Por Evelyn Erlij, desde Serbia Febrero 12, 2016

En la primera versión, en 2008, fue un funeral en el que se enterraron en un ataúd los rollos de la película Duro de matar. En 2015, fue la proyección de un video en el que Emir Kusturica (61) apaleaba a puñetazos a Bruce Willis, efigie del Hollywood que más detesta. Este año, no más bullying al ex de Demi Moore: para abrir el Festival de cine de Küstendorf —su propio festival—, Kusturica llega vestido de cocinero. “Cocinaré los próximos siete días. Trataré de hacer la mejor comida posible y la haré de una forma muy espiritual. Bob Marley escribió: ‘Emancípense de su esclavitud mental’”, dice el cineasta, antes de que un surrealista graznido de ganso interrumpa su discurso. “Eso es sólo para confirmar que tengo razón”, asegura, y estalla en risas.

Difícil imaginar una apertura más acorde a su cine que esa: creador de historias insólitas y pintorescas, Emir Kusturica es autor de un universo fílmico poblado, entre otros, por gitanos excesivos, novias voladoras, pavos mágicos y, evidentemente, gansos. Una docena de ellos están detrás del escenario esperando “actuar” en un extracto del musical Tiempo de gitanos (2007), el que dará inicio a la novena versión del festival más célebre de Serbia. Un grupo de ellos también aparecen en el afiche del certamen de este año: “Estos gansos que ven detrás mío —dice Kusturica, en referencia a las aves dibujadas en el póster— están ahí porque, según el mito, los gitanos se salvaron porque volaron sobre el océano arriba de gansos”. De ahí la metáfora oculta en el slogan 2016: “Los gansos salvarán el cine”.

“Si tienes que producir cien tomates, puedes controlar su sabor. Pero si empiezas una hiperproducción, tienes que poner pesticidas y matas el gusto. Con el cine es lo mismo”, advierte el cineasta.

Küstendorf es más que un festival que el cineasta creó, con el apoyo del Ministerio de Cultura serbio, en las montañas del suroeste de Serbia. Es la respuesta que el director de Underground (1995) —ganador en Venecia y doble vencedor en Cannes— ideó frente a lo que considera una escasez de cine de autor de calidad. Para continuar con las metáforas: “Si tienes que producir cien tomates, puedes controlar su sabor. Pero si empiezas una hiperproducción, tienes que poner pesticidas y matas el gusto. Con el cine es lo mismo”, advierte. Por eso creó este certamen: cada año, a fines de enero, los famosos no vienen a posar para las fotos, sino a inspirar a las nuevas generaciones de cineastas.

Jim Jarmusch, Johnny Depp, Alfonso Cuarón, Abel Ferrara y Oliver Stone son algunos de los que han venido a dar clases magistrales, y este año fue el turno del cineasta francés Jacques Audiard (Palma de Oro 2015), del italiano Matteo Garrone (Gomorra) y de la actriz Mélanie Laurent (Bastardos sin gloria). Nombres grandes reunidos en un rincón ínfimo de Serbia, un terruño perdido que Kusturica descubrió en 2004 mientras filmaba La vida es un milagro. Allí levantó un pueblo que, con el tiempo, se convirtió en su reino (vive ahí gran parte del año) y en uno de los centros culturales y turísticos más famosos de los Balcanes. Hay una iglesia, una pastelería, un cine, pistas de esquí, hoteles y restaurantes. Las calles y construcciones tienen los nombres de sus ídolos: Federico Fellini, Novak Djokovic, Stanley Kubrick, Maradona. Dicho de otra forma: Bienvenidos a Kustulandia.

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En los días previos a Küstendorf, un rumor circuló en algunos medios: que Kusturica haría una performance con misiles rusos en la apertura del festival. Hacía algunos días, en el aniversario de un canal de televisión de Rusia, el cineasta compartió mesa con Vladimir Putin —imagen poderosa de su peso político— y bromeó frente a unos periodistas sobre abrir el certamen con un show de gansos y proyectiles. La prensa no supo distinguir ficción y realidad (con Kusturica es tarea difícil), pero aparte de los mencionados gansos, el festival no comienza con armas, sino con clases magistrales, filmes y cortos de directores novatos que compiten por el premio principal.

Por las noches hay conciertos —la banda chilena La Mano Ajena tocó aquí en 2009—, y en la madrugada, san alcohol hace sus milagros: estrellas del cine, periodistas e invitados se convierten en los mejores amigos en El Lugar Maldito, el bar del pueblo donde Kusturica se instala a socializar. A las cuatro de la mañana, el ritmo de la música gitana hace estragos: una rubia se lanza sobre otra mujer, le planta un beso, y Matteo Garrone graba la escena con su teléfono como si dirigiera un filme porno. Sketches como ese ha habido un montón —como cuando Jim Jarmusch vagó por el pueblo mendigando pitillos de Mary Jane—, y no por nada la revista MovieMaker clasificó a Küstendorf entre los festivales más cool del mundo.

Entre tanto jolgorio, el director se arranca de las entrevistas, pero la prensa le roba una exclusiva. Después de tres años de rodaje, su nueva película, “On the milky road”, protagonizada por él y Monica Bellucci, estará lista para Cannes.

En la mañana, Matías Mosteirín, productor del filme El clan, del realizador argentino Pablo Trapero, explica por qué no se le ofreció el rol del detestable Arquímedes Puccio a Ricardo Darín —“nadie nos habría comprado”, asegura— y, de paso, confiesa que se enamoró de su mujer viendo una película de Kusturica. Algún pacto con Cupido tendrá el serbio: Küstendorf es famoso por ser cuna de romances, incluso unos novios se casarán en el pueblo durante el festival.

Entre tanto jolgorio, el director de Gato negro, gato blanco se arranca de las entrevistas, pero la prensa le roba una exclusiva. Después de tres años de rodaje, el cineasta anuncia que su nueva película, On the milky road —un drama sobre amor y guerra protagonizado por él y Monica Bellucci—, estará lista para el Festival de Cannes. Entre giras con su grupo, The No Smoking Orchestra, la construcción de Andrićgrad, su segunda ciudad, inaugurada en 2014; y el rodaje de un documental sobre el uruguayo José Mujica, la filmación fue difícil. Sobre todo en los tiempos que corren. “Cuando hice Underground, los grandes inversionistas construían su prestigio apoyando películas. Hoy lo hacen patrocinando equipos de fútbol”.

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Una van de periodistas sigue el auto de Kusturica. La comitiva va en dirección a Andrićgrad, una miniciudad que erigió en Bosnia, país donde nació y en el que no es bienvenido desde que renunció a identificarse como bosnio musulmán y se declaró serbio ortodoxo tras la guerra de Yugoslavia. En la frontera serbobosnia, el cineasta se baja del auto, habla con un policía, abre la puerta de la van y grita: “¡Documentos!”. Pero es un chiste: este territorio es parte de la República Srpska, la entidad política serbia al interior de Bosnia-Herzegovina, y, ahí, Kusturica sigue siendo Dios. La prueba es que la policía dejará pasar la van sin mirar ningún pasaporte.

Después de media hora de viaje, aparece Andrićgrad, una ciudad de piedra que recrea los escenarios que el premio Nobel yugoslavo, Ivo Andrić —héroe máximo de Kusturica—, describió en la novela Un puente sobre el Drina (1945). “La arquitectura es una mezcla de estilo bizantino y otomano. Si la historia no pudo conciliar estas dos civilizaciones, nosotros podemos”, explica, mientras hace un tour por el colegio, la galería de arte y el cine de la ciudad. “Y ahí estoy yo con Djokovic”, dice, apuntando un gran mosaico, en el que aparece tirando una soga junto al ídolo del tenis.

La construcción de Andrićgrad indignó a los bosnios de la zona, quienes reclamaron que la ciudad se construyó sobre un centro deportivo usado como campo de detención durante la guerra. “Aquí había canchas de básquetbol y mucho espacio para inyectarse heroína”, se defiende Kusturica, y luego anuncia que abrirá una universidad que impartirá carreras como Cine y Actuación. “¿Quiénes darán las clases?”, pregunta una reportera que recibe del cineasta una mirada a lo Robert De Niro en Taxi Driver. “¿Me estás preguntando a mí quién va a ser el profesor?”. Kusturica se ríe: professor es el sobrenombre con el que lo llaman en Serbia.

Al día siguiente, el dueño de casa recibe en la entrada del pueblo al último invitado de honor, el director rumano Corneliu Porumboiu. Mientras le da la bienvenida con un trozo de pogacha, el pan tradicional serbio, dos quiltros se revuelcan en la nieve y le quitan solemnidad al evento. Uno termina montado arriba del otro y regalan a Kusturica una escena “romántica” digna de cierre para uno de sus filmes. El director los mira y se ríe: al final no fueron gansos, sino perros los que salvaron el cine. No el cine mundial. Pero sí esta película delirante en tiempo real llamada Küstendorf.

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