Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Junio 24, 2016

Hace unos años atrás escribí en estas mismas páginas acerca de un breve libro de Sylvia Molloy llamado Desarticulaciones. El artículo apareció con una notable foto de ella, el pelo corto canoso, casi punk, junto a uno de sus gatos. Fue escrito luego de leer su libro en un avión rumbo a la Universidad Brown, donde quizás me la iba a topar en un seminario. Le temía, me habían dicho que era anti-narrativa, densa, odiaba todo lo anglo, lo americano, lo imperialista, lo pop. O sea, me sentí en la mira, acosado. Me parecía que era algo así como la enemiga y que no teníamos nada en común.

Nunca la había leído. Sólo le temía y estaba lleno de prejuicios.

Al final, no me la topé ni la conocí ni asistí a su conferencia.

Luego leí (de curioso, como lector, acaso como casi fan) su primera novela: En breve cárcel, una suerte de melodrama lésbico que tuvo mala suerte editorial y que yo pensé que tenía que ver con que era críptica, densa, intragable, algo así como una novela para intelectuales que condenan a aquellos que sienten. Para nada. Sylvia Molloy no es Diamela Eltit. Esa primera novela es inteligente, controlada, personal, incluso emotiva, y no es para nada inaccesible, sino potente y desoladora. Ahí me fijé en la palabra breve. Como gran autora que es, Molloy no sólo repite ideas, temas, miradas sino que lo breve es acaso la forma de armar y organizar su obra. ¿Puede una intelectual ser breve? ¿Puede hablar en voz baja y no andar por el mundo intentando ser críptica? Los imitadores de Molloy que han pasado por sus clases y talleres en NYU no entienden que, en el caso de la argentina, si escribe breve es porque es capaz de resumir, de seleccionar, de dejar algo fuera. La obra de Molloy no es breve; algunos de sus libros sí lo son.

Vivir entre lenguasEn breve cárcel tuvo un nacimiento editorial curioso; no fue tomada en cuenta, sólo apareció por una editorial pequeña en Buenos Aires, pero fue rescatada (¿reapropiada?) por Ricardo Piglia en una colección del Fondo de Cultura Económica que tiene por fin fijarse en aquello que nadie vio o quiso ver o que se adelantó a su época. Piglia, también crítico, también académico, vio en Molloy a la narradora que al final es o en la que finalmente se está convirtiendo (es altamente probable que Molloy termine siendo recordada como una escritora, una narradora, alguien que trascendió el ensayo y la crítica, pero que nunca lo olvidó del todo; la genialidad de Molloy, para mi gusto, es no abandonar nunca el espíritu crítico, pero dejarse llevar por la porosidad emotiva de la ficción o la memoria ficcionalizada o el placer de narrar, recordar, conectar).

El mundo de la Molloy (así le dicen, me dicen: la Molloy) parece delgado, desarticulado, fragmentado, hecho de retazos. El retazo es su materia prima y el retazo al final es doméstico. Así escribe Molloy; así recuerda. Su interés es recordar y de los retazos que escribe (apuntes, carnés, textos breves, formas cortas) arma sus libros. Molloy usa la memoria para armarse a sí misma y de paso crear a su protagonista principal.

Con todo lo que me gustan sus primeras novelas, capaz que prefiera (sí, es lo que más me gusta, donde más puedo aprender) sus más recientes libros, como Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia), donde no queda del todo claro el género, pero sí su voz.

Luego de ese artículo sobre Desarticulaciones se armó un lazo.

Alguien vio links, otras conexiones.

Querían juntarnos.

Supe que la iba a conocer. Que íbamos a conversar, que dialogaríamos en el GAM en el marco de la Filba, sede Santiago, y me enviaron dos textos suyos: uno que entendí poco y con el que no enganché (para qué mentir) llamado Poses de fin de siglo: Desbordes del género en la modernidad (poses, uf; desbordes; mal); pero desde Buenos Aires me enviaron una novela que me deslumbró: era menos breve, pero conversaba de manera frontal con En breve cárcel y tenía por nombre El común olvido (la identidad gay, pero ahora masculina; lo bilingüe; apátrida; los regresos).

Lost in translation

Molloy puede ser bilingüe pero al final, creo, es una autora hispana. Al menos escribe y piensa y articula y apuesta por el español. Con cada libro crece su importancia en el canon hispano. Lo fascinante del caso Molloy es que si bien su biografía es quizás algo anómala para el contexto literario hispano de su época (familia hija de inmigrantes, estudios en Europa, residencia eterna en Nueva York), hoy no sólo parece normal sino casi ineludible. No sólo para un autor; para los lectores. Molloy es, además, una adelantada (algo que nunca está mal). Es una voz bilingüe, de retazos, contaminada; es además una voz de mujer y además es una voz queer, gay, distinta. Rara, como dice. “Es otra diferencia, un estar al margen, un estar a la intemperie”.

Aunque lo que antes era el margen cada vez parece la historia de muchos.

De todos.

¿Podría Molloy terminar siendo la voz de una generación?

¿De los millennials, por ejemplo?

Molloy, la catedrática, la profesora severa (dicen), la mujer perdida y sin patria, la bilingüe, la rara, la densa, la que no tiene humor (decían), se ha vuelto asequible (acaso popular, de culto, pop), pero no por eso vana, desechable, intercambiable.

No lo sé y para qué apostar (OK, apuesto, sí, demás, puede ser), pero sin duda hoy su voz se entiende más, es posible dialogar más con sus apuestas, es lógico y hace sentido no colocarla al margen sino mucho más al centro.

El que no pudo dialogar con ella cara a cara fui yo.

Sylvia se enfermó, tuvo bronquitis, no pudo embarcarse a Santiago, me quedé con los libros, con la preguntas, la intimidad del subrayado, la sensación de que she´s the one: ella es la autora que estaba buscando, la que puede hablar en femenino y en el idioma que sea lo que tantos sentimos de otra manera.

Su libro más reciente, Vivir entre lenguas, es acerca de un ir y venir entre lenguas, pero también apuesta cada vez más al humor, a lo que está lost in translation, a lo que implica estar y no estar, a un montaje que es tan cinematográfico como hasta inspirado en videoclips que de seguro no ha visto. “¿En qué lengua se despierta el bilingüe?”. Molloy cada vez cuenta más, pero corta con furia. Desarticula. “¿Me pregunto cuál será la lengua de mi senilidad?”. Eso es lo que hace con Vivir entre lenguas. Breve, brevísimo, desarticulado un poco, pero totalmente coherente, fragmentado pero sólido, amplio, poderoso. Su nuevo libro es tildado por la editorial como una nouvelle, pero lo único que tiene en común con una nouvelle es lo corto. Lo breve. Vivir entre lenguas es un ensayo biográfico que no intenta ensayar; son fragmentos, meditaciones, recuerdos, vivencias acerca de ser bilingüe, hablar dos idiomas, estar entre mundos. “Hacer el switch”, acota. “Hablar con acento delata al hablante: no se es de aquí”. Aunque todos sus libros y temas y personajes reaparecen, aquí es como si estuviera construyendo un planeta o una constelación propia: Buenos Aires, la amiga que ya perdió la memoria de Desarticulaciones, los padres, Manhattan.

De un tiempo a esta parte, la Molloy, célebre por su cerebro y su capacidad analítica, está apostando más por su memoria, por un gesto más liviano, pero no por eso light, por ingresar tangencialmente a un tema desde el camino de la experiencia más que intentar dar la última palabra apostando por lo analítico.

“En qué lengua soy”, escribe.

Molloy, la catedrática, la profesora severa (dicen), la mujer perdida y fugada y fugaz y sin patria, la bilingüe, la rara, la densa, la que no tiene humor (decían) y vive y habla con pies de páginas, se ha vuelto asequible (acaso popular, de culto, pop), pero no por eso vana, desechable, intercambiable. “Tengo más memoria que inventiva”, dice riéndose y casi culpable durante una entrevista en un iluminado estudio de televisión y pienso: así es, qué bien, qué cierto. “Perder una lengua, quedarse deslenguado... Pienso: si yo hubiera tenido hijos, ¿en qué idioma les hubiera hablado? ¿Cuál habría reprimido?” ¿Es Vivir entre lenguas una nouvelle? No, para nada. Pero es más que un ensayo. Es autoficción, no ficción, memoria, recuerdos y capaz que esté salpicado de inventos, manipulado para contar lo que desea contar: que tener dos idiomas (capaz que tenga tres, incluso, porque Molloy es fluida en francés y hasta hizo su tesis en ese idioma) no es necesariamente el premio que todos creen, te lleva al mundo del doblez (“siempre hay otra manera de decirlo”); que ser ciudadana del mundo es una manera elegante de no ser de ninguna parte (“siempre se escribe de una ausencia: la elección de un idioma automáticamente significa el afantasmamiento del otro, pero nunca su desaparición”); y que con la vejez y el paso del tiempo hasta puede tener algo de maldición.

“A pesar de que tiene dos lenguas, el bilingüe habla como si siempre le faltara algo, en permanente estado de necesidad”, sentencia.
Maldición eterna a quien habla dos idiomas, parece.

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