Por Diego Zúñiga Febrero 24, 2017

El adolescente habla en español y ella escucha, anota y traduce al inglés. Él —que probablemente nació en Honduras, El Salvador o Guatemala— responde las preguntas que ella le hace —“¿Por qué viniste a los Estados Unidos? ¿Viajaste con algún conocido? ¿Estás feliz aquí? ¿Te daría miedo volver a tu país de origen?”— y de esa forma va armando un relato de su vida y del viaje que lo llevó a estar ahí, sentado frente a ella, en la Corte Federal de Inmigración en Nueva York.

Luiselli escribe un ensayo urgente, indudablemente su libro más político. Un relato brutal que aborda la historia de los niños migrantes sin golpes bajos.

Él no tiene nombre, o si lo tiene no lo sabemos, pero ella nos va a contar que él se llama Manu, que nació en Honduras y que tiene 16 años. Ella se llama Valeria Luiselli (33), nació en México, es una de las escritoras jóvenes más importantes de Latinoamérica y está sentada frente a Manu, haciendo esas preguntas y traduciendo sus respuestas porque trabaja como intérprete en esa corte desde hace un tiempo. Su deber: hacer las 40 preguntas que contiene el cuestionario de admisión para niños indocumentados
—elaborado por un grupo de abogados migratorios estadounidenses— y traducir del español al inglés los testimonios de esos niños inmigrantes, que atravesaron ilegalmente la frontera para evitar que sean deportados.

Ellos hablan, ella escucha. Ellos cuentan su historia a pedazos, entre medio de balbuceos y de frases que quedan en el aire, de imágenes rotas y recuerdos difusos, y ella intenta armar un relato con esos pedazos, una historia que les permita preparar una defensa legal y así puedan optar a la tan anhelada residencia; conseguir asilo político o una visa especial para migrantes menores de edad.

Pero para que eso sea real deben pasar distintos procesos legales y, sobre todo, tener una historia lo suficientemente compleja —donde hayan sido víctimas de violencia, al menos— como para justificar que Estados Unidos les permita quedarse ahí y armar una vida lejos del lugar en que nacieron, lejos de esa violencia de la cual debieron arrancar.

Manu es eso: un sobreviviente.

Creció con su abuela, y todos los meses una tía, que vivía en Estados Unidos, le mandaba dinero. Pero en un momento las cosas se pusieron feas y tuvo que arrancar del país. La tía le pagó 4 mil dólares a un coyote para que lo ayudara a pasar la frontera, y gracias a él —y al dinero de ella— está sentado frente a Valeria Luiselli contándole su vida, explicándole por qué tuvo que arrancar de su país:

“¿Alguna vez tuviste problemas con bandas del crimen organizado en tu país?”, le pregunta ella, y entonces empieza otra historia.

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La primera vez que leímos a Valeria Luiselli fue en 2010, cuando publicó Papeles falsos (2010), su debut literario: un conjunto de ensayos narrativos que exhibían una escritura inteligente y delicada. Tenía sólo 23 años y el futuro le pertenecía. Luego vinieron dos novelas —Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013)— y entonces su nombre se volvió un imprescindible en cualquier mapa que se hiciera de la literatura latinoamericana actual. Vinieron los reconocimientos, las traducciones —sus libros circulan en más de 20 idiomas— y una entusiasta recepción crítica en Estados Unidos realmente inusual para un escritor latinoamericano. En medio de eso, se instaló en Nueva York, terminó su doctorado en Literatura Comparada en la Universidad de Columbia y desde ahí colabora con distintos medios, entre los que destaca su columna semanal en El País.

Imagen 13.-Valeria-Luiselli_author_photoValeria Luiselli estaba en eso cuando en julio de 2014 se encontró con la noticia de la crisis migratoria que empezaba a vivir Estados Unidos. Era verano y ella y su marido debían esperar que les aprobaran la solicitud que hicieron para obtener el permiso de residencia permanente, por lo que decidieron vivir esa espera recorriendo el país en el que se instalarían definitivamente. Fue en ese viaje, entonces, cuando empezó a seguir las noticias que hablaban de la crisis migratoria, protagonizadas, sobre todo, por niños centroamericanos que arrancaban de la violencia de sus países. Después se encontró trabajando en la Corte Federal de Inmigración en Nueva York como intérprete y en noviembre de 2015 empezó a escribir Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), su último libro —que publicó Sexto Piso a fines del año pasado— en el que aborda, justamente, esta historia que empezó a vivir junto a aquellos niños que le contaban su vida, esos viajes en “La Bestia” —aquel tren que toman los inmigrantes para atravesar México— y los días caminando por el desierto hasta encontrarse con alguna patrulla de policía que los llevaba detenidos y entonces recién podían buscar a sus familiares, quienes debían hacerse cargo de ellos y ver la posibilidad legal de que no los deportaran. Recién en esa parte de la historia, cuando los chicos ya estaban yendo al colegio y esperaban tener un juicio que les permitiera demostrar por qué Estados Unidos les debía dar la residencia, entraban en contacto con Luiselli y le contaban su vida. Como Manu, quien le respondió que sí había tenido problemas con las bandas del crimen organizado de su país. Estaba arrancando de una de ellas, de Barrio 18 —enemigos de la Mara Salvatrucha 13—, quienes lo intentaron asesinar a balazos. Fue ahí cuando su tía decidió enviarle el dinero para que un coyote lo llevara a EE.UU. Claro que ahí su historia de violencia aún no terminaba.

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“El árbol genealógico de los que migran siempre se parte en dos mitades: los que se fueron y los que se quedaron”, anota Luiselli en un momento de Los niños perdidos. Los que se fueron son casi siempre, primero, los padres de las familias y, luego, los hijos adolescentes que van en busca de ellos, o son jóvenes que simplemente están arrancando de las pandillas. Las cifras que entrega Luiselli son contundentes con respecto a la crisis migratoria: entre octubre de 2013 y junio de 2014, la cifra de menores detenidos en la frontera de México-Estados Unidos alcanzó los 80 mil; entre abril de 2014 y agosto de 2015, la cifra llegó a más de 102 mil menores.

Son cifras horrorosas que Luiselli convierte en su ensayo —que a ratos tiene mucho de crónica y también, en algunos sentidos, de relato autobiográfico— en una suma de historias, de detalles, que le permiten abordar este relato brutal sin golpes bajos: acá no hay una espectacularidad de la violencia, sino más bien una voz que, mientras narra, va reflexionando acerca de cuán responsable somos todos, en alguna medida, de que esta crisis haya llegado hasta este punto. Luiselli —con esa escritura tan cuidada que la caracteriza— no abusa de las historias dramáticas de los niños que le han contado su vida, sino más bien se detiene en algunos casos para ejemplificar cuán complejo es todo este proceso y cómo los distintos gobiernos no se han querido hacer cargo del problema: la negligencia mexicana, las políticas de Barack Obama que nunca apuntaron a solucionar el tema de la inmigración y la incertidumbre por lo que ocurra con Donald Trump y todas las amenazas que ha lanzado sobre los inmigrantes.

En ese sentido, Los niños perdidos resulta ser un ensayo urgente, y Luiselli escribe con esa conciencia el que es su libro más explícitamente político. Un relato que no tiene fin, como el del mismo Manu, quien ya instalado en Estados Unidos se encontró con que también ahí había miembros de la pandilla Barrio 18, quienes lo volvieron a amenazar. Una pesadilla que no termina nunca y de la cual nadie se hace responsable. Pero como bien anota Luiselli en un momento, quizá la única manera de entenderla sea escribiéndola una y otra vez: la historia de Manu y de los miles de niños migrantes. “Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra conciencia y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza”.

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