Por Javier Rodríguez A. Mayo 13, 2015

© Marcelo Segura

“Yo no escribiría mis memorias. Si hay un libro que he detestado, es ‘Confieso que he vivido’. Lo encuentro horrible. Porque el tipo, el poeta más grande de la lengua castellana de la historia, lo escribió totalmente satisfecho consigo mismo. No tiene un quiebre, una rotura, una herida, nada”.

El 24 de enero, Raúl Zurita, de impecable negro, como acostumbra, veía cómo enterraban en el Cementerio General a Pedro Lemebel. Estaba de pie, luchando contra los espasmos que le causa el párkinson, esa enfermedad que padece desde hace catorce años y que, según él, “es como andar con un jardín infantil, con cabros chicos que se portan como el forro, en tu cuerpo: las manos van para un lado, la cabeza para otro”. En eso estaba cuando se le acercó una señora de unos sesenta años, visiblemente afectada.

-No se preocupe, Raúl. Cuando usted se muera le  haremos uno igualito. Igual de bonito. Se lo prometo.

Zurita, que en el momento agradeció el gesto, hoy cuenta la anécdota riéndose. “¡Pensó que estaba celoso! Voy a parecer futbolista, pero me sorprende el cariño de la gente. Me sorprende, porque antes me tiraban a partir”.

***
Un hombre de unos 35 años yace en el desierto. Ve pasar la vida ante sus ojos. Ese hombre puede ser Raúl Zurita. Como también puede no serlo.
Así comienza El día más blanco, su novela autobiográfica publicada originalmente en 1999 y que Penguin Random House acaba de reeditar, y que comprende una revisión de los primeros años de su vida hasta el golpe de Estado. Un libro que, según él, tiene varios niveles de lectura y que decidió volver a revisar luego de que el décimo lector -según él, los iba contando con los dedos de las manos- le dijo que le había fascinado. Ese lector fue Carlos Peña, rector de la UDP, quien a su vez se lo pasó a la filósofa Carla Cordua, que opinó igual.

Durante un trabajo de revisión que duró tres meses, junto a su editor Vicente Undurraga, Zurita fundió capítulos y agregó pasajes. Uno de ellos, sobre la muerte de Salvador Allende: “Lo recordé tal como aparecía en ese primer retrato: sus anteojos ya rotos flotando sobre un rostro que se iba deshaciendo en la lluvia. Para entonces los pedruscos de un enorme patio se me incrustaban en la cara y los infantes de Marina saltaban sobre nuestras espaldas aplastándonos. Por los altavoces acababan de anunciar que Allende había muerto”.

Otro sobre su abuela, la Veli, quien lo crió, y que en el libro va a visitar al protagonista desde Santiago, donde nació, a la Universidad Técnica Federico Santa María en Viña del Mar, donde el autor de Purgatorio estudió Ingeniería Civil por más de siete años. No alcanzó a graduarse: cuando estaba empezando la memoria, lo tomaron preso. Pasó por los centros de detención de Salinas, de la Infantería de Marina, de Playa Ancha y del barco Maipo.

Han sido días de reflexión para el Premio Nacional de Literatura. Viene llegando de una gira por Estados Unidos y Europa, donde recolectó premios -como el doctorado honoris causa de la Universidad de Alicante- y llenó bares y salones con sus lecturas. Y hace poco se supo que la Universidad Técnica Federico Santa María también le entregará un doctorado honoris causa. Es el primer ex alumno de esa institución que lo recibe.

“Cuando recibí la noticia del doctorado me emocionó, porque estuve siete años ahí. Es cerrar un ciclo que había quedado abierto. 42 años me demoré en sacar el título. ¡Por fin puedo decir que me gradué!”, dice.

A la revisión de El día más blanco, que para él funciona como prólogo de esa obra monumental que es Zurita (Ediciones UDP, 2011), agrega la preparación de una nueva novela autobiográfica, que funcionará como continuación de este libro y comprenderá aquellos años donde, según él, peor lo pasó en su vida.

“Hablará del 73 hasta inicios de los 80, aquellos primeros años de la dictadura, que fueron atroces. Ahí estuve preso, hice trabajos de mierda, no tenía un peso… Viví una racha de miseria. Trabajé de vendedor de AFPs, cosas que no tenían nada que ver conmigo. Entonces la forma que tenía para no enloquecer era imaginarme en el cielo y escribir”, recuerda.

A fines de los 70 formó parte del Colectivo Acciones de Arte (CADA) -junto a su ex esposa Diamela Eltit, Fernando Balcells, Lotty Rosenfeld y Juan Castillo- que, en plena dictadura, buscaba ocupar la ciudad como espacio de creación. Un grupo que, según él, salía a hacer acciones de arte con una rara vitalidad y extraña alegría, producto de la camaradería. “Porque como todo era como el forro, lo único que tenías era a tu amigo. Fueron siete años donde estuve hecho bolsa, enfrentado a mi peor miedo actual: la depresión”.

Escribía para sobrevivir, como él dice, mentalmente.  Época también de tormento, donde en actos desesperados se quemó la cara con un fierro caliente e intentó cegarse echándose amoniaco a los ojos.
Afortunadamente, los cerró.
“Ésas no fueron performances, porque no había fotógrafo presente, no fue un espectáculo. Fue una cosa absolutamente solitaria, encerrado en un baño, como un rockero drogado, en las condiciones más desastrosas. Hoy lo veo como un nuevo comienzo”.

Para Zurita, sí, el ejercicio de revisitarse, de reflexionar sobre su propia vida, ha sido distinto al de otros autores, como Neruda.

“Yo no escribiría mis memorias. Si hay un libro que he detestado es Confieso que he vivido. Lo encuentro horrible. Porque el tipo, el poeta más grande de la lengua castellana de la historia, lo escribió totalmente satisfecho consigo mismo. No tiene un quiebre, una rotura, una herida, nada”.

-¿Tienes algún nombre tentativo esta nueva novela autobiográfica?
-Poema. La otra opción es Freezing, porque con el asunto del párkinson lo más fregado es el freezing.

Al autor de Los poemas muertos le pasa que, a veces, se congela. Cuando lo apuran, cuando va a perder un avión, cuando se siente encerrado ante las multitudes en la calle. No puede moverse, se le pegan las piernas. Se esfuerza y en vez de avanzar, cae.

-Pero el freezing corresponde a esta época de tu vida, no a la que reflejarás en el nuevo libro.
-Es que es interesante ponerle el título de una cosa reciente a algo más antiguo. Es la perspectiva desde la que se ven esos días.

***
“Siempre que uno escribe sobre el pasado, lo está haciendo también sobre su presente”, dice Zurita. Y ese presente lo tiene lleno de cosas: por un lado, una nueva antología que prepara con Penguin Random House para este año, su próxima novela autobiográfica, una traducción de La Divina Comedia. Por otro, sus lecturas acompañadas de la música del grupo de rock experimental González y Los asistentes -“que por unos minutos me hacen sentir Little Richard”- y sus actividades académicas, donde destaca el viaje a hacer clases al frío de Boston en Harvard, el segundo semestre del próximo año. Según él, en el crepúsculo de su vida.

“Ya tengo 65 años. Una buena parte ya la pasé. No sé cuánto decidirá el buen Dios que no existe darme, por suerte nadie lo sabe. Pero 130 años no voy a vivir. Es poco probable”.

-El atardecer implica que se viene la noche. ¿Eso te apura en tus proyectos?

-Por supuesto. Tengo una sensación más de prisa. Sí, me gustaría tener más horas. Lamentablemente el día tiene sólo 24. Debería ser de 48.

-¿Para ti es un tema recurrente la muerte?
-La muerte, en un momento dado, dejas de pensarla y se transforma en un hecho concreto de tu vida. Se siente acá, acechando sobre tu cabeza. De repente estoy acostado y pienso que será así -chasquea los dedos- en un segundo. Esa sensación de que en un segundo se irá, es fuerte. No atemorizante, es fuerte.

-¿Sientes que vendrá de un segundo a otro?
-Es que el tiempo pasa tan rápido. Hace nada tenía cinco años. ¡Hace nada!

-¿Y eso no te angustia?
-No logra atemorizarme. Me angustia a veces por lo que se queda. Por mi mujer, que es más joven que yo, por mi madre que tiene 91 años, no vaya a ser que yo me muera antes que ella, cosas así me psicosean. Que le pase algo a algún hijo. Siempre estamos acechados de amenazas, de cosas aterrorizantes, pero son instantes. No es algo permanente.

-¿Se puede vivir con la máxima de que vida y obra son inseparables?
-Es que la tarea no era escribir libros ni pintar cuadros. Era hacer de la vida misma una obra de arte. Y todo lo que vemos, los libros, todo, son como los restos de una batalla cósmica que se ha perdido. Vivimos mal, precariamente, nos matamos los unos a los otros. Toda la cultura no es sino los escombros que quedan de una gran derrota. Lo importante es hacer de la vida una obra de arte, y eso ha sido como mi horizonte en todo lo que he hecho, desde que tengo 23 años, desde el golpe de Estado de Pinochet. Ese trasfondo.

Ahora entre la literatura y la vida hay un tajo infinito, que es como incolmable, que es que los recuerdos son siempre más grandes que la vida que tú has tenido. Entonces el problema es la imposibilidad del olvido.

-Este año cumpliste 65, ¿cómo te ves a ti mismo después de esta revisión autobiográfica?
-Yo reflexiono sobre mí mismo escribiendo. Creo que ha sido todo de una línea. Para los surrealistas ésa es una línea muy sinuosa, pero me siento bien. Las grandes culpas ya se zanjaron. Quedan algunas con mis hijos.

-¿Cuáles?
-Las culpas producto de dejarlo todo por esto. Abandonar hijos, mujer. Sentirte un hijo de puta egoísta por terminar tus cosas. Esos son costos feroces.

-¿Y eso lo hiciste en la época de las performances?
-En esa época. Ahora tengo muy buena relación con mis hijos. Nunca peleé con ellos, pero no contaron conmigo cuando fueron jóvenes.

-¿Te sigues sintiendo un irresponsable moralista?
-Me temo que sí.

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