Por Álvaro Bisama // Fotos: Cristóbal Olivares Diciembre 23, 2016

En uno de los textos incluidos en Fuera de lugar, Óscar Contardo describe el mapa de Santiago como la huella que deja un piedrazo sobre un vidrio. En otro, una chica nazi de una comuna periférica de Santiago dice: “Leí Raza chilena. Me encantó”. En otro, una columna, afirma: “La solidaridad es una puesta en escena. Una convención ritual asociada al desastre y tejida sobre la sombra del desamparo”. En los tres está la escritura de Contardo, que se ha constituido como una de las observaciones más lúcidas de la vida de nuestra última década, algo que ya había tratado en otros libros, como La era ochentera (escrito con Macarena García), Siútico y Raro.

Editado por Leila Guerriero y publicado por Ediciones UDP, Fuera de lugar sintetiza para ampliar esas coordenadas, permitiendo que los textos incluidos (muchos de ellos inéditos) estén siempre preguntándose por la tensión entre lo íntimo y lo público. Una tensión que atraviesa un mapa que avanza desde los viejos edificios del centro a los extraños ritos de la chilenidad, de los cambios en el paisaje de la capital al odio y la melancolía que puede provocar la provincia; del peso secreto de viejos ídolos pop como Debbie Gibson al rechazo a figuras públicas como Felipe Berríos. De este modo, en el volumen las columnas de opinión y las crónicas se van intercalando con fragmentos de una bitácora privada del autor, todas anotaciones feroces sobre el mundo y sobre sí mismo, construyendo un relato de la vida chilena con un luz tan rabiosa como única, tan insoslayable como demoledora.

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OSCAR_CONTARDO11.jpg—Creo que Fuera de lugar es un libro sobre tu escritura. Sobre cómo ha cambiado, pero también sobre cómo se origina, cómo se relaciona con el paisaje. ¿Cuál es tu lectura de la última década y cómo eso ha afectado lo que escribías?
—Aquí debería hablar en dos dimensiones, la personal y la del paisaje general. En la última década me transformé en autor. Para mi primer libro (La era ochentera, 2005), que escribí con la Maca García, yo tenía 31 años, era mayorcito. Por decirlo de algún modo mi velocidad iba a contramano de la velocidad de las ambiciones de las generaciones nuevas de escritores, que a los veinte comienzan una carrera a medias de relaciones públicas y a medias literaria, por alcanzar figuración. Lograr el rango de autor me dio una seguridad en mí mismo que nunca tuve. En relación al cambio en general, creo que el acceso a contenidos —informativos, de entretención, artísticos— y la puesta en escena de la vida personal en redes de iguales —Instagram, Facebook— han modelado nuestro paisaje social de muchas maneras que no alcanzamos a percibir. Ambas cosas han repercutido en mi escritura, creo yo, puliéndola, matizándola, tranquilizándola. Ahora estoy más en paz con lo que hago.

—Los textos inéditos antiguos lucen como entradas de un diario. Son de la época en que aún no escribías columnas semanales en La Tercera. Mi tesis es que esas columnas son ahora tu diario.
—Tuve un blog anónimo, que era parecido a un diario, pero allí era más un personaje que una voz con opinión. Ese diario fue mi primer acercamiento a la “virtualidad”. Era una especie de identidad nocturna —casi siempre escribía de noche— que se dedicaba a relatar temas de su interés. Algo muchísimo más personal que mis columnas actuales, en las que me siento obligado —yo mismo, nadie me lo exige— a responder a la actualidad de la semana. Las columnas, más que un diario sobre mí, son una bitácora sobre la realidad de allá afuera.

—Una lectura posible de Fuera de lugar es la que tiene que ver con las genealogías. Es como si cuando escribieses sobre algún tema te interesara indagar el origen de las cosas: los apellidos, la clase, los barrios, el lenguaje.
—Sí, puede ser. Me interesa el origen de los quiebres. Cuándo empezó todo. Eso no quiere decir que caiga en el cliché de “cuándo se jodió Perú”, que es una tontera muy de clase dirigente, sino cuándo se instalan las pautas que ordenan todo.

—¿Sólo quien está fuera de lugar es capaz de leer esos desajustes?
—No sé si sólo quien está en esa situación sea capaz de leerlos, pero sí sé que estar fuera de lugar abre la perspectiva que hace posible apreciar esos desajustes con mayor claridad.

"Natalia Compagnon y su marido son el fruto del neoliberalismo concertacionista: arribar por la vía del consumo fácil. Nunca he entendido eso de abrir empresas de papel para enriquecerse haciendo negocios de humo"

—Ahora mismo estás escribiendo sobre la Iglesia Católica, sobre sacerdotes abusadores y conspiraciones de silencio, sobre el poder silencioso y el olvido de las víctimas. ¿Salió Chile alguna vez del siglo XIX?
—Chile se asoma de vez en cuando a la modernidad, pero vuelve a hundirse en la Colonia, porque es ahí donde respira mejor. Hay una cartografía colonial fantasma que ordena todo sin que la percibamos a primera vista.

—¿Cuánto tiene tu escritura de cartografía?
—Mucho. Me interesa dejar marcas de referencia, levantar topografías de los deseos y cómo se expresan en la ciudad, en los lugares. La pertenencia de clase y la identidad de género te sitúan en un lugar o te dejan a la deriva.

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—¿Leíste las declaraciones de Natalia Compagnon de la semana pasada? Me acordé de una entrevista que dio donde contaba que no podía ir al mall, que carecía de esa libertad mínima para ir a comprar. A mí me llamó la atención esa idea que está un poco en tu lectura de la última década y la ciudad: la del consumo como la utopía final de la Concertación.
—Natalia Compagnon y su marido son el fruto del neoliberalismo concertacionista: arribar por la vía del consumo fácil. Yo, la verdad, nunca he entendido eso de abrir empresas de papel para enriquecerse haciendo negocios de humo. ¿De eso se trata el desarrollo? Pareciera que eso fue lo que aprendió la izquierda concertacionista durante todos sus años en el poder. Ellos son la pareja símbolo de una época.

—En Fuera de lugar incluiste los fragmentos narrativos de Siútico. ¿Quiénes merecerían ahora relatos parecidos?
—Hay varios candidatos. Por ejemplo, el revolucionario en bicicleta, que baja de Vitacura a Barrio Italia a simular ser un arcángel del progresismo. Algo muy campus San Joaquín con vocación social y familia concerta que sueña con la revuelta de la Casa Central de la Católica del año 67, como si hubieran sacado algo en limpio con el cartelito que colgaron debajo del Cristo. También me interesa el fenómeno de la encargada de prensa UDI que se aguanta que la roteen porque cree en los ideales de la derecha ultra. Eso es muy raro. ¿Irían a misa todos juntos? Tengo esa duda.

—¿Cómo cambió Chile en la última década?
—Cuando publiqué Siútico en 2008 aún no se instalaba el discurso de la desigualdad ni de la gratuidad. Creo que esos dos discursos cambiaron el eje de las aspiraciones sociales, pero no todo lo que los movimientos de izquierda surgidos a partir del movimiento estudiantil quisieran. La gente que va a marchar por el fin de las AFP no va a querer compartir su plata tan fácilmente en un fondo solidario. Tampoco aguantaría que un cambio afectara sus hábitos de consumo. En cierto modo, creo que hay una ingenuidad en los movimientos de izquierda, que tienden a ver al “pueblo” de un modo medio religioso. Debe ser porque casi todos sus líderes estudiaron en instituciones católicas. Eso los hace predecibles y un poco aburridos.

—¿Odias el aburrimiento y lo predecible?
—El aburrimiento es mi mayor miedo. Me recuerda mi infancia, un sitio del que había que escapar. El aburrimiento es el segundo peor pecado, el primero es ser aburrido, decía Cecil Beaton. La gente aburrida y predecible es una lástima.
—Decías al comienzo que estabas en paz. En el libro anotas: “El resentimiento me sienta estupendamente”. Mi tesis es que ahora eliges mejor los blancos. De hecho, los de Revolución Democrática aún no se recuperan de que los bautizaras como “Mapus con iPhone”.
—Mi diagnóstico sobre RD fue muy popular. Lo de los Mapu con iPhone ni siquiera lo pensé, me surgió de la rabia de ver cómo unos jovencitos privilegiados de izquierda, ansiosos, no eran capaces de reconocer su error y difundían su salida del Mineduc como un triunfo. Lo encontré descarado, una falta de respeto. Ellos tuvieron una responsabilidad que no quisieron asumir. Lo más seguro que a la vuelta de los años sean ministros y recuerden el episodio con un vaso de whisky y se rían de la anécdota.

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—En el libro hablas de Pia Zadora, una estrella pop perdida de los ochenta. Hay ahí un método: recordar lo que nadie recuerda y tratar de entender las señales de ese olvido. ¿El pop es un recurso de la memoria?
—Absolutamente. Un recurso de memoria y de pertenencia. Es decir: yo no era de los que le ponían parches de Mötley Crüe a la mochila, yo era de los que esperaban el último video de Belinda Carlisle solo en mi habitación. Pia Zadora es un homenaje a ese conocimiento inútil, que sólo podía compartir con un amigo y en secreto.

—Tu lectura del pop es política. ¿Son las canciones de los Pet Shop Boys el antídoto contra los sermones de Felipe Berríos?
—Las canciones de los Pet Shop Boys son más que un antídoto, son un evangelio. Uno contrapuesto a la vanidad disfrazada de humildad de un sacerdote que siempre se está subiendo a la última ola para ser visto como un santo con bototos. No le creo nada porque actúa sobre seguro, con respaldo y tribuna. En Chile ser cura y ser cuico son pasaportes de poder. Me divierte que hable tanto de clasismo, él se relaciona con los pobres desde el paternalismo y con los jóvenes pitucos desde la figura del cura choro. Lo que está en medio no le importa. Habló de Karadima hasta por los codos y cuando debió acercarse a las víctimas de uno de los suyos, no lo hizo. Yo conocí a tres víctimas de abusos de un jesuita a quienes nunca llamó. También recuerdo cómo se refería a los homosexuales antes que se pusiera de moda posar de tolerante. En él hay más conciencia de poder que otra cosa. A los Pet Shop Boys, en cambio, les creo todo.

—Este año partió con la muerte de Bowie y terminó con Trump y la muñeca inflable. ¿Pensaste que iba a ser así?
—Nunca espero nada del mundo ni de la gente, porque lo peor es hacerse expectativas. La muerte de Bowie para mí fue como el fin de un período del pop como transgresión y libertad. Bowie era el inspirador de mis grandes héroes y heroínas del pop, de los que me hacían bailar a solas en mi habitación de niño. Eso me entristeció porque con él se iba una forma de entender la música. Lo de Trump ha sido durísimo, jamás hubiera pensado que eso era posible: tener a la cabeza del imperio a un fascista, racista y vulgar después de Obama. La muñeca inflable es el recuerdo de lo que somos como país: los señores de Asexma nos recordaron el mundo en el que vive mucha gente, no sólo de la elite. Un mundo de metáforas vulgares y referencias estúpidas.

—¿Y entonces qué acecha afuera ahora que termina el 2016 y viene un periodo de elecciones?
—Lo que acecha es la tristeza y la derrota. Nada más que eso. 

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