Por Marisol García Julio 14, 2015

© C. Soto para CHV

"Hoy en mi vida la energía dedicada a la música es absoluta, sin vuelta, ya no imagino otro modo de estar, sean cuales sean los resultados".

“La diferencia entre un artista y un entertainer es que el artista está dispuesto a asumir riesgos”. Hay frases que se escuchan al pasar, se guardan y reaparecen cuando se vuelven necesarias. Fernando Nano Stern (Santiago, 1985) tiene varias a las que acudir para explicar en una idea breve sus pasos amplios del último par de años. Esa, por ejemplo, se la dijo Pedro Aznar durante el último Festival de Viña, en una noche de bar de hotel en la que ambos quizás bromeaban sobre qué hacían tipos como ellos en un lugar como ese. 

La frase vuelve ahora, aunque en un escenario opuesto: la tarde temprana en el patio, al fondo de un cité de Ñuñoa, bajo el invierno capitalino en preemergencia. Es una idea que sintetiza bien qué orienta la autoexigencia del dueño de casa, un cantautor de treinta años de edad que ha grabado ya nueve discos, montado recitales en cinco continentes y cantado junto a varios de los músicos que admiraba en la adolescencia.

No es que Stern quiera diferenciarse él, artista, de ellos, entretenedores. Es más bien que su trayectoria no podría explicarse sólo por el cálculo de réditos. Su nuevo disco, Mil 500 vueltas, le significó excederse en todo lo que había hecho hasta ahora: más colaboradores, más instrucciones, más figuras, más desvelos. Con la sustancia gruesa de sus catorce canciones, sostenidas en la fusión de ritmos de raíz latinoamericana con frases eléctricas y atmósferas asociables al rock, no sería justa una frase puramente promocional.

–Enfrenté la preparación del disco con mucha seguridad y confianza en ciertas cosas, pero también con dudas en otras –admite sobre el inicio del proceso que lo ha dejado junto al que considera el álbum más sólido a su cargo–. Sabía que no quería trabajar con un productor, y entonces me asesoré, aposté y creé ciertas maneras de hacer lo que quería. Asumí un rol que me dejó con un montón de hilos en la mano que tuve que mantener en una danza sin que se enredaran. Me desdoblé.

–¿No había sido así antes?

–En todos los discos que he hecho creo que me he entregado por completo, pero hoy en mi vida la energía dedicada a la música es absoluta, sin vuelta, ya no imagino otro modo de estar, sean cuales sean los resultados. Y he entrado en contacto con gente que tiene una energía parecida. Creo que en el disco quedó el destilado de esos encuentros y esa capacidad de trabajo. 

Arreglos minuciosos, alto nivel de invitados y la claridad en las letras de estas nuevas canciones son los de un creador, según él, “perfeccionista y autocrítico”; también los de un oficio acumulado inusual para su edad. Para Stern, multiinstrumentista, el violín y la guitarra fueron compañía desde antes de la adolescencia, y a los 19 años renunció a los estudios de Composición en la UC para instalarse a solas en Alemania y colaborar con quienes pudieran perfeccionarlo en la música desde la práctica. Por eso, su primer disco, Nano Stern (2006), llegó a Chile como una importación, el eco todavía lejano de un cantautor precoz de técnica asombrosa y agenda nómade, aún sin contacto con quienes revisaban los cimientos del canto local desde un común desprejuicio dispuesto a enlazar lo popular con la raíz y las lecciones rockeras. 

Cuando la música chilena volvía abrazar el sueño de la internacionalización, Stern parecía trabajar en reversa: desde viajes infinitos a lugares inusuales (Estonia, Turquía, Rusia), volvía cada cierto tiempo a Chile para afianzarse aquí y mostrar las lecciones aprendidas.

La casa de Ñuñoa en la que hoy conversamos es al fin una base de operaciones estable, pero el músico se ha estampado ya como una figura instalada en un mapa global: primer chileno en el festival Womad, único solista local invitado al apreciado espacio televisivo argentino Encuentro en el estudio; un autor que en los créditos de su nuevo disco puede permitirse mostrar a invitados de renombre internacional: Susana Baca, Jorge Drexler, Marta Gómez, Joan Baez, nada menos. Su música es, con propiedad, parte de una cadena esencialmente expansiva.

VUELTA Y VUELTA

El vaivén de la duda. El desafío de una decisión. Del abrazo acogedor a la incertidumbre. “Me doy mil quinientas vueltas / preguntándome qué hacer, / me mareo y pierdo el rumbo / cambiando de parecer”, canta Stern en el tema que le da título al disco; y la idea retorna en “Ser pequeño”: “Voy a la deriva, / gira que te gira, / perdido en el temporal…”.

–A la duda le doy un valor muy grande. Hoy en el mundo sobran las certezas, falta capacidad crítica. El disco está lleno de preguntas que no se responden en un plano racional y que terminan por disolverse, y eso me gusta. Una amiga me dijo algo que me sirvió durante el proceso de grabación: “Por ahí es más potente el efecto de una pregunta bien hecha que una declaración afirmativa”. 

Los tres años que precedieron la grabación de Mil 500 vueltas fueron de cambios importantes y decisiones que se evidencian incluso en lo más vistoso, como los veinte kilos menos de peso con que el físico de Stern ha agradecido un nuevo orden en su alimentación y el ejercicio. En el camino hacia los treinta, el cantautor fue dejando atrás convicciones que creía ancladas en él para siempre. Como la de su vida errante, por ejemplo. 

–Fue un nomadismo que me costó mucho dejar. Pero de pronto me di cuenta de que el viaje se había convertido para mí en una forma de rutina, y que ya no me estaba entregando profundidad como persona ni mucho menos como músico. Que lo que necesitaba era recluirme y decantar toda esa experiencia. Hoy me acomoda tener un campamento base.

“Yo no sé por qué, / menos sé hasta cuándo. / Si esta noche es bella, no preguntes más”. En nueve estrofas, “La confianza” propone la inutilidad de esa porfía por encontrarle el hilado a la trama de la vida. Aunque en muchos aspectos Nano Stern maneja su trabajo con rigor ejecutivo, dice que ciertos cambios y quiebres de los últimos años lo han dejado con una lección: “Hacerle caso a la intuición. Hay que confiar en ella; es poderosa”.

Las catorce canciones del disco exponen asuntos sobre los que el músico dice que jamás antes había reflexionado. Los cauces del amor, la filosofía y la política son hoy los temas más profundos en sus letras, más sobrias y menos ingenuas que las de antaño. Stern ve su música como un vehículo místico, por ejemplo; capaz de articular ciertos “gestos políticos”, como poner a cantar en mapudungún a Beatriz Pichi Malen. Sus cada vez más expuestos escenarios lo han cargado con la responsabilidad de la opinión.

–El mundo es muy complejo y soy enemigo de las consignas. Defiendo las ideas, la capacidad crítica. Si he decidido tener una opinión y manifestarla en público, tengo que estar muy informado. No me interesa hablar a favor de los animales en una marcha de vegetarianos: ahí es fácil. Tampoco la queja por la queja. Mi opción es hacer esto desde un lugar de amor, de cariño y de contribución; no desde la rabia, porque no quiero sumarle al mundo más mierda.

–De esa negatividad has sido también tú la víctima. Acercarse al folclor es, a veces, desafiar a una comunidad estricta.

–Es el chaqueteo propio de este país, y por muchos lados me llegan ataques: políticos, xenofóbicos o porque se asume que por ser medio rucio vengo de una familia millonaria. Fue algo que no me esperaba cuando empecé, que luego me angustió y que hoy me chupa un huevo. Algo refleja de la idiosincrasia chilena. Es una rabia injustificada, innecesaria. Hay músicos suecos de folk que son negros, que nacieron en otro país y que nadie pone en duda que sean absolutamente suecos. No voy a entrar a dar explicaciones por cosas fuera de la música.

–Cantaste en febrero en el Festival de Viña, y quisiste defender la opción de estar ahí.

–Claro. Si me llega el “famosismo” un rato, me parece bien abrir ese espacio y compartirlo. Es una posibilidad que a la vez interpreto como una responsabilidad. Fui, canté en las condiciones que yo quería hacerlo, aprendí y lo disfruté. Luego, a trabajar.

La noche previa a su presentación en la Quinta Vergara, Stern fue a conversar con su amigo Gabriel Boric. Según el cantautor, que viene cantando en tomas y marchas estudiantiles desde 2009, hay entre ellos una disposición similar a convertir ciertas posibilidades de exposición pública en “una responsabilidad”. Para el diputado, en tanto, existe hoy en Chile una posta en marcha que recoge lo avanzado por referentes ejemplares del siglo XX, en creación y trabajo comunitario.

“Se está dando algo muy bonito, que también sucedió en los años veinte y sesenta, y que es el vínculo entre política, cultura y acción colectiva –estima Boric–. Somos una generación que ha logrado despercudirse las trancas de la transición, y que se sacó de encima la carga de la derrota. Eso nos permite hablar con mayor soltura e imaginación, que creo que es lo que está haciendo el Nano con una nueva forma de entender la música chilena, atenta a la tradición. En los noventa nos dijeron que todo era ‘en la medida de lo posible’. Creo que somos una generación, al fin, dispuesta a correr esos límites, a enfrentar lo que antes parecía imposible. Lo ves hasta en el triunfo en la Copa América”.

La música tiene sus propios imposibles. Nano Stern revirtió uno de ellos hace un par de meses, cuando viajó por poco más de veinticuatro horas a California para grabar junto a Joan Baez “Las venas”, una composición en décimas del chileno sobre la explotación de la naturaleza. No había más tiempo que ese para él. Su agenda es de cupos pequeños, que van llenándose casi siempre con nuevas obligaciones asociadas al canto. Con la famosa cantautora neoyorquina, por ejemplo, se conocieron en marzo de 2014, cuando ella lo ubicó, admirada, para invitarlo a cantar en su primer recital masivo en Chile. El contacto se mantuvo y Stern se atrevió a pedirle un favor de vuelta. Esta vez, la mujer que alguna vez ocupó el escenario del Festival de Woodstock lo esperaba en el aeropuerto para concretar esa colaboración express en Berkeley. La postal generacional fue completa, comenta el músico con una sonrisa: “Me subí a su auto y estaba sonando un disco de Dylan”.

Recientes experiencias de colaboración y giras con grupos como Los Jaivas e Inti-Illimani han puesto también a Stern en un contacto intergeneracional en el que parece cómodo. “Me ha tocado, me siento privilegiado, nunca pierdo una cierta condición de fan cuando estoy con ellos, aunque lo que más hay que hacer es aprender”, admite. “Pero también estoy en contacto con músicos jóvenes. En este disco hay otros cuatro guitarristas, y hay dos temas en los que yo no toco instrumentos, sólo canto. Eso nunca había pasado”. 

–¿No es difícil delegar cuando se tiene fama de virtuoso?

–Para mí ya no se trata de quién es mejor o peor guitarrista, sino de interactuar con lenguajes que me muestran formas diferentes de decir las cosas. Enhorabuena puedo tomar distancia y aprovechar, creo, las lecciones de un ego controlado para decir: “Hay alguien que va a tocar esto, que yo creé, mucho más lindo que yo”. Tiene que ver con maravillarse con la belleza de los demás.     

–¿Te ayuda ese encuentro con músicos mayores a afirmar una cierta vocación de vida con la música?

 Stern piensa un rato. Le incomoda la definición. Encuentra de pronto una frase más precisa: “La vocación de por vida me sobra. La música es mi vida. Punto”.

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