Por Álvaro Bisama, escritor Junio 24, 2015

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Los mejores momentos del capítulo inicial de la segunda temporada de True detective son escenas sueltas, que pueden corresponder a fragmentos de una pesadilla o bien a varias pesadillas distintas. El capítulo se llama "The Western Book of the Dead" y en él vemos cómo un Taylor Kitsch acelera en su motocicleta por carreteras oscuras, mientras el viento en contra le desfigura la cara. Kitsch es un patrullero policial, pero antes fue un soldado. Toma Viagra y tiene la mitad del cuerpo quemado; para él perderse en la noche es lo más parecido a buscarse a sí mismo.

En el episodio también vemos cómo una Rachel McAdams, también policía, se arma hasta los dientes. McAdams esconde cuchillos en las botas y en el cinturón. Esconde cuchillos en el alma. Más tarde sabremos que su padre es gurú de una secta, que su hermana se dedica a la pornografía y que ella misma, como en una mala broma literaria, se llama Antígona.

Finalmente, al lado de ellos dos, Colin Farrell se desplaza como un animal acosado que sólo entiende la violencia. Al servicio de Vince Vaughn, un gánster que busca la respetabilidad, se pone un pasamontañas y entra a la casa de un periodista. Ahí está el horror que apenas vemos; la serie no detalla la agresión, sólo muestra cómo se sacuden las persianas de una casa. 

Creada, producida y escrita por el novelista Nic Pizzolatto, la segunda temporada de la serie apenas tiene que ver con la primera. No hay acá detectives filosóficos ni asesinatos satánicos, ni citas a Robert W. Chambers, Thomas Ligotti o H.P. Lovecraft. Ahora todo transcurre en una oscura ciudad llamada Vinci, donde vemos cómo el cuerpo de un tal Casper (el socio de Vaughn) da vueltas sentado en el asiento trasero de un auto desconocido. 

Más cercana a la moral de su novela Galveston que a los paisajes hechos de luz quemada de Rusty Cohle y Martin Hart, Pizzolatto emprende en esta temporada una tarea ambiciosa, la de unirse a la oscura tradición de la novela policial californiana. Esa tradición existe como una línea de obras literarias y cinematográficas que tratan de descifrar aquel paisaje de modos diversos y contradictorios. Por ahora, parece que Pizzolatto quiere dialogar con todos; con Dashiell Hammett (que es citado explícitamente en el primer episodio) y Raymond Chandler, pero también con películas como Chinatown, además de las pesadillas policíacas de James Ellroy, los trips de los hermanos Coen en El gran Lebowski, y Vicio propio, esa novela donde Pynchon diluía con marihuana y new age la sombra de los asesinatos del clan Manson. 

True detective cita ese patrimonio de obras de ficción para intervenirlo. La ausencia de Cary Fukunaga (quien dirigió la temporada anterior completa) y su reemplazo por Justin Lin en esta apertura apunta en esa dirección. Lin no es tan hábil como Fukunaga, pero sabe filmar autos y ciudades. De hecho, sus películas de Rápidos y furiosos son la fantasía alucinatoria de una generación. Vinci, la ciudad ficticia de la serie, es leída por Lin por medio de tomas aéreas que muestram autopistas e intersecciones como si fueran los nervios de un cuerpo al que se le ha arrancado la piel.

La ciudad está expuesta y exhibida como si fuera una autopsia. Lo anterior define las relaciones de los personajes; la trama los va a enrollar para deshacerlos en una historia donde la especulación inmobiliaria se cruza con el porno, las sectas y todos los tópicos de aquella tradición disléxica y confusa. 

Por supuesto, no luce como un viaje agradable. El capítulo estrenado el domingo carece de cualquier clase de consuelo, todo se difumina en sombras lechosas, desmoronándose en diálogos carentes de retórica, pero también de verdad, como si los personajes sólo supieran balbucear, porque ésa es la única clase de lenguaje que les dejaron los traumas que los definen. Así, la escena donde Farrell aparece en la casa del niño que le robó las zapatillas a su hijo está llena de sadismo, pero también de una extraña compasión, como si los golpes que el policía le propina al padre del muchacho también se los infligiera a sí mismo. Alma en pena, él es uno de los muertos a los que aludía el título del episodio. 

Esa escena es un preludio para el momento final, donde los tres policías se encuentran frente al cuerpo de Casper, un cuerpo que lleva gafas negras porque alguien le ha arrancado los ojos. Ahí, los personajes se miran iluminados por las balizas de las patrullas mientras comienza a sonar "All the gold in California", de los Gatlin Brothers, en la versión de Nick Cave y Warren Ellis. Mucho del sentido del episodio –y quizás de la temporada– descansa en la canción. En su versión original, "All the gold…"  posee una melodía country amable y carece de todo cinismo; es una advertencia para viajeros que sueñan con la quimera de una nueva vida.

Pero en la de Cave/Ellis se trastorna, volviéndose un lamento feroz venido de otro mundo. En la pantalla, los tres policías se miran. Todos están destruidos. Todos son fantasmas. Todos son demonios. Todos están marcados: las cicatrices, la violencia, la armas, la vida. Entonces suenan Nick Cave y Warren Ellis y dicen: "Todo el oro en California/está en un banco en el centro de Beverly Hills con el nombre de otra persona".

Entonces, la cámara se aleja y vemos la costa, que es un mar oscuro que no otorga calma alguna. Y la voz de Cave suena salida de ultratumba y termina de definir el tono de esta temporada. La voz de Cave puede ser también la de Pizzolatto o sus personajes: es la voz de alguien que dice una verdad ominosa, la voz que advierte que el horror está cerca. No hay paz. No hay consuelo. Lo que queda es el silencio, lo que queda es la violencia.

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