Por Evelyn Erlij Enero 6, 2017

¿Alguien se acuerda de las filas en los baños al final de las funciones de Titanic? Fue hace casi 20 años, pero la imagen es inolvidable: había tal derroche de lágrimas, que periodistas de la BBC o de la NBC analizaron el fenómeno incluso desde una perspectiva de género: la llamada “película que hace llorar a los hombres” convirtió llantos y sollozos en parte de su banda sonora —basta con teclear en YouTube “Titanic reaction” y ver cientos de videos de gente quebrándose frente a la pantalla—, pero para aumentar el efecto dramático, los productores del filme decidieron darle un golpe extra de romanticismo lacrimógeno al soundtrack. Sabemos cuál fue la estrategia: elegir como intérprete a la reina del sentimentalismo y las baladas épicas, la canadiense Céline Dion.

Para cualquier crítico musical “serio”, las flautas que abren la canción “My Heart Will Go On” son causa de urticaria inmediata: Rob Sheffield, de Rolling Stone, escribió que su música era “cera para muebles” y la revista inglesa Q eligió a Dion como una de las tres “peores cantantes pop de todos los tiempos”. Un periodista del Independent on Sunday fue aun más gráfico y definió a los fans de la cantante como “abuelas, hombres con esmoquin, niños obesos, vendedores de celulares y habituales de los centros comerciales”. En un mundo paralelo, la canción rompía todos los récords, vendía 15 millones de copias, ganaba un Oscar y se convertía en el single más exitoso de la historia. ¿Cómo explicar el abismo que separaba a la crítica del público?

En 2007, cuando el escritor y crítico canadiense Carl Wilson recibió la propuesta de escribir un libro para la prestigiosa colección de ensayos musicales 33 1/3 —en la que un autor escribe sobre un disco de su preferencia—, decidió hacer el ejercicio inverso: escogió el álbum menos atractivo que se le ocurrió, Let’s Talk About Love, de Céline Dion, el más popular de la cantante y entre cuyos títulos está la famosa “My Heart Will Go On”. Así nació Música de mierda (Blackie Books), un “ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop”; un ejercicio de autocrítica y apertura mental que habría perforado los oídos de la mayoría de los críticos que dicen escribir sobre “música de verdad”, como apunta con ironía el escritor británico Nick Hornby en el prólogo.

“El premio a Dylan fue otra señal de que la discusión sobre si las formas masivas pueden ser ‘arte’ está prácticamente terminada. El colapso de los límites entre ‘alta’ y ‘baja’ cultura tuvo lugar más o menos a fines de los 60, con Warhol, los Beatles o el Nuevo Hollywood”.

Wilson, colaborador en medios como The New York Times y Pitchfork, fue a uno de los cientos de conciertos que Dion da cada año en Las Vegas, entrevistó a imitadores de la cantante, a fans, a críticos; también se sumergió en el disco, como lo haría con cualquier otro artista, analizando su carrera, sus influencias y su género musical. Pero el corazón de Música de mierda está en los capítulos que dedica al pop global y a la sensiblería y, en particular, a la cuestión de la crítica y el gusto: si la intérprete de la canción de Titanic ha vendido más de 175 millones de discos (sin contar el soundtrack del filme), es la cantante en francés más exitosa y una de las 30 artistas que más han recaudado en la historia, ¿cómo puede haber tantas personas “equivocadas” si es que la crítica tiene la razón?

El autor sabe que al final del libro no descubrirá al “fan de Céline Dion que lleva dentro” ni tampoco amará sus acrobacias vocales. Lo que le interesa es sacudir al muchas veces prejuicioso gremio de los críticos de música: “No lo llamaría una ‘revuelta’ contra mis colegas, porque ya había bastantes cambios ocurriendo en esta esfera, fue más bien un codazo: mientras la música adolescente y dance empezaba a recibir más atención crítica y respeto, todavía había un prejuicio generalizado hacia lo que se consideraba sentimentalidad y complacencia —explica Wilson desde Canadá—. Yo compartía esa predisposición, y lo que quise hacer en primer lugar fue interrogarme sobre mis prejuicios”.

Las listas de los mejores discos de 2016, que varios medios publicaron hace algunas semanas, son un buen indicador para medir cómo han cambiado los gustos con el tiempo: entre los elegidos de The Guardian y NME, por ejemplo, están los álbumes de Beyoncé, Lady Gaga y Rihanna, artistas que la crítica de la vieja escuela —la que oponía rock y pop como si fueran agua y aceite— ni siquiera habría escuchado. “Esta epidemia de revaluación hace del menosprecio crítico un elemento sospechoso: si los críticos se equivocaron tanto con la música disco en los 70, ¿quién nos dice que hoy no se equivocan con Britney Spears? ¿Por qué la música pop tuvo que envejecer para que la trataran como se merecía?”, se pregunta el autor.Imagen LIBROOK

Todo es arte

Desde su publicación, en 2007, hasta ahora, Música de mierda se convirtió en un libro de culto entre escritores y melómanos, quienes —según cuenta Wilson— se demoraron un par de años en tener el coraje de comprar un ensayo que llevaba el nombre de Céline Dion. Su experimento musical podría resumirse en los dichos del artista ruso Vitaly Komar: “El mundo del arte no es una sociedad democrática, sino totalitaria, (ya que) los individuos que crean sus leyes y criterios son también quienes toman las principales decisiones”, se lee en el libro. “Esta idea me hizo tomar conciencia de la audiencia a la que apunta un trabajo y me hizo respetar ese vínculo, me incluya o no me incluya a mí —explica—. Me hizo más consciente de que sólo puedo hablar desde mi posición, no desde un lote de estándares ‘objetivos’ imaginarios. Me veo como alguien que anima y enriquece la discusión más que como un juez que dicta sentencias”.

En el viaje que emprende de la mano de Céline Dion, Wilson se adentra en uno de los bosques más espinosos del mundo del arte: las supuestas fronteras entre la alta cultura, la cultura media y la baja cultura, un debate que dejó a los medios en llamas tras el Nobel de Literatura entregado a Bob Dylan. “El premio fue otra señal de que la discusión sobre si las formas masivas (como el cine, la televisión o la música pop) pueden ser ‘arte’ está prácticamente terminada. El colapso de los límites entre ‘alta’ y ‘baja’ cultura tuvo lugar más o menos a fines de los 60, con Warhol, los Beatles o el Nuevo Hollywood. Las canciones no son arte sólo cuando pasan una prueba especial. Todo es arte. ¿Pero qué tipo de arte, de dónde viene y quién lo hace? Esa es la cuestión hoy”.

—Hubo quienes dijeron que la música nunca estará al mismo nivel que la literatura.
—Lo positivo fue que la gente que no pensaba en esos temas se puso a debatir. Siento que es correcto decir que durante el siglo pasado se incorporó una gran cuota de inventiva y energía verbal a la escritura de canciones, y que las letras tienen un valor literario. Pero escoger a Dylan, quien es tan consciente de sus alusiones y conexiones literarias, enloda ese punto. Hubiera preferido que el premio fuera entregado a un sobreviviente de la autoría de canciones de “raíz”, como Chuck Berry. Sin él, la obra de Dylan probablemente no habría sido posible. La Academia Sueca es un grupo de europeos del norte de mediana edad o más viejos que crecieron con Dylan y que expresaron sus propios sesgos, así que su forma de ser innovadores fue demasiado cautelosa y autocomplaciente.

—En su discurso de agradecimiento, Dylan dijo que muchas veces se preguntó si sus canciones eran literatura. ¿Te parece, como algunos dijeron, que con este premio comienza una era en la que queda obsoleta la pregunta de qué es y qué no es arte?
—Me gustó el discurso de Dylan, pero, como siempre, fue totalmente petulante. ¡Como si él, el más autoconsciente, perverso y elusivo de los artistas, no hubiera pensado si estaba haciendo arte o no! Tonterías. Fue una forma estratégica de humillarse y halagar a su público justo antes de situarse en el linaje de Shakespeare. Así que no, no es el nacimiento de nada: esa era nació casi al mismo tiempo que la carrera de Dylan. Creo que fue parte del mensaje que envió Patti Smith al cantar “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, una canción muy literaria que Dylan escribió en 1962.

—Hace un tiempo que está de moda redescubrir música lacrimógena o bailable antes despreciada a través de lo kitsch. ¿Las nuevas generaciones son más democráticas o se trata de una reinvención del desdén hacia la “música de mierda”?
—Creo que son las dos cosas, pero el “me gusta esto aunque o porque es malo” suele relajarse con el tiempo y se convierte sólo en “me gusta esto”. Es parte de una evolución. La gente joven está expuesta a más cultura hoy y son mucho menos recelosos y desconfiados. Hasta me pregunto si no son lo suficientemente recelosos y desconfiados.

—Alguien podría decir que hacer pop masivo como el de Céline Dion, es decir, música adorada por millones, también es una especie de arte.
—No sólo es una especie de arte, es un arte increíblemente difícil. Los que lo desprecian nunca lo han intentado. La gran mayoría de los que tratan fracasan. La idea de que un hit también puede ser una obra de arte grande y profunda no debería parecer una paradoja. Nunca debería serlo.

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