Por Marisol García Abril 22, 2016

Entrevistarlo era una aventura en sí misma. Las anécdotas de periodistas que lo tuvieron al frente engrosan un relato biográfico paralelo, intrincado con los muchos otros misterios y extravagancias de su cotidianeidad. Su última rueda de prensa debe ser la que en noviembre pasado le ofreció a cinco periodistas europeos especialmente seleccionados para viajar a Paisley Park —su legendario centro de operaciones en los suburbios de Chanhassen, cerca de Minneapolis— y que tuvieron que formular sus preguntas sentados literalmente a sus pies. Prince los escuchaba en una butaca frente al piano. «Si una pregunta no le gustaba, guardaba silencio y se ponía tocar el tema de La dimensión desconocida», leemos del reporte en The Guardian de uno de los presentes.

Que su muerte ayer en la mañana haya sido así de sorpresiva y misteriosa —al momento de escribir esta columna aún no se aclara la causa del deceso, aunque la primera versión de un complicado resfrío ya no la cree nadie— combina con esa opacidad y un, a veces, mal entendido sentido del control. Pero a diferencia de otros célebres excéntricos de la música (Michael Jackson, Liberace), la distancia de la convención tenía en el caso del nativo de Minneapolis un correlato en su obra, también inesperada, subversiva y extremadamente personal, y que aunque por momentos se encauzó en hits de pop intachable —“Kiss”, “When you were mine” o “When doves cry” son ganchos simplemente irresistibles—, tuvo también escapes de un vuelo que sólo él parecía entender y disfrutar.

Si descolocaba a quien lo tuviera al frente, era porque todo en él se alejaba de parámetros comunes. Su muerte no escapa de esa normalidad alterada.

Raza: resistió el estereotipo del sonido afroamericano trabajando una síntesis entre ritmos morenos y pálidos, con total desprejuicio pero, a la vez, conciencia de la tradición negra que buscaba continuar (la de Little Richard, Jimi Hendrix, Stevie Wonder y Rick James). Haber crecido en un barrio de clase media lo abrió a círculos amplios, no confinados al gueto, que en parte le permitían estar cómodo trabajando con ideas tomadas de, por ejemplo, la new-wave. Ya en 1981, un crítico del New York Times predecía que «con el paso del tiempo, el pop norteamericano reflejará cada vez más la orientación birracial de Prince […]. Más que una foto de lo que puede ser, lo suyo es una profecía». Hablar hoy de que ha muerto «la estrella más grande de la música negra» es, desde ese punto de vista, una imprecisión.

Erotismo: la familiaridad que mantenemos con sus videos de los años ochenta y noventa nos traen la estampa de un símbolo sexual de estómago plano y pecho lampiño, encantado de mostrar piel y ropa ceñida. Era la época de una gimnasia romántica de conquistas significativas, que incluían a Kim Basinger y Madonna, de letras al filo de lo aceptable (“Sister”) y de videos que parecían echar humo (“Cream”). Pero a estas alturas también esa carga erótica estaba en pausa. Su conversión como Testigo de Jehová, alrededor del año 2000, lo llevó a revisar su repertorio y decidir en consecuencia, aunque sin renegar de lo ya escrito. «Ahora tengo fans mayores, con familia, y que quieren llevar a sus hijos a los conciertos, así es que creo que es una buena decisión sacar algunas de esas canciones, y así tener una audiencia más amplia», explicaba hace unos meses. Su vida privada se mantenía en un total misterio. Estuvo casado dos veces y su único hijo murió a los días de haber nacido, en 1996. Sus ex contribuyeron a su mito con extrema discreción sobre su tiempo juntos.

Masculinidad: se hace inevitable la comparación con David Bowie, el otro gran ícono musical y de estilo muerto este año. No es un asunto formal, limitado a maquillaje o zapatos de mujer, sino su mutua disposición a cuestionar los moldes de masculinidad heredados. Prince consiguió el peculiar logro de transmitir la sexualidad de un semental usando taco alto y blusas con vuelos, proponiendo así una alternativa al macho rudo como modelo de conquistador. En el video de “Kiss”, por ejemplo, es él quien baila y se contornea, mientras, a su lado, una mujer rasguea una guitarra en plan discreto: los roles de género habituales del rock subvertidos con inteligencia y gracia. Así parte “I would die 4 u”: «No soy una mujer / No soy un hombre / Soy algo que jamás entenderás».

Negocio: si ayer no era fácil encontrar en YouTube videos para compartir y tributarlo es porque el músico mantuvo un control de sus registros públicos que rozó el delirio. Había conseguido recuperar la propiedad de todas sus grabaciones y derechos fonográficos, y era obsesivo sobre dónde y cómo eso debía mostrarse. No hay discos suyos en Spotify y sus abogados fueron incansables en la persecución de quien subiese suyos videos a la web. Odiaba internet, por cómo ésta le impedía ese contro completo (en 2010 auguró que ésta se iba a acabar; mal cálculo) pero al mismo tiempo rebuscó modos de volverla rentable, con sitios pagados cuyos contenidos exclusivos siempre decepcionaron a los fans. Su batalla con el sello Warner es conocida por cómo lo llevó a mostrarse un tiempo con la palabra «esclavo» escrita en su cara, e incluso a cambiarse de nombres para esquivar sus obligaciones contractuales. La multinacional en parte quería que el músico no publicara más de un álbum por año, «pero la música no me llega calendarizada», dictaba él. Administraba desde hace unos años su propio sello, NPG, a través del cual publicó desde fines de los años noventa casi veinte discos, en una colección que combinó talento y dispersión, dirección pop y megalomanía virtuosa.

Autonomía:
él mismo era el sostén de su carrera. Warner le ofreció un contrato cuando aún no cumplía los veinte años de edad, y así de seguro siguió avanzando en la adultez. Podía levantar un disco a solas: composición, arreglos, ejecución, canto y producción. En su canción “For you” se lleva el crédito de veintisiete instrumentos. Su virtuosismo se aliaba con una creatividad imparable. En Wikipedia hay una entrada exclusiva con el detalle de los proyectos que terminó pero nunca quiso mostrar. Deben sumarse allí las memorias escritas que su muerte ha dejado truncas. Imagina uno que ni allí hubiesen podido encontrarse las claves que lo revelaran por completo. Productivo y emocionante hasta el final (su último concierto, el pasado jueves 14, tuvo comentarios de éxtasis), Prince consiguió llevarse con él también sus misterios.

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