Por Paulo Ramírez // Fotos: Guido Manuilo Noviembre 20, 2015

Tobias-Wolff-2Tobias Wolff ha vuelto muchas veces a los lugares de su infancia, escenarios de su obra más famosa y la que él mismo recomienda como primera lectura para quienes se interesen en su literatura: Vida de este chico. Los lugares permanecen, pero a muchas de las personas nunca más las encontró. Y no es raro... su vida de ese entonces era profundamente distinta a la que lleva ahora. La de antes fue una existencia nómade y empobrecida, con una madre persiguiendo sueños y eligiendo malas parejas; la de hoy es reposada, con su esposa de siempre, con tres hijos ya crecidos y mucho tiempo para nadar, caminar, leer y escribir.

Sí se ha reencontrado con los adolescentes que conoció en el internado The Hill School de Pennsylvania, y dice disfrutar ese “extraño placer de ver a alguien de nuevo, y verlo cambiado, pero a la vez el mismo de antes... El verano pasado volví para nuestra reunión de los 50 años, y todavía podía reconocer a algunos de los niños de entonces... ya son hombres, por supuesto, pero todavía reconozco a los niños que fueron”.

Wolff es preferentemente un cuentista, pero ha escrito varias novelas y dos memorias: la mencionada Vida de este chico y En el ejército del faraón, donde narra su experiencia en la guerra de Vietnam (y cómo llegó hasta ahí). Vino a Chile a participar nuevamente del ciclo “La Ciudad y las Palabras”, organizado por el programa de doctorado de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la UC. Pero tiene más razones para venir: visitar a su hijo que vive en Chillán, casado con chilena y que le dio “dos nietos chilenos”, dice él en español.

—¿Qué le pasa cuando mira hacia atrás, a esos tiempos que fueron tan duros?
—Bueno, ahí es donde están las historias: los problemas, las dificultades son las que hacen las historias.

—¿Entonces vuelve para encontrar historias?
—Sí, pero también uso mi imaginación y observo la vida de los otros. He sido muy afortunado en mi vida y me he convertido en una persona muy privilegiada. Pero fue difícil crecer como yo lo hice, y cuando veo las luchas que están dando las demás personas, pienso que fácilmente podría haberme pasado a mí. Puedo ponerme en sus lugares. Esta vida tranquila no es la única que he tenido. Sé lo que es sentir angustia, sé lo que es tener miedo, estar quebrado y no tener idea de dónde va a salir el próximo dólar, tener el corazón roto por la partida de alguien que amas, querer lo que no puedes tener, que era mi sentimiento la mayor parte del tiempo... La experiencia es una gran maestra, pero la imaginación es aún mejor, la compasión es aún mejor...

“El poeta inglés A. E. Housman dijo algo que me gusta mucho: dijo que cuando se afeitaba por las mañanas y recordaba de repente un verso bien escrito, su piel se erizaba y detenía la navaja... Ese es el tipo de sensación que busco cuando leo: algo que detenga la navaja”.

—Hablando sobre Chéjov, usted dijo: “Su arte surge de profundas intuiciones que no pueden ser dichas de ninguna otra manera...”.
—Así es... ¿qué podemos decir que no pueda ser dicho en un ensayo, un editorial, un manifiesto? Ciertos movimientos del espíritu que ni siquiera la persona que los experimenta puede ser capaz de articular, pero que el escritor puede de alguna forma hacerlos suyos, darles cuerpo y vida, y que logras reconocer a un nivel mucho más profundo que lo que lograrías si simplemente los mencionaras. Te doy un ejemplo muy antiguo: puedes decir “la guerra es terrible... convierte a los niños en huérfanos, a las mujeres en viudas...”. Bueno, eso es cierto, supongo, y ya ha sido dicho muchas veces; tantas que seguramente era un cliché incluso en tiempos de Homero. Por eso, cuando Homero está escribiendo La Ilíada se encuentra con ese problema: ¿cómo lo supera? Nos muestra a Héctor yendo a despedirse de su hijo antes de su encuentro con Aquiles. Toma a su hijo en brazos, y el niño se aterroriza con el vaivén del penacho del casco de Héctor y huye de su padre, justo cuando él se marchaba probablemente para morir. Esa es una manera de decir todas esas cosas, con una sola imagen, que es mucho más profunda y humana que cualquier ensayo, cualquier estadística... todo palidece al lado de esa breve imagen en La Ilíada. Eso es lo que todo escritor intenta hacer: encontrar la imagen o el momento esencial que el lector reconozca.

—¿Y el escritor tiene conciencia en ese momento de lo que está haciendo, sabe realmente lo que está diciendo?
—No creo que puedas “diseñar” un momento como ese antes de tenerlo. Es una inspiración, un regalo que te llega en ese instante. Luego, cuando vuelves sobre lo que escribiste piensas en esas cosas, y te preguntas si lograste capturar algo importante. Si no, se desecha: tal vez te gustó al escribirlo, pero es posible que sólo estés repitiendo algo que ya dijiste, y de un modo menos interesante, así que lo botas. Puede dolerte, pero debes hacerlo. Buena parte del esfuerzo consciente de la escritura llega después de haberla hecho. Los escritores deben ser dos personas al mismo tiempo: deben ser temerarios y echarlo todo afuera sin planificación ni diseño, y después deben ser un editor implacable de su propio trabajo. Y, a veces, durante la edición aparecen cosas mejores, más interesantes que las que habías escrito originalmente.

Te voy a contar una historia. Tengo una amiga, Carol Bly, ahora fallecida, una maravillosa cuentista, con la que conversé una vez acerca de estas segundas ideas, de estas revisiones. Algunos piensan que si cambias el original, lo estás matando, arruinando esa primera inspiración. Pero eso no es verdad, lo estás haciendo más verdadero, incluso más espontáneo...

Bueno, me habló de un cuento que estaba escribiendo y que tenía lugar en la zona rural de Minnesota, donde ella vivía: una mujer maneja su auto camino a Minneapolis, es primavera, todavía queda nieve en las calles mezclada con barro, y un camión le salpica el parabrisas y no la deja ver. Entra a un servicentro y, mientras el bombero le limpia el parabrisas, ella ve que el hombre está llorando. Y está llorando porque su novia lo abandonó... Eso es lo que había escrito, pero al revisar el cuento mi amiga pensó: “No, esto no es verdad: los hombres de por acá no lloran cuando sus novias los abandonan...”.¿Entonces por qué está llorando...?, se preguntó. Y su respuesta fue: “Está llorando porque su perro cazador murió esa misma mañana”. Cambió el cuento de manera brillante, porque es inesperado, es verdadero y porque describe toda una cultura, donde los hombres no lloran por sus novias, pero sí por sus perros... Ese es el tipo de cosas a las que uno aspira cuando edita un texto: darle tanta frescura, tanta espontaneidad. Es mucho más trabajo, eso sí. Lo que los escritores hacemos es trabajar para que nuestro trabajo desaparezca, para que el esfuerzo laborioso de escribir se desvanezca y creamos que nació así.

—¿Por qué sigue siendo importante para nosotros que nos cuenten cuentos?
—Yo espero que siga siendo importante... Porque la gran batalla hoy, no sólo intelectual, sino espiritual, se da entre la información y lo que los cuentos o las novelas pueden decirnos acerca de nosotros mismos, más allá de la información, más allá de los argumentos. Es esa capacidad que tienen de permitir que nos sintamos reflejados en ellos, reconocidos, incluso cuando leemos acerca de personas en lugares y circunstancias muy distintas. Mira el final del cuento “The Dead”, de James Joyce: Gabriel, el protagonista, está en una pieza de hotel con su mujer, Greta, y la mira con deseo, con lujuria... Pero en ese mismo momento los pensamientos de ella están muy lejos: está pensando en un joven que una vez la amó y que murió de tuberculosis... Y uno empatiza con ella, pero también con él, de una manera extraña. Todos hemos vivido un instante así, en que sentimos deseo por alguien, pero eso no significa que esa persona sienta lo mismo, puede estar pensando en un tercero. Es un momento que no puedes simplemente explicar, tiene que ser desplegado frente a uno: eso es algo que sólo un cuento o una novela pueden hacer, nadie más. Ni siquiera una película, porque no logra entrar al mismo tiempo en la mente de los dos. Amo las películas —tal vez las amo demasiado—, pero hay algo de la vida interior de las personas que descubrimos gracias a los cuentos y las novelas.

—¿En qué consiste una buena historia?

—No puedo responder eso, porque hay tantas historias diferentes. No puedo decir simplemente “porque me siento reflejado, o eso lo he sentido o me podría suceder a mí”. Es un cierto nivel de excitación, tanto física como mental. El poeta inglés A. E. Housman dijo algo que me gusta mucho: que cuando se afeitaba por las mañanas y recordaba de repente un verso bien escrito, su piel se erizaba y detenía la navaja... Ese es el tipo de sensación que busco cuando leo: algo que detenga la navaja.

—¿Y eso le ocurre al leer y también al escribir?
—Ocasionalmente, sí. Uno vive para esos momentos, pero son escasos, y para mí ocurren sobre todo en la reescritura. Escribir el primer borrador siempre se me hace muy difícil: es como estrujar sangre de una piedra. Porque las posibilidades son infinitas, y por cada decisión que tomas eliminas todas las alternativas, hasta que comienza a aparecer una forma, y la refinas y la refinas hasta que empieza a respirar y cobra vida. Sólo en esos momentos llego a sentir esa excitación. Toda esa escuela de pensamiento que dice que revisar es suprimir no tiene sentido.

—¿Con qué elementos comienza a escribir una historia: con un personaje, una trama, una atmósfera, un final?
—Con algo de todo eso al mismo tiempo. Mira, la semana pasada mi mujer me contó un sueño que había tenido. Era un sueño extraño, que me hizo reflexionar, y le dije que iba a usar parte de su sueño en un cuento que estaba escribiendo. Le pregunté si le importaba, y me dijo que para nada. Y lo cambié hasta que quedó irreconocible para ella. Si no le hubiera preguntado, jamás hubiera sabido que ese cuento fue inspirado por su sueño. Así es como surgen las historias. Escuchas algo, lees algo, o estás oyendo música y eso te trae algún recuerdo...

—¿Y busca constantemente esos momentos?
—Debiera... pero si estuviera siempre buscando esos momentos, tal vez nunca llegarían. Hay que dejar que lleguen y te rompan la cabeza. Igual soy un escritor y tengo el hábito de andar siempre buscando cosas que puedan ser interesantes, incluso de manera inconsciente.

—¿Qué siente en el momento de comenzar a escribir un cuento?
—Esperanza y pavor. Esperanza en que saldrá algo bueno, y pavor de que eso no ocurra. Empezar a escribir es un momento de mucha ansiedad para mí, y tal vez por eso no escribo lo suficiente. Algunos de mis amigos se acercan a su escritorio con una sensación de felicidad y anticipación; me encantaría sentir eso al principio. Yo sólo empiezo y después ya me olvido de que estoy trabajando. Pero me tengo que obligar a sentarme frente al escritorio. Nunca salto de la cama, tomo un lápiz y corro a escribir, no.

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