Por Diego Zúñiga Septiembre 25, 2015

Lo primero fue una imagen que le empezó a rondar por la cabeza desde hace un tiempo: una escolar se queda encerrada durante muchos años en una sala de clases y un día pide salir de ahí, de ese lugar, de ese encierro.

Cuando sale, claro, ya no es una niña sino que es una mujer, una mujer adulta vestida, con un jumper.

Nona Fernández (1971) había publicado su novela Space Invaders (2013) y algo de aquel mundo que retrató —una historia de estudiantes en dictadura— seguía sonando en su cabeza, le daba vueltas, no cerraba: parecía que aquello que había escrito no había sido suficiente para dejar a un lado esa obsesión con aquel tiempo en que ella era una escolar y la violencia de esos años se inmiscuía en su vida.

Entonces, estaba esa imagen y estaba, también, otra historia que siempre había querido contar: la de Marco Ariel Antonioletti, lautarista que murió en 1990 y que fue uno de los dirigentes más importantes de la Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago (Feses).

—Tenía estas dos cosas: la figura de Marco y esta mujer encerrada, y de pronto empecé a ver cómo dialogaban, cómo hablaban de algo similar —cuenta Fernández, quien sentía que, sobre todo, la imagen de esa mujer era algo muy teatral, por lo que no dudó de que debía escribir algo con esos materiales. Ya no una novela —como lo hizo con Space Invaders—, sino una obra en que se mezclaran estas historias y, además, se pudiera agregar ese elemento con el que deslumbró en su debut como dramaturga: el humor.

Porque si algo destacó la crítica al referirse a El taller (2012) fue, justamente, el manejo de Fernández para armar una comedia con materiales complejos y delicados. Y aquí, nuevamente, con esos mismos materiales —quizá más delicados aún—, Fernández construye Liceo de niñas, su nueva obra, que se estrena el 23 de octubre en el Teatro Universidad Católica.

Dirigida por Marcelo Leonart y con casi el mismo elenco que El taller (Juan Pablo Fuentes, Francisco Medina, Carmina Riego, Roxana Naranjo y la misma Nona Fernández), asistiremos de nuevo a una historia delirante: un grupo de niñas que se toman un liceo a mediados de los 80 y que saldrán de ahí recién 30 años después, en 2015, cuando ya son adultas. Mujeres vestidas con jumper y que no entienden nada de lo que les está pasando.

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“Ordenando cosas viejas encontré este recorte de diario. Es del invierno del 85, un poco antes de que cumpliéramos 15 años. Las letras del reportaje están casi borradas, pero la foto se ve bien todavía. Estamos en el techo del liceo, ¿te acuerdas? Mirando a la calle con esa tremenda bandera chilena, viendo cómo la gente se amontonaba en el frontis mientras mostrábamos el lienzo que tú y yo pintamos la noche anterior en el patio de mi casa. Mira la cara que tenemos. Estábamos felices…”.

Hace ocho años, Nona Fernández comenzaba así su novela Av. 10 de julio Huamachuco. La publicó en 2007, pero la terminó tiempo antes, justo cuando comenzaba a surgir la revolución pingüina. Era una sincronía extraña, pues la novela hablaba, entre otras cosas, de esos escolares que en los 80 se reunieron para resistir la dictadura y cómo aquellas movilizaciones terminarían por volver, de alguna u otra forma. Y volvieron. En 2006, primero, y luego en 2011, y Nona Fernández no dejó de darle vuelta a esa época, y entonces escribió Av. 10 de julio… y en 2013 Space Invaders, donde vuelve al tema —esa vez enfoado en el caso de Estrella González, compañera de curso de Fernández e hija de un oficial de la DINA, que murió asesinada por su pareja a inicios de los 90—, y  pensó que ahí estaba todo cerrado, que ya iba a poder escribir de otra cosa, pero el pasado estaba ahí, latente, vivo.

Fernández estudió en el Liceo Santiago —hoy llamado Colegio Santa Cruz—, ubicado cerca de Avenida Matta. Ahí, soñaba con ser actriz, montando obras pequeñas, callejeando, sobreviviendo. Y así entró a estudiar Teatro a la Universidad Católica y conoció a Marcelo Leonart, su pareja, y luego ambos se dedicaron a la literatura e hicieron teatro: él dirigía, ella actuaba: Grita (2004) y Medusa (2010) fueron dos de las obras en que abordaron los años de la dictadura desde distintos lugares: torturadores, víctimas, delatores. Juntos, también, han sido guionistas de teleseries, como Secretos en el jardín (2013).

Pero, en 2012, Fernández decidió lanzarse y escribir por primera vez una obra.

—Yo creo que me motivó el hecho de que habíamos trabajado varias obras donde asumimos la memoria reciente, pero pensaba que había que hacer algo que contuviera humor y el material de El taller se prestaba para eso —dice.

Esos materiales estaban inspirados en la historia del taller literario que daba Mariana Callejas en su casa de Lo Curro, mientras su marido, Michael Townley, agente de la DINA, torturaba gente en el mismo lugar.

“Era bien ‘power’ el movimiento estudiantil de los 80. Yo creo que recién nos hemos dado cuenta de eso”, dice Nona Fernández, quien ha escrito dos novelas sobre esa época. En ‘Liceo de niñas’ vuelve a ese mundo.

La obra debutó en Lastarria 90 y luego tuvo funciones en el GAM y en el Teatro UC. Fue un éxito de público y de crítica: Fernández ganó el Premio Altazor y se convirtió en una nueva voz dentro del teatro chileno actual.

—Me demoré en escribir teatro porque le tengo mucho respeto al escenario. Me tocó ir creciendo generacionalmente con dramaturgos superbuenos (el Lucho Barrales, Guillermo Calderón, la Xime Carrera, el mismo Marcelo Leonart), entonces no me sentía a la altura. Pero pasó que en un momento sentí que necesitaba trabajar con el humor y me puse a escribir.

Así nació El taller, y luego de su éxito, el año pasado recibió un llamado de Andrés Kalawski —director artístico de Teatro UC—, en el que le proponía producir una obra de ella para el 2015. Fernández, entonces, le contó la idea de Liceo de niñas, y el teatro aceptó: es una de sus apuestas más importantes para este segundo semestre.

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Lo que vamos a ver en el escenario es lo siguiente: es 2015, en el laboratorio de ciencias de un liceo de niñas. No hay nadie, porque las alumnas están participando en una marcha estudiantil. Sólo queda el profesor de Física, que camina de un lado para otro, pues está viviendo una crisis de pánico. Habla por celular en voz alta, está asustado, corta el llamado y de pronto escucha que lo llama una voz desde la rejilla de un ducto de ventilación. Una voz que le pide ayuda. Él se acerca y la ve salir: una mujer de unos 45 años, vestida de escolar. Una mujer que le pregunta si ya se fueron los pacos, si ya puede salir. Una mujer que lleva más de 30 años encerrada en ese lugar, cuando decidió esconderse ahí el día en que se tomaron el colegio, a mediados de los 80, y los carabineros entraron para llevárselas detenidas a ella y a sus compañeras. Pero se escondió. Y pasaron los años. Y ahí está, entonces, en pleno 2015, preguntándole al profesor de Física —que no entiende nada— si puede salir, si ya está todo bien.

“Me demoré en escribir teatro porque le tengo mucho respeto al escenario. Me tocó ir creciendo generacionalmente con dramaturgos superbuenos, entonces no me sentía a la altura. Pero en un momento sentí que necesitaba trabajar con el humor y me puse a escribir”.

Esa será una de las primeras escenas de Liceo de niñas, una obra en la que asistiremos al encuentro entre tres mujeres-alumnas y este profesor. En otro plano, además, escucharemos monologar a un escolar que tiene un balazo en la frente, y que estuvo vinculado a esas mujeres-alumnas cuando se tomaron el liceo, hace tantos años atrás.

—Era bien power el movimiento estudiantil de esos años. Yo creo que recién nos hemos dado cuenta de eso. Yo siempre fui la última de la fila, todo me daba miedo, iba a las asambleas y escuchaba, iba a marchas, aunque mi participación no era tan activa. Pero me acuerdo que los dirigentes que hubo eran bien potentes, como el Marco (Antonioletti), por eso fue heavy cuando vimos por la tele que había muerto. No era mi amigo, pero sí lo conocía, había pololeado con una compañera mía —dice Fernández.

Esta vez, la obra no será una comedia como El taller, sin embargo habrá mucho absurdo, sobre todo en los diálogos entre las alumnas y el profesor.

—El taller era grotesco, ésta no. Pero es divertida igual, con estas señoras que se creen niñas, es bien chiflado. Es conmovedor y patético a la vez —agrega.

—¿Por qué crees que nos demoramos tanto en hablar de estos temas con otra mirada, como la que planteas tú desde el humor?

—Creo que son procesos; tiene que ver con que el chileno es más sobrio, más gris, y también con ciertas políticas sociales que nos van pauteando la cabeza y el corazón, que tiene que ver con “no hablar mucho de esto, es un poco latero hablar de esto”. Durante los 90 eso estuvo muy vivo. Siempre sentí que era como fome, era como un poco picante hablar de la dictadura, siendo que este país era el jaguar de Latinoamérica. Entrar en estas dinámicas de país bananero dictatorial, tercermundista, no se veía bien.

–Cuando terminaste Space Invaders sentiste que quedaba algo pendiente con estas historias. ¿Ahora sí se cierran?

–Creo que ahora sí, porque empecé a ver todo con más objetividad y a entender qué pasó con mi generación. Una generación de mierda, porque hay algo que no prosperó, hay un cierto fracaso. O sea, creo que somos personas jóvenes todavía y podemos rendir en muchas áreas, pero como movimiento estudiantil creo que fue bien feroz lo que pasó y ya no hay mucho que podamos hacer.

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