el contrario, aglutina al no tener que perder tiempo ni energía haciéndose cargo de “ese otro mundo”. Luz de luna prueba que el gran arte es aquel que hace del microcosmos el universo mismo. El filme —además— se cuida de no ser el retrato de un artista, lo que universaliza aun más la lucha del pequeño Chiron contra los bullys del colegio, primero, o la relación con su madre adicta al crack, hasta convertirse eventualmente en ese joven lleno de músculos que está perdido y escondido dentro de sí mismo.

A pesar de que al día siguiente del Oscar, Calvin Klein lanzó una sensual campaña en blanco y negro de los principales actores de Luz de luna en ropa interior, fetichizando y transformando en merecido deseo la mirada hacia sus cuerpos, en la cinta el director los filma con más cariño y respeto. La idea del cuerpo negro masculino, por lo tanto, no aterra ni excita ni está ahí expuesta exóticamente por los mitos de la fuerza y la perfección. En una opción maestra, los cuerpos negros sudados o nadando en el mar terminan siendo las cáscaras donde almas fracturadas y con miedo habitan.

 ¿Es Luz de luna una cinta gay? Sin duda. No le tiene miedo al tema, ni al deseo, ni a la intimidad. Y lo hace de manera no explícita, pero desde adentro. Jenkins filma la cotidianidad de ese mundo como muy pocos lo han hecho.

¿Es Luz de luna una cinta gay? Sin duda. No le tiene miedo al tema, ni al deseo, ni a la intimidad, ni a la necesidad de conexión. Y lo hace de manera no explícita pero desde adentro. Dos escenas cotidianas terminan sublimando el sexo: cuando el vendedor de drogas y figura paternal le enseña al chico a nadar en el mar del Caribe (una suerte de bautismo) y, hacia el final, cuando los dos amigos que tuvieron alguna vez algo se enfrentan y uno le cocina al otro (¿hay algo más romántico que alguien te cocine?). Es ahí cuando la cinta va más allá de donde películas tan imponentes como Brokeback Mountain o My Own Private Idaho no pudieron llegar: a la cotidianidad.

 Mírame a los ojos, pareciera decir Chiron, el protagonista de Luz de luna. Mírame y te miraré de vuelta (pocas veces los ojos han sido mejor usados; pocas veces la piel negra ha sido usada con tanta sensualidad y cariño), y con eso Barry Jenkins quiebra una de las grandes lacras paternalistas del cine social: no desea informar o enseñar o denunciar; no hace un filme didáctico para que el resto lo observe. Acá el tema no es el tema; acá el tema es lo complicado y contradictorio que es crecer. ¿Cuándo alguien sabe que es gay?, pregunta el aterrado niño, a lo que le responde la novia del dealer: “Sabrás cuando sepas”.

Y quizás ese es el tono de la cinta: uno sabe cuando uno sabe.

Da lo mismo qué.

Lo que uno quiere, lo que uno es, lo que uno necesita.

De eso va Luz de luna.

¿En qué momento uno sabe lo que aún no sabe?

Algunos llaman a eso crecer; pero ya se sabe: no todos los que crecen se dan cuenta.

Acá uno presencia la gracia de darse cuenta.

De entender.

Uno ingresa y sale recordando cómo sólo los más fuertes son aquellos que sobreviven a esa metamorfosis que se llama crecer. De ahí que la opción de usar tres actores de distintas edades para mostrar al protagonista en distintos momentos de su vida se vuelve una idea genial: ¿Cuánto hay de niño en un grande? ¿Cuánto hay de un grande en un niño?

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