Por Justo Pastor Mellado, crítico de arte y curador independiente // Foto: Mabel Maldonado Septiembre 2, 2016

Uno de los recuerdos más lúcidos de José Balmes es un “recuerdo de infancia” que amaba contarnos, al grupo reducido de personas que trabajamos con él por décadas. Cuando llegó a Santiago con su familia se fueron a vivir al barrio de Avenida Matta con Carmen, a una pequeña casa que arrendaban a unas monjas. Eso explica que fuera matriculado, al llegar, en el Liceo Barros Borgoño. En los noventa, Balmes regresó al lugar y lo estaban demoliendo. Alcanzó a rescatar el número de la casa que incorporó como objeto en una de sus pinturas. Un objeto discreto. Toda inclusión de objetos en el campo de su pintura obedeció a un gesto de gran discreción.

Vietnam herido. José Balmes, 1968.jpg¿Cuál es ese recuerdo de infancia? Su madre lo enviaba al cine Baquedano a dibujar en la oscuridad los modelos de traje que portaban las vedettes en la pantalla. No había revistas que proporcionaran información sobre tendencias. Lo más simple era ir al cine y recuperar los modelos en un cuaderno de apuntes. A veces, el registro no era del todo útil y su madre lo enviaba a ver la película de nuevo.

Su madre había sido educada en Cataluña en una escuela laica en la que había aprendido moda y repostería. Por eso se explica la pasión de Balmes por los postres, por la leche asada, por el arroz con leche, por las natillas. Siempre que salíamos a comer con Balmes, a la hora del postre, hablaba de los postres de su madre. De hecho, fue en la resma de papel de envolver que había en el negocio de repostería que su madre había instalado en Montesquiu que Balmes realizó sus primeros dibujos.

Para el final de la guerra civil española, el padre de Balmes era coronel de intendencia del ejército republicano y estaba en el frente. La madre tomó a su hijo y emprendió el camino a Andorra, junto a otras amistades. En Andorra trabajó de modista para una amiga suya de infancia. Esta amiga contribuyó a que madre e hijo atravesaran la frontera de Francia y se instalaran en una granja cerca de Burdeos, donde al cabo de unos meses los encontró su padre. El viaje a Chile no fue concebido de inmediato. La primera opción fue México, pero la iniciativa no prosperó. Balmes me dijo una vez: “Pude haber sido un pintor mexicano; pero fui un pintor chileno”. Y eso, desde un comienzo, porque del Barros Borgoño pasó a la escuela secundaria que tenía la Facultad de Bellas Artes, y a través de esa vía ingresa a la Escuela de Bellas Artes, a finales de los años cuarenta, donde es alumno de Pablo Burchard y pinta de un modo explícitamente vangoghiano. Balmes se reía de sí mismo al evocar ese momento, cuando el anciano Burchard le soportaba dichas pinturas como un paso erróneo inevitable en su formación.

No se ha dicho lo suficiente de cuánto le debe José Balmes a Gracia Barrios.  ¡Como si fuera una necesidad saberlo!  Ella era su anclaje formal y afectivo: la ruralidad chilena, con su diagrama de referencia  a las pequeñas cosas, a los “temas mínimos”, a una economía del signo gráfico.

A fines de los noventa, tomó una de esas telas realizadas en los años 1947-1948 y la pegó en una pintura de gran formato realizada en homenaje a Enrique Lihn. Ambos habían coincidido en el curso de Burchard. Lihn le presentó a Gracia Barrios, con quien Balmes contraería matrimonio. Entre esa pintura de 1947 y otras de los noventa hay un elemento común, que persiste a lo largo de cuarenta años: la forma de los cuerpos, de los fragmentos de cuerpo, de los indicios de fragmentos de cuerpo.

Balmes está enterrado en el pequeño cementerio de El Totoral, cerca de El Quisco. Las pinturas de mutilaciones provienen de los árboles arrancados y quemados en sus raíces que este percibe desde su coche, cuando se dirigía a Isla Negra por el interior. Hace veinte años recorrimos esos caminos en dirección a la hacienda El Turco, en Leyda. Balmes debía mostrarme la encina y las casas patronales en cuya escenografía se desenvuelve la trama de Gran señor y rajadiablos (1948), la novela de su suegro, don Eduardo Barrios, en que la portada de la primera edición fue dibujada por Gracia Barrios.

En esta serie de los árboles de El Totoral, realizada entre 1990 y 1994, al menos, tenemos cuerpos metamorfoseados; mientras que en “Homenaje a Van Gogh” (1990), que es un homenaje a Enrique Lihn, tenemos la espectralidad de unos cuerpos que sólo están “representados” por las hilachas que dibujan el contorno de unas camisas de procedencia goyesca, que se repercuten en las camisas de los campesinos mexicanos que aparecen en Los olvidados de Buñuel.

ST. José Balmes. 1965.jpgLo anterior no resulta de una cita erudita, sino de la relación que Gracia Barrios entabla con la obra de Gabriel Figueroa, el gran fotógrafo del cine mexicano, y que determina gran parte de su obra de los años sesenta. El caso es que las camisas aparecen señalando el vacío de los cuerpos. De este modo, Balmes, por el contrario, en una obra como “Al alba, camino a Quilicura” —realizada en homenaje a Parada, Guerrero y Nattino— sólo se remite a seguir las hilachas que delimitan el vacío que deja el corte en la escena de la nominación.

No se ha dicho lo suficiente de cuánto le debe José Balmes a Gracia Barrios. ¡Como si fuera una necesidad saberlo! Ella era su anclaje formal y afectivo: la ruralidad chilena, con su diagrama de referencia a las pequeñas cosas, a los “temas mínimos”, a una economía del signo gráfico. Balmes era la elocuencia misma de la Historia, mientras que Gracia Barrios pintaba los intersticios de las palabras y de los gestos de retención del cotidiano.

Sin embargo, las primeras retenciones ya estaban presentes en los dibujos realizados “a ciegas” en el cine, como remedo santiaguino de una caverna platónica de pacotilla, para satisfacer amorosamente la solicitud de una madre que le exigía un mínimo de fidelidad con las formas. Desde entonces, Balmes no hizo más que dibujar prendas que han sido portadas, como sombras por unos cuerpos que dejan en ellas el íntimo resumen de los sudores y de los óleos con que se despide a los muertos.

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