Por Diego Zúñiga Octubre 28, 2016

Chifló alguien y unas luces se prendieron… no podíamos ver delante… nos pegamos unos a otros… puros cuerpos asustados.

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Empieza con un grupo de hombres y mujeres en medio de la noche. Vienen arrancando de la pobreza, de la violencia incontrolable que golpea a sus países en Centroamérica; buscan una posibilidad, un futuro, quieren arrancar de la miseria, deben atravesar México para llegar a Estados Unidos, pues esperan encontrar allá un lugar mejor. Se arriesgan por esa posibilidad, aunque saben que son pocos los inmigrantes que logran llegar, saben que es un viaje que casi nunca termina bien.

Y ahora, entonces, están ahí, en medio de la noche que se hace día por unos reflectores que los apuntan: acá se le termina la suerte a este grupo de inmigrantes y empieza otro viaje, uno directo al infierno, donde muchos serán torturados y violados, o simplemente los asesinarán; en el mejor de los casos, pasarán a ser parte del tráfico de personas que día a día aumenta en México y que es una historia de la que nadie quiere hablar.

Esa realidad de la que nadie quiere hablar es la materia de algunos de los mejores libros que ha dado en los últimos años la literatura mexicana.

De eso habla Las tierras arrasadas (Literatura Random House), de Emiliano Monge (1978), que acaba de llegar a nuestras librerías y que viene precedido del IX Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska, además de una contundente suma de críticas elogiosas, en las que destacan de esta novela no sólo que se atreva a contar una historia incómoda, sino cómo Monge ha confirmado con esta obra ser uno de los narradores latinoamericanos más singulares de la actualidad, con un estilo que se caracteriza por construir un lenguaje lleno de oralidad, de un ritmo lírico, siniestro.

Y de cómo ha construido ese estilo tan personal hablará en su visita a Chile, donde participará la próxima semana en la Feria Internacional del Libro de Santiago y el lunes 7 de noviembre estará en la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, de la Universidad Diego Portales, presentando Las tierras arrasadas, una novela de terror y también una novela de amor, pues entremedio de la barbarie se cuenta la historia de Estela y Epitafio, los jefes de una banda de secuestradores que harán con esos hombres y mujeres que vienen desde muy lejos, arrancando de la violencia centroamericana, lo que ustedes no pueden imaginar.

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No importa lo que me hicieron. Pero lo que le hicieron a todas esas mujeres, eso duele más. Eran diecisiete. Diecisiete mujeres que regresaban cada noche más heridas, más golpeadas. Yo no voy a olvidar nunca lo que vi que les hicieron.

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Iba a ser una obra de teatro.

Era 2012, Monge había publicado El cielo árido —novela con la que obtuvo los importantes premios Jaén y Otras Voces, Otros Ámbitos, ambos en España— y unos amigos —entre ellos el director de la película Güeros— le propusieron escribir una obra de teatro. Monge aceptó con la condición de que la obra tratara sobre los inmigrantes. El tema le empezaba a obsesionar, y le parecía que en ese género podía funcionar de mejor manera. Pero la historia, entonces, comenzó a desbordarse hasta que entendió que en realidad lo que tenía entre las manos era una novela. Apareció el paisaje del sur de México, apareció el desierto y el bosque, aparecieron las víctimas y aparecieron Estela y Epitafio, los secuestradores, y Monge supo que quería indagar en sus vidas, en su amor tan banal como intenso, y en cómo esa vida de ellos también se quebraba cuando entraba en contacto con toda la violencia del tráfico de personas.

—El tema de los inmigrantes sigue sin verse en México, sigue siendo una nota pequeña en los periódicos. La sociedad no lo ve, y el gobierno no hace nada. Cuando desaparecieron los 43 estudiantes de Ayotzinapa, los primeros días encontraron 12 fosas. En la primera había 38 cuerpos y lo único que dijo el gobierno fue: “Ah, no, no son los estudiantes”. ¿Pero quiénes eran? Muchas de esas fosas están llenas de inmigrantes centroamericanos —dice Monge desde Ciudad de México, a pocos días de subirse al avión que lo traerá a Santiago. Han sido semanas de muchas entrevistas, pues el premio que acaba de recibir lo ha hecho volver a pensar en una novela que demoró muchos años en escribir, pues también hubo un trabajo profundo de investigación.

—Es un tema del que hay muy poco escrito. Yo recogí testimonios y conseguí que diversas organizaciones me permitieran revisar sus registros de estos inmigrantes que lograron sobrevivir a los secuestros, a las torturas. La lectura de eso fue devastadora, realmente muy dura. Es muy fuerte leer cómo a un hombre le parten la espalda con una pala, pero más fuerte es saber que luego se lo hicieron a otro de manera idéntica y luego a otro y a otro. La repetición del horror, eso es, porque cuando lees por primera vez que eso le pasa a uno, piensas que puede ser, que ocurre, pero si les pasa a cinco mil entonces entiendes que el Estado es completamente culpable porque no puede ser que no haga nada.

—Es perturbador, sobre todo cuando uno piensa en lo mal que lo pasan los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos…

—Es que somos buenos para pedir derechos por los mexicanos allá, pero cuando esos mexicanos están acá no existen. El otro no existe hasta que se vuelve extranjero. Y acá eso pasa con los inmigrantes. Para nosotros dejan de ser extranjeros.
Según diversas cifras que fue recogiendo mientras investigaba, los inmigrantes desaparecidos son miles y miles, aunque siguen siendo invisibles.

—Por ejemplo, el Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador en México dice que son 60 mil salvadoreños desaparecidos… Y mira, por más que sea un número que pueda tener trampas, porque muchos de ellos huyen de las maras y prefieren no volver a tener contacto con sus familias, imaginemos que son la mitad… 30 mil desaparecidos… es muchísimo, es horrible.

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“Quizá no vuelvan nunca ellos…” decía una señora cada vez que nos violaban… “fue la última ésta que vinieron… creo que ahora sí no vuelven… que nos dejan ya nomás aquí tiradas… no se oyen… vamos a irnos de aquí solas… a buscar quién nos ayude… quizá están cerca las vías… igual está cerca la ayuda…”.

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Emiliano Monge debutó en 2008 con un libro de relatos —Arrastrar esa sombra— y dos años más tarde publicó su primera novela —Morirse de memoria—, ambos libros publicados por Sexto Piso y que presentaron un escritor que llamó la atención, sobre todo por encontrar en el lenguaje un espacio de exploración. Eran libros intimistas, más psicológicos, que terminaron dando paso a la premiada El cielo árido y que mostró otra faceta de Monge: la del escritor que escribe hacia fuera, indagando en una serie de hechos sociales y políticos que lo obsesionaban y que tenían que ver más con su profesión: politólogo.

—En estos años que han pasado desde mi primer libro, sigo obsesionado con el lenguaje, con el ritmo. Lo que ha cambiado es la idea de cómo construir al narrador, de cómo para mí el primer personaje de mis libros es el narrador. Pero sí, lo que más cambió fue haberme atrevido a escribir sobre lo social, y cuando me atreví solté muchísimas cosas. Me siento más cómodo.

—En El cielo árido te atreviste a hablar del origen de la violencia en México, y en esta novela vuelves a ese tema, pero siempre esquivando los lugares comunes: la idea del narcotráfico y el lenguaje sensacionalista…

—Sí, lo que pasa es que en un momento todo el mundo pensó que la violencia había aparecido con el narcotráfico, y esa violencia es mucho más antigua, desde que se independizó el país, las revueltas campesinas, la inmigración hacia la ciudad. Ahí empezó a haber una historia de la violencia política, económica, social, pero también estaba la otra violencia. Somos de una región entera que se fundó a bala de cañón de soldados analfabetos españoles y de violaciones masivas de las personas y de las creencias que llegaban desde España. Muchas de esas guerras nunca han terminado.

Una vez que Monge concluyó el proceso de investigación, empezó a darle forma a la novela. Fueron años de escritura y de reescritura, de cuidar cada frase, de dar con el tono y el ritmo indicados, frases leídas en voz alta que logran construir una melodía dramática y viva, una plegaria que le debe mucho a la oralidad, pues los personajes de Monge hablan como los personajes de Rulfo: no desde la verosimilitud, sino desde otro lugar mucho más misterioso y literario. Y ese detalle habla perfectamente de lo que es Las tierras arrasadas, una novela en tiempos en que nadie se arriesga a escribir novelas. Porque si bien todo ese material de investigación que Monge recopiló, finalmente sí se puede leer en el libro —como un coro de voces, los testimonios de los sobrevivientes se van intercalando en la medida que avanza la novela—, lo que importa en esta historia es cómo este narrador mexicano, a partir de la ficción, logra armar un libro devastador, oscuro, que va más allá de si lo que leemos es real o no, eso es un detalle, lo que importa es cómo Monge logra hacernos entrar en esta zona oscura, en este holocausto del siglo XXI, como lo llama él, y no podemos salir indemnes. Es la fuerza del lenguaje, es el motivo de por qué tiene sentido seguir escribiendo novelas en una época donde la literatura del yo parece gobernarlo todo.

—Es cierto que esa “literatura del yo” ha impactado fuertísimo. Ahora, la autoficción hace siglos se llama memoria. Lo que pasa es que a los escritores de ahora les da vergüenza hacer sus memorias a los 20 años, entonces le ponen autoficción —dice Monge y se ríe—. Para mí el problema de esa literatura, donde hay cosas buenas y malas, es que no confía en narradores, y a mí el personaje narrador me importa mucho. Las tierras arrasadas parte de ahí. Leí tantos testimonios que necesitaba que alguien ordenara eso. Ahora, esos coros de voces reales sólo los terminé incluyendo cuando ya escribí la novela. Lo que pasó es que en un momento me pareció que todo era demasiada ficción para una cosa tan presente, tan de ahorita como es el tema de los inmigrantes. Entonces me pareció que tenía sentido: te arrastro a la ficción y entran de golpe los testimonios, me gusta lo que puede producir eso en el lector.

Y lo que produce es, indudablemente, la incomodidad de entender que aquello que estamos leyendo fascinados, también ocurre afuera, probablemente con la misma intensidad con que Monge lo narra en su novela.

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Qué estarán haciéndole… nos preguntábamos cada vez que venían por otro… por qué van bajándonos de a uno… reducían la velocidad… entraba atrás el de la pistola más grandota… riendo, insultando, amenazando… “bola de mal nacidos…” luego volvíamos a irnos… temblando los mal nacidos.

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